Dicen que van a cerrar la televisión autonómica valenciana, pero, desgraciadamente, no la cerraran por principios o porque sea prescindible, sino sólo porque no tienen ya dinero suficiente para lujos y despilfarros escandalosos. Todavía dudamos que ese cierre se culmine porque los políticos se resisitirán hasta la muerte a perder ese importante instrumento de poder, imprescindible para controlar a los ciudadanos. Los que mandan utilizan esas televisiones, superfluas e innecesarias, como juguetes y herramientas de mentira y propaganda, sin importarles que resulten costosas y que mantenerlas abiertas signifique recortar y perder servicios sociales básicos y dejar a mucha gente desprotegida. Nuestros políticos, probablemente los menos sensibles y democráticos de toda la vieja Europa, se comportan como sátrapas podridos al preferir sus televisiones a la salud, la educación y el bienestar de sus ciudadanos.
El presidente valenciano Fabra ha dicho: “No cerraré un colegio u hospital por tener una televisión inasumible”. Es una lástima que lo diga por falta de dinero y no en defensa de valores y principios democráticos.
Las televisiones autonómicas, sin excepción, son el símbolo mas visible y escandaloso de los abusos de poder y de la desvergüenza de la clase política española. No aportan nada, ni información veraz, ni cohesión territorial, ni cultura de calidad. Únicamente sirven para agasajar al poder, difundir información que beneficia a los poderosos y sustentar el poder abusivo de los que han inundado el país de corrupción, injusticia y desprecio a la verdadera democracia.
Parece lógico que los periodistas, acosados por el desempleo y abandonados por sus amos políticos, al sentir también la punzada amenazante de la pobreza, como millones de ciudadanos la padecen ya, se opongan al cierre de esas televisiones del poder, pero los ciudadanos y demócratas debemos alegrarnos de que cierren esas costosas e inútiles televisiones, cuya desaparición priva a los poderosos de un arma eficaz para engañar y confundir al ciudadano.
Canal 9 nació como una televisión pública hecha por profesionales, hasta que la política se cruzó en su camino y entonces se hizo gigantesca, parcial, sometida, sucia, tramposa, manipuladora y se transformó en otra cueva de despilfarros, colocaciones y trampas, como ocurre casi siempre que el poder entra en escena. Es lo mismo que ha ocurrido con los sindicatos, con las cajas de ahorro, con la mayoría de las empresas públicas y con la misma democracia, transformada por la clase política en un vertedero.
Ninguna de esas televisiones públicas aportan nada al bien común, ni están al servicio de la verdad, ni proporcionan a la ciudadanía información veraz, ni enriquecen la cultura, ni desempañan la labor democrática de ser críticas con los grandes poderes y fiscalizarlos, ni están vinculadas a la verdad y al ciudadano, ni responden a criterios democráticos.
En democracia, los medios de comunicación deben ser privados, independientes y críticos. Abrir un medio público solo se justifica cuando existen graves vacíos y carencias en una información privada obligada a ser independiente, a informar verazmente, a aportar cultura y a fiscalizar a los grandes poderes, inyectando luz y transparencia en la gestión pública. Pero ese no es el caso de España, un país donde las televisiones y radios públicas han nacido no para llenar vacíos sino para reforzar al poder, informar de manera sesgada y tendenciosa y cantar las virtudes y méritos, casi siempre inexistentes, de las clases poderosos, en especial de los políticos y de sus aliados.
El presidente valenciano Fabra ha dicho: “No cerraré un colegio u hospital por tener una televisión inasumible”. Es una lástima que lo diga por falta de dinero y no en defensa de valores y principios democráticos.
Las televisiones autonómicas, sin excepción, son el símbolo mas visible y escandaloso de los abusos de poder y de la desvergüenza de la clase política española. No aportan nada, ni información veraz, ni cohesión territorial, ni cultura de calidad. Únicamente sirven para agasajar al poder, difundir información que beneficia a los poderosos y sustentar el poder abusivo de los que han inundado el país de corrupción, injusticia y desprecio a la verdadera democracia.
Parece lógico que los periodistas, acosados por el desempleo y abandonados por sus amos políticos, al sentir también la punzada amenazante de la pobreza, como millones de ciudadanos la padecen ya, se opongan al cierre de esas televisiones del poder, pero los ciudadanos y demócratas debemos alegrarnos de que cierren esas costosas e inútiles televisiones, cuya desaparición priva a los poderosos de un arma eficaz para engañar y confundir al ciudadano.
Canal 9 nació como una televisión pública hecha por profesionales, hasta que la política se cruzó en su camino y entonces se hizo gigantesca, parcial, sometida, sucia, tramposa, manipuladora y se transformó en otra cueva de despilfarros, colocaciones y trampas, como ocurre casi siempre que el poder entra en escena. Es lo mismo que ha ocurrido con los sindicatos, con las cajas de ahorro, con la mayoría de las empresas públicas y con la misma democracia, transformada por la clase política en un vertedero.
Ninguna de esas televisiones públicas aportan nada al bien común, ni están al servicio de la verdad, ni proporcionan a la ciudadanía información veraz, ni enriquecen la cultura, ni desempañan la labor democrática de ser críticas con los grandes poderes y fiscalizarlos, ni están vinculadas a la verdad y al ciudadano, ni responden a criterios democráticos.
En democracia, los medios de comunicación deben ser privados, independientes y críticos. Abrir un medio público solo se justifica cuando existen graves vacíos y carencias en una información privada obligada a ser independiente, a informar verazmente, a aportar cultura y a fiscalizar a los grandes poderes, inyectando luz y transparencia en la gestión pública. Pero ese no es el caso de España, un país donde las televisiones y radios públicas han nacido no para llenar vacíos sino para reforzar al poder, informar de manera sesgada y tendenciosa y cantar las virtudes y méritos, casi siempre inexistentes, de las clases poderosos, en especial de los políticos y de sus aliados.
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