Algunos demócratas españoles, para librarse de un Rey cuyo comportamiento democrático deja mucho que desear, abogan por la República, pero quizás no hayan reflexionado sobre el hecho dramático de que una República significaría otorgar más poder a los partidos políticos y un notable refuerzo de la partitocracia corrupta e ineficiente que malgobierna España.
La sustitución de una Monarquía, que no ha sabido ser imparcial y que despierta muchas sospechas en sus comportamientos, por una República requiere una seria meditación, sobre todo en un país donde los partidos políticos sufren una crisis todavía mayor que la misma Monarquía que se pretende erradicar.
Instaurar una República significa otorgar la Jefatura del Estado también a unos partidos políticos que ya tienen demasiado poder y que son considerados por los ciudadanos en las encuestas como las instituciones más corruptas de la nación.
Acusan al Rey de ser parcial, pero los partidos lo son más y han demostrado hasta la saciedad que anteponen sus intereses a los de la nación y que son incapaces de alcanzar el consenso en las políticas de importancia especial, a pesar de que los ciudadanos así lo desean. Acusan al Rey de haberse enriquecido con los negocios y las comisiones de sus amigos, pero los partidos políticos superan con creces esa corrupción, tras haber demostrado que se financian ilegalmente, que rompen la igualdad de oportunidades en los concursos, que benefician a los suyos, que generan clientelismo y que conviven desvergonzadamente con una corrupción que tiene contaminada la política hasta el tuétano.
Si el rey se hubiera enriquecido aprovechando su cargo, estaríamos hablando de "una" persona, mientras que los políticos que se han enriquecido inexplicablemente en sus cargos públicos forman en España toda una imponente legión.
El actual monarca y su hijo y heredero son, por lo menos, personas preparadas, capaces de expresarse en los grandes foros en distintos idiomas y de ejercer como profesionales, mientras que una República suele elevar hasta el poder a la clase política existente, que, en el caso de España, como ha quedado demostrado en los últimos años, es cateta, mediocre, mal formada, sin idiomas e incapaz de representar a España con dignidad en las grandes citas del concierto mundial.
Sustituir una Monarquía que, en manos de Juan Carlos, ha cometido errores importantes por una República que incrementará todavía más el poder de unos partidos políticos que no son fiables y cuyo funcionamiento interno tiene poco de democrático, es una locura. Esa sustitución de un régimen por otro no garantiza en modo alguno la participación de los ciudadnaos, hoy ilícitamente marginados de los procesos de toma de decisiones y de la participación política, ni significaría ahorro alguno en un sistema que se ha hipertrofiado hasta el ridículo, creando una "corte" y un Parlamento en cada una de las 17 autonomías y convirtiéndose en uno de los más burocráticos y costosos del Occidente desarrollado.
La historia ha demostrado que algunos cambios, buenos en apariencia, llevan hasta el desastre, como le ocurrió a la Francia postrevolucionaria, que sustituyó al borbón mediocre y cobarde guillotinado por un Napoleón que, transformado en tirano, dejó a Francia y a Europa aplastada por su egolatría irredenta; o como la desdichada Rusia de 1917, que sustituyó al inútil Zar por un Lenin y por un Stalin cuyo régimen bolchevique se convirtió en el peor asesino de la Historia de la Humanidad.
Lo que España necesita no es sustituir la Monarquía por la República sino reconstruir la decencia y los valores y, posteriormente, una vez restaurada la dignidad y el decoro, instaurar de una vez la democracia verdadera, porque la actual es sólo una vergonzosa oligocracia de partidos y de políticos profesionales atrincherados en el privilegio, el dominio y la ventaja.
La sustitución de una Monarquía, que no ha sabido ser imparcial y que despierta muchas sospechas en sus comportamientos, por una República requiere una seria meditación, sobre todo en un país donde los partidos políticos sufren una crisis todavía mayor que la misma Monarquía que se pretende erradicar.
Instaurar una República significa otorgar la Jefatura del Estado también a unos partidos políticos que ya tienen demasiado poder y que son considerados por los ciudadanos en las encuestas como las instituciones más corruptas de la nación.
Acusan al Rey de ser parcial, pero los partidos lo son más y han demostrado hasta la saciedad que anteponen sus intereses a los de la nación y que son incapaces de alcanzar el consenso en las políticas de importancia especial, a pesar de que los ciudadanos así lo desean. Acusan al Rey de haberse enriquecido con los negocios y las comisiones de sus amigos, pero los partidos políticos superan con creces esa corrupción, tras haber demostrado que se financian ilegalmente, que rompen la igualdad de oportunidades en los concursos, que benefician a los suyos, que generan clientelismo y que conviven desvergonzadamente con una corrupción que tiene contaminada la política hasta el tuétano.
Si el rey se hubiera enriquecido aprovechando su cargo, estaríamos hablando de "una" persona, mientras que los políticos que se han enriquecido inexplicablemente en sus cargos públicos forman en España toda una imponente legión.
El actual monarca y su hijo y heredero son, por lo menos, personas preparadas, capaces de expresarse en los grandes foros en distintos idiomas y de ejercer como profesionales, mientras que una República suele elevar hasta el poder a la clase política existente, que, en el caso de España, como ha quedado demostrado en los últimos años, es cateta, mediocre, mal formada, sin idiomas e incapaz de representar a España con dignidad en las grandes citas del concierto mundial.
Sustituir una Monarquía que, en manos de Juan Carlos, ha cometido errores importantes por una República que incrementará todavía más el poder de unos partidos políticos que no son fiables y cuyo funcionamiento interno tiene poco de democrático, es una locura. Esa sustitución de un régimen por otro no garantiza en modo alguno la participación de los ciudadnaos, hoy ilícitamente marginados de los procesos de toma de decisiones y de la participación política, ni significaría ahorro alguno en un sistema que se ha hipertrofiado hasta el ridículo, creando una "corte" y un Parlamento en cada una de las 17 autonomías y convirtiéndose en uno de los más burocráticos y costosos del Occidente desarrollado.
La historia ha demostrado que algunos cambios, buenos en apariencia, llevan hasta el desastre, como le ocurrió a la Francia postrevolucionaria, que sustituyó al borbón mediocre y cobarde guillotinado por un Napoleón que, transformado en tirano, dejó a Francia y a Europa aplastada por su egolatría irredenta; o como la desdichada Rusia de 1917, que sustituyó al inútil Zar por un Lenin y por un Stalin cuyo régimen bolchevique se convirtió en el peor asesino de la Historia de la Humanidad.
Lo que España necesita no es sustituir la Monarquía por la República sino reconstruir la decencia y los valores y, posteriormente, una vez restaurada la dignidad y el decoro, instaurar de una vez la democracia verdadera, porque la actual es sólo una vergonzosa oligocracia de partidos y de políticos profesionales atrincherados en el privilegio, el dominio y la ventaja.