Pocas revoluciones suscitaron tanta esperanza como la cubana y la nicaragüense. La primera despertó ilusión en toda la izquierda mundial, agobiada por la dureza del dominio soviético sobre Polonia, Hungría y otros países del este de Europa y devuelvió todo su brillo a la idea de revolución popular. La derrota del régimen tiránico de Batista elevó hasta el poder a un grupo de jóvenes, encabezado por Fidel Castro, que encarnaban una idea más atractiva y romántica de lo que debe ser la revolución.
La toma del poder de Castro y del movimiento del 26 de julio se percibe como el despertar de las masas del Tercer Mundo. “Una revolución campesina” (Sartre) dirigida por la intelligentsia.
Veinte años después, la revolución sandinista fue recibida con el mismo fervor por la opinión pública mundial. Mientras que las esperanzas puestas en las experiencias socialistas del Sureste de Asia terminan antes de lo previsto con el descubrimiento de la dictadura totalitaria y sanguinaria de los Jmeres Rojos y con la huida de miles de vietnamitas en canoa hacia Tailandia, la revolución del 19 de julio de 1979 ofrece el espectáculo de una revolución pluralista pilotada por los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln), personas que en apariencia surgen de las filas de una burguesía opositora a Somoza y que lanzan un programa de reformas moderadas, sin que parezca querer imponer su hegemonía. Mejor aún, la revolución del 19 de julio se beneficia con la benevolencia de la Iglesia. Su jerarquía apoya la lucha armada contra Somoza, celebra un Te Deum para recordar la reconciliación nacional un día después de la caída del dictador y varios sacerdotes ocupan puestos en el gobierno. Desde el poder se anuncia
una política de no alineación y de respeto a los derechos humanos.
Estas dos revoluciones, cada una a su manera, convencieron temporalmente al mundo de que a la tiranía se la podía vencer por medio de la lucha armada sin que por ello se fragüe otra tiranía.
Las revoluciones cubana y nicaragüense, además de entusiasmar a la izquierda progresista, destacan como una ruptura con el “socialismo real”, soviético o chino, ambos cubiertos con el velo de la tiranía y la dictadura de partido único comunista.
Inocentemente, se creyó que podía compaginarse libertades y derechos humanos con la mano firme de un partido que dirige el proceso, uniendo también aspiraciones cristianas y marxistas y una ruta de emancipación para países del Tercer Mundo.
Pero pronto la decepción y el desencanto aparecen en la escena cuando se comprueba que unas nuevas tiranías, duras, excluyentes y también sanguinarias, se van imponiendo en esos países, hasta el punto de sustentar la sospecha de que las revoluciones han consistido en sustituir a tiranías débiles por otras más fuertes y mejor organizadas, adictas a un comunismo ligeramente renovado.
Tanto en Cuba como en Nicaragua surgen poderes totalitarios que se imponen a otros componentes de la oposición, quienes al igual que ellos habían participado en los derrocamientos de regímenes tiránicos y pronto consolidan las nuevas tiranías comunistas que decepcionan a los inocentes progresistas que nunca aprenden que la libertad es incompatible con el culto al Estado y el intervencionismo exagerado del Estado.
Viví personalmente la mecánica del castrismo y los métodos del sandinismo y pronto descubrí que en ambos casos las nuevas tiranías superaron a las anteriores en corrupción, odio a la democracia, capacidad represora y violencia. Aunque, como es habitual, la propaganda de lo izquierda quiso ocultar aquellos dramas, pronto una parte importante de la población se situó en contra del proceso revolucionario y fue salvajemente reprimida, provocándose ríos de escapados hacia mundos más libres y justos.
En Cuba conocí a los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) y estudié sus sucios métodos de espionaje y sus servicios como chivatos del gobierno y pude analizar en detalle los recursos y resortes del poder para controlar a la población, entre los que destacaba el miedo al poder, lo que me hizo perder el aprecio inicial que tenía hacia aquellos procesos revolucionarios que erróneamente consideraba populares y libres.
También conocí en la Habana a muchos sandinistas, que por entonces estaban derrotados y acogidos por Fidel en espera de una oportunidad para el asalto al poder, oportunidad que se presentó cuando el somocisco brutal asesinó al periodista Pedro Juaquín Chamorro, lo que dio aliento al sandinismo y le permitió desplegar una lucha armada que terminó en victoria al final de la década de los años 70 del pasado siglo.
En Nicaragua no pude seguir internamente el proceso por mucho tiempo porque me destinaron a Italia y tuve que cambiar de escenario, pero lo he seguido desde la distancia y he comprobado con dolor que las ilusiones iniciales se derrumbaron y que el comunismo que ocultaban desde el principio sus líderes se impuso, de manera sutil y progresiva, a toda la población, que hoy está sometida a la dictadura de Daniel Ortega, en mi opinión más cruel e injusta, en muchos aspectos, que la de los tiranos de la familia Somoza.
