La reciente sentencia del Fondo Monetario Internacionla, según la cual España ha sido el país que más dinero público ha empleado para frenar la crisis, pero también el que menos eficacia ha obtenido con ese endeudamiento masivo, ha caido como un mazazo sobre el desconcertado ZP, que ya sólo espera que otros paises solucionen el problema y España salga adelante arrastrada por el resurgir de la economía mundial.
El tembloroso y desencajado gobierno de España no ha parado de aplicar medidas a ciegas, sin tener demasiada fe en sus resultados, algunas de las cuales han sido consideradas como absurdas hasta por algunos miembros del propio gabinete de Zapatero. Son medidas que el gobierno aplica más como calmante y "placebo para bobos" que como auténtica terapia. En el equipo de Solbes hasta dudan de la eficacia de las enormes cantidades entregadas a los ayuntamientos (8.000 millones de euros) y las devalúan afirmando que son "para abrir zanjas".
Todas las medidas del gobierno, que se niega a admitir que la crisis es de confianza en el sistema, tanto político como económico, son variantes de la misma receta: recaudar todo lo posible y en arrojar más dinero al mercado, siempre para que las gestione el sector público, incluso a costa de endeudar a las próximas generaciones de españoles. Pero el resultado siempre ha sido el mismo: todo el dinero que cae en ese mercado desaparece sin producir efectos reanimadores y se esconde porque nadie confía en el futuro, ni en el liderazgo, ni en una recuperación que no se percibe, ni siquiera en un horizonte lejano.
Los bancos, conocedores mejor que nadie de la infernal envargadura de la crisis, siguen sin confiar en los otros bancos, ni en que muchos de los que piden prestamos puedan devolverlos algún día. Los empresarios, desesperados, no se atreven a invertir porque el mercado no garantiza ganacias y saben que nada es más estúpido que producir mercancias que nadie podrá comprar. El gobierno, empeñado en evitar la huelga general y dispuesto a todo con tal de mantener a los sindicatos como aliados, se niega a realizar una reforma tan urgente como flexibilizar más las contrataciones, recomendada hasta por el gobernador del Banco de España.
Zapatero se niega a admitir la evidencia de que la desconfianza se ha instalado en el corazón del sistema y que esa desconfianza afecta, sobre todo, al liderazgo político, culpable de mal gobierno y de ineficacia extrema, un liderazgo que la gente ya identifica como la gran plaga de los siglos XX y XXI y como el verdadero culpable de la enorme tragedia económica mundial que nos sobrecoge.
Los asesores de Obama le han dicho al presidente negro algo aterrador: que la única manera de salir del foso sería con una lluvia de dimisiones de políticos a escala mundial, con miles de dirigentes y directivos fracasados y corruptos llenando las cárceles, con la recuperación del ciudadano, hoy exiliado y despreciado, como gran protagonista del sistema, y con reformas tan drásticas en la política y el liderazgo, tan intensas y profundas que la sociedad se sienta vuelta como un calcetín y con la certeza de haber recuperado la democracia, un sistema que ha sido adulterado en todo el mundo por los partidos políticos y transformado en una despreciable oligocracia.
El miedo de Zapatero ante la crisis, a la que, sin reconocerlo en público, muchos políticos contemplan ya como la ola gigante de un tsunami capaz de terminar con los privilegios y abusos del poder político que gestiona el mundo, derrochando ineficiencia e incapacidad, es sobrecogedor y paralizante.
ZP y sus acólitos se niegan a admitir que la crisis no es cíclica sino terminal, ni es de liquidez sino de confianza, ni es culpa de los banqueros de Estados Unidos, sino de los políticos de todo el mundo, que una vez más han fallado en la única misión que les habíamos encomendado y por la que les pagamos: la de garantizar el justo y buen funcionamiento de la sociedad, de los mercados y de la convivencia.
Fieles a lo que han demostrado en el pasado, nuestros actuales dirigentes españoles sólo saben aplicar una receta, la de cobrar más impuestos y acelerar el rítmo de las fábricas de billetes y de deuda.
Si la depresión sigue avanzando, tal vez terminen repartiéndonos billetes a todos para que compremos las mercancias que abarrotarán los estantes de los supermercados, los coches que se acumularán en los concesionarios y los miles de productos de la vieja sociedad de consumo, convertidos ya en reliquias de una época maltrecha y destruida por la demencia de los malos gobernantes.
Si esos métodos también fracasaran, serían capaces de comprar acciones en las bolsas, con dinero público, para evitar el colapso de los mercados, todo menos dimitir, que es lo que deben hacer tras reconocer su fracaso como dirigentes de un mundo al que han llevado cientos de veces hasta el fracaso, pero que ahora, superando todos sus desatinