La democracia interna no existe en los partidos políticos, sean de derecha o de izquierda, a pesar de que la Constitución Española la exige. En la práctica, esos partidos sin democracia son contrarios a la Constitución, pero, a pesar de esa carencia fundamental, permitimos que controlen el Estado y nos gobiernen a todos.
Llevo casi veinte años investigando sobre la democracia y leyendo todo lo que cae en mis manos sobre ese tema y una de las conclusiones más sólidas que poseo es que los partidos políticos son incompatibles con la democracia. Robert Michels ya aseguró hace más de un siglo que la democracia en los partidos es imposible, ya que la ley de hierro de las oligarquías es inquebrantable. Toda organización de un partido de masas es oligárquica, forme parte de un sistema democrático o no.
Los socialistas, después de su trifulca vergonzosa del pasado fin de semana, de la que salieron casi destrozados y con heridas muy difíciles de curar, hablan ahora de democracia interna, cuando hace sólo unos días todos pugnaban por controlar ese partido desde la autoridad y la fuerza, sin un ápice de democracia interna. Todos eran tiranos en acción: el secretario general ocultando sus pactos a la militancia y a sus compañeros rebeldes de la dirección, consciente de que esos pactos eran contrarios a la voluntad de la mayoría, y los barones rebeldes conspirando para derrocar por la fuerza al líder elegido.
La democracia sólo puede ser externa a los partidos, pero en un país como España, donde tampoco existe la democracia fuera de los partidos, el sistema solo engendra abuso, corrupción y tiranía más o menos disimulada. Para que la población no exija un verdadero sistema representativo y una separación de poderes, los políticos nos quieren hacer creer la falsedad de que los partidos pueden ser democráticos.
Algunos creen que los partidos políticos nacieron con la democracia y son parte esencial del sistema. Se equivocan porque la historia refleja precisamente lo contrario, que los partidos, durante muchos siglos, fueron considerados como el principal obstáculo para la vigencia de la libertad y el funcionamiento del sistema democrático.
Reproduzco unos párrafos de mi libro “Políticos, los Nuevos Amos” (Editorial Almuzara, 2007), que analizan con claridad el conflicto entre partidos políticos y democracia:
“Los orígenes de los actuales partidos políticos se remontan a la Roma republicana. Entonces se denominaban “factio” y los autores lo describían como un grupo político perturbador y nocivo destinado a “facere” (hacer) “actos siniestros”. La palabra “partido” proviene también del término latino “partire”, que significa “dividir”, pero este término no adquiere significación en la política hasta el siglo XVII, aunque entonces su significado se acercaba más al concepto de “secta”. Refiriéndose a los partidos, Maquiavelo decía que esas “partes” llevan a la ciudad hasta su “ruina”. Montesquieu, en “El espíritu de las leyes”, condena lo que representan las “facciones”, por entonces todavía escasamente diferenciadas de los “partidos”. Bolinbroke afirma que “los partidos son un mal político y las facciones son los peores de todos los partidos” y “los partidos dividen a un pueblo por principios”. David Hume es todavía más duro en su juicio: “las facciones subvierten el gobierno, dejan impotentes a las leyes y engendran las mas feroces animadversidades entre los hombres de la misma nación”. Pero Hume ya utiliza el término “partido” cuando dice que “los partidos raras veces se encuentran puros, sin adulterar” y “los partidos basados en principios, especialmente en principios abstractos y especulativos, sólo se conocen en los tiempos modernos y quizá sean el fenómeno más extraordinario e inexplicable que se haya dado hasta ahora en los asuntos humanos”. Sin embargo, es Edmund Burke el primero en aventurar una definición de partido: “Un partido es un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante su labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo”. Burke comparte el desprecio filosófico por las facciones políticas, pero sitúa a los partidos en una dimensión superior cuando sostiene que “Esta generosa ambición de poder (la del partido) se distinguirá fácilmente de la lucha mezquina e interesada por obtener puestos y emolumentos (de las facciones)".
La imagen de los partidos ni siquiera mejora durante la Revolución Francesa, cuyos líderes, siempre enfrentados y en lucha fratricida, fueron unánimes al condenar a los partidos políticos, hasta el punto de que la principal acusación que se “escupían” unos a otros era de la “chef de partí” (jefe de partido), un “delito” que, en aquellos tiempos, algunos pagaron con la cabeza guillotinada. Dantón advertía: “Si nos exasperamos los unos contra los otros acabaremos formando partidos, cuando no necesitamos más que uno, el de la razón”. El juicio de Saint Just es durísimo: “Todo partido es criminal” y “Al dividir a un pueblo, las facciones sustituyen a la libertad por la furia del partidismo”. En general, para los patriotas franceses, los partidos y facciones eran considerados como una conspiración contra la nación.