Francisco Rubiales
La toma del poder de Castro y del movimiento del 26 de julio se percibe como el despertar de las masas del Tercer Mundo. “Una revolución campesina” (Sartre) dirigida por la intelligentsia.
Veinte años después, la revolución sandinista fue recibida con el mismo fervor por la opinión pública mundial. Mientras que las esperanzas puestas en las experiencias socialistas del Sureste de Asia terminan antes de lo previsto con el descubrimiento de la dictadura totalitaria y sanguinaria de los Jmeres Rojos y con la huida de miles de vietnamitas en canoa hacia Tailandia, la revolución del 19 de julio de 1979 ofrece el espectáculo de una revolución pluralista pilotada por los guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln), personas que en apariencia surgen de las filas de una burguesía opositora a Somoza y que lanzan un programa de reformas moderadas, sin que parezca querer imponer su hegemonía. Mejor aún, la revolución del 19 de julio se beneficia con la benevolencia de la Iglesia. Su jerarquía apoya la lucha armada contra Somoza, celebra un Te Deum para recordar la reconciliación nacional un día después de la caída del dictador y varios sacerdotes ocupan puestos en el gobierno. Desde el poder se anuncia
una política de no alineación y de respeto a los derechos humanos.
Estas dos revoluciones, cada una a su manera, convencieron temporalmente al mundo de que a la tiranía se la podía vencer por medio de la lucha armada sin que por ello se fragüe otra tiranía.
Las revoluciones cubana y nicaragüense, además de entusiasmar a la izquierda progresista, destacan como una ruptura con el “socialismo real”, soviético o chino, ambos cubiertos con el velo de la tiranía y la dictadura de partido único comunista.
Inocentemente, se creyó que podía compaginarse libertades y derechos humanos con la mano firme de un partido que dirige el proceso, uniendo también aspiraciones cristianas y marxistas y una ruta de emancipación para países del Tercer Mundo.
Pero pronto la decepción y el desencanto aparecen en la escena cuando se comprueba que unas nuevas tiranías, duras, excluyentes y también sanguinarias, se van imponiendo en esos países, hasta el punto de sustentar la sospecha de que las revoluciones han consistido en sustituir a tiranías débiles por otras más fuertes y mejor organizadas, adictas a un comunismo ligeramente renovado.
Tanto en Cuba como en Nicaragua surgen poderes totalitarios que se imponen a otros componentes de la oposición, quienes al igual que ellos habían participado en los derrocamientos de regímenes tiránicos y pronto consolidan las nuevas tiranías comunistas que decepcionan a los inocentes progresistas que nunca aprenden que la libertad es incompatible con el culto al Estado y el intervencionismo exagerado del Estado.
Viví personalmente la mecánica del castrismo y los métodos del sandinismo y pronto descubrí que en ambos casos las nuevas tiranías superaron a las anteriores en corrupción, odio a la democracia, capacidad represora y violencia. Aunque, como es habitual, la propaganda de lo izquierda quiso ocultar aquellos dramas, pronto una parte importante de la población se situó en contra del proceso revolucionario y fue salvajemente reprimida, provocándose ríos de escapados hacia mundos más libres y justos.
En Cuba conocí a los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) y estudié sus sucios métodos de espionaje y sus servicios como chivatos del gobierno y pude analizar en detalle los recursos y resortes del poder para controlar a la población, entre los que destacaba el miedo al poder, lo que me hizo perder el aprecio inicial que tenía hacia aquellos procesos revolucionarios que erróneamente consideraba populares y libres.
También conocí en la Habana a muchos sandinistas, que por entonces estaban derrotados y acogidos por Fidel en espera de una oportunidad para el asalto al poder, oportunidad que se presentó cuando el somocisco brutal asesinó al periodista Pedro Juaquín Chamorro, lo que dio aliento al sandinismo y le permitió desplegar una lucha armada que terminó en victoria al final de la década de los años 70 del pasado siglo.
En Nicaragua no pude seguir internamente el proceso por mucho tiempo porque me destinaron a Italia y tuve que cambiar de escenario, pero lo he seguido desde la distancia y he comprobado con dolor que las ilusiones iniciales se derrumbaron y que el comunismo que ocultaban desde el principio sus líderes se impuso, de manera sutil y progresiva, a toda la población, que hoy está sometida a la dictadura de Daniel Ortega, en mi opinión más cruel e injusta, en muchos aspectos, que la de los tiranos de la familia Somoza.
Francisco Rubiales
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