Los padres fundadores de la nación americana, la primera creada bajo los más exigentes cánones de la libertad y los derechos de la época, no tienen mejor concepto del partido político. Madison consideraba a las facciones “contraria a los derechos de otros ciudadanos o de los intereses permanentes y agregados de la comunidad”, mientras que George Washington, en su “Discurso de Adios” de 1796, afirma: “La libertad... es de hecho poco más que un nombre cuando el gobierno es demasiado débil para soportar los embates de las facciones... Permitidme... advertiros del modo más solemne en contra de los efectos nocivos del espíritu del partido”. El criterio de Thomas Jefferson se parece al de Bolingbroke y considera al partido como una “amenaza” para los “principios republicanos”.
En honor a la verdad, esa cautela y prevención frente a los partidos jamás ha dejado de existir en la cultura política occidental, aunque también hay que admitir que, desde mediados del siglo XIX hasta hoy, los partidos se han desarrollado mucho más en el terreno práctico, convirtiéndose en las piezas esenciales del sistema, que en el terreno teórico, donde siguen faltando análisis que expliquen su inesperado e invencible asalto del poder democrático. Ostrogorski, en 1902, para evitar los males de los partidos, proponía sustituirlos por ligas flotantes que se disolvieran después de cada elección, dejando libres y sin ataduras a los electos. Michels también se declara desalentado ante el carácter “antidemocrático” y “oligárquico” de los partidos. Casi con unanimidad, los autores siguen advirtiendo del peligro. Sartori, por ejemplo, dice que “Los impulsos de búsqueda del poder por parte de los partidos son constantes” y también que “el político de partido está motivado por el egoísmo más primario”. Sartori pretende cubrir algunos de los evidentes huecos teóricos al afirmar que los partidos son distintos de las facciones, que son parte de un todo político y que, como conductos de expresión, su misión fundamental en democracia es transmitir a las autoridades, con solvencia, los deseos del pueblo. Sin embargo, el autor admite que “más que expresar y reflejar la opinión pública, configuran, y de hecho manipulan, la opinión” y, en otro momento, que “la representación es perfectamente concebible y posible sin partidos”, criterios autorizados que dejan muy mal paradas a estas formaciones que se han convertido, gracias a su ambición y capacidad de maniobra, en la columna vertebral de las democracias.
Los partidos políticos, tal como los conocemos ahora, ni siquiera tienen un siglo y medio de vida. Son un producto tardío de la revolución industrial que no llega a encontrar condiciones favorables hasta que se consagra el derecho al voto. Pero en ese corto espacio de tiempo han conquistado y pervertido la democracia y el Estado, convirtiéndose, de facto, en las instituciones más poderosas de nuestro tiempo.”
Francisco Rubiales
Llevo casi veinte años investigando sobre la democracia y leyendo todo lo que cae en mis manos sobre ese tema y una de las conclusiones más sólidas que poseo es que los partidos políticos son incompatibles con la democracia. Robert Michels ya aseguró hace más de un siglo que la democracia en los partidos es imposible, ya que la ley de hierro de las oligarquías es inquebrantable. Toda organización de un partido de masas es oligárquica, forme parte de un sistema democrático o no.
Los socialistas, después de su trifulca vergonzosa del pasado fin de semana, de la que salieron casi destrozados y con heridas muy difíciles de curar, hablan ahora de democracia interna, cuando hace sólo unos días todos pugnaban por controlar ese partido desde la autoridad y la fuerza, sin un ápice de democracia interna. Todos eran tiranos en acción: el secretario general ocultando sus pactos a la militancia y a sus compañeros rebeldes de la dirección, consciente de que esos pactos eran contrarios a la voluntad de la mayoría, y los barones rebeldes conspirando para derrocar por la fuerza al líder elegido.
La democracia sólo puede ser externa a los partidos, pero en un país como España, donde tampoco existe la democracia fuera de los partidos, el sistema solo engendra abuso, corrupción y tiranía más o menos disimulada. Para que la población no exija un verdadero sistema representativo y una separación de poderes, los políticos nos quieren hacer creer la falsedad de que los partidos pueden ser democráticos.
Algunos creen que los partidos políticos nacieron con la democracia y son parte esencial del sistema. Se equivocan porque la historia refleja precisamente lo contrario, que los partidos, durante muchos siglos, fueron considerados como el principal obstáculo para la vigencia de la libertad y el funcionamiento del sistema democrático.
Reproduzco unos párrafos de mi libro “Políticos, los Nuevos Amos” (Editorial Almuzara, 2007), que analizan con claridad el conflicto entre partidos políticos y democracia:
“Los orígenes de los actuales partidos políticos se remontan a la Roma republicana. Entonces se denominaban “factio” y los autores lo describían como un grupo político perturbador y nocivo destinado a “facere” (hacer) “actos siniestros”. La palabra “partido” proviene también del término latino “partire”, que significa “dividir”, pero este término no adquiere significación en la política hasta el siglo XVII, aunque entonces su significado se acercaba más al concepto de “secta”. Refiriéndose a los partidos, Maquiavelo decía que esas “partes” llevan a la ciudad hasta su “ruina”. Montesquieu, en “El espíritu de las leyes”, condena lo que representan las “facciones”, por entonces todavía escasamente diferenciadas de los “partidos”. Bolinbroke afirma que “los partidos son un mal político y las facciones son los peores de todos los partidos” y “los partidos dividen a un pueblo por principios”. David Hume es todavía más duro en su juicio: “las facciones subvierten el gobierno, dejan impotentes a las leyes y engendran las mas feroces animadversidades entre los hombres de la misma nación”. Pero Hume ya utiliza el término “partido” cuando dice que “los partidos raras veces se encuentran puros, sin adulterar” y “los partidos basados en principios, especialmente en principios abstractos y especulativos, sólo se conocen en los tiempos modernos y quizá sean el fenómeno más extraordinario e inexplicable que se haya dado hasta ahora en los asuntos humanos”. Sin embargo, es Edmund Burke el primero en aventurar una definición de partido: “Un partido es un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante su labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio particular acerca del cual todos están de acuerdo”. Burke comparte el desprecio filosófico por las facciones políticas, pero sitúa a los partidos en una dimensión superior cuando sostiene que “Esta generosa ambición de poder (la del partido) se distinguirá fácilmente de la lucha mezquina e interesada por obtener puestos y emolumentos (de las facciones)".
La imagen de los partidos ni siquiera mejora durante la Revolución Francesa, cuyos líderes, siempre enfrentados y en lucha fratricida, fueron unánimes al condenar a los partidos políticos, hasta el punto de que la principal acusación que se “escupían” unos a otros era de la “chef de partí” (jefe de partido), un “delito” que, en aquellos tiempos, algunos pagaron con la cabeza guillotinada. Dantón advertía: “Si nos exasperamos los unos contra los otros acabaremos formando partidos, cuando no necesitamos más que uno, el de la razón”. El juicio de Saint Just es durísimo: “Todo partido es criminal” y “Al dividir a un pueblo, las facciones sustituyen a la libertad por la furia del partidismo”. En general, para los patriotas franceses, los partidos y facciones eran considerados como una conspiración contra la nación.
Los padres fundadores de la nación americana, la primera creada bajo los más exigentes cánones de la libertad y los derechos de la época, no tienen mejor concepto del partido político. Madison consideraba a las facciones “contraria a los derechos de otros ciudadanos o de los intereses permanentes y agregados de la comunidad”, mientras que George Washington, en su “Discurso de Adios” de 1796, afirma: “La libertad... es de hecho poco más que un nombre cuando el gobierno es demasiado débil para soportar los embates de las facciones... Permitidme... advertiros del modo más solemne en contra de los efectos nocivos del espíritu del partido”. El criterio de Thomas Jefferson se parece al de Bolingbroke y considera al partido como una “amenaza” para los “principios republicanos”.
En honor a la verdad, esa cautela y prevención frente a los partidos jamás ha dejado de existir en la cultura política occidental, aunque también hay que admitir que, desde mediados del siglo XIX hasta hoy, los partidos se han desarrollado mucho más en el terreno práctico, convirtiéndose en las piezas esenciales del sistema, que en el terreno teórico, donde siguen faltando análisis que expliquen su inesperado e invencible asalto del poder democrático. Ostrogorski, en 1902, para evitar los males de los partidos, proponía sustituirlos por ligas flotantes que se disolvieran después de cada elección, dejando libres y sin ataduras a los electos. Michels también se declara desalentado ante el carácter “antidemocrático” y “oligárquico” de los partidos. Casi con unanimidad, los autores siguen advirtiendo del peligro. Sartori, por ejemplo, dice que “Los impulsos de búsqueda del poder por parte de los partidos son constantes” y también que “el político de partido está motivado por el egoísmo más primario”. Sartori pretende cubrir algunos de los evidentes huecos teóricos al afirmar que los partidos son distintos de las facciones, que son parte de un todo político y que, como conductos de expresión, su misión fundamental en democracia es transmitir a las autoridades, con solvencia, los deseos del pueblo. Sin embargo, el autor admite que “más que expresar y reflejar la opinión pública, configuran, y de hecho manipulan, la opinión” y, en otro momento, que “la representación es perfectamente concebible y posible sin partidos”, criterios autorizados que dejan muy mal paradas a estas formaciones que se han convertido, gracias a su ambición y capacidad de maniobra, en la columna vertebral de las democracias.
Los partidos políticos, tal como los conocemos ahora, ni siquiera tienen un siglo y medio de vida. Son un producto tardío de la revolución industrial que no llega a encontrar condiciones favorables hasta que se consagra el derecho al voto. Pero en ese corto espacio de tiempo han conquistado y pervertido la democracia y el Estado, convirtiéndose, de facto, en las instituciones más poderosas de nuestro tiempo.”
Francisco Rubiales
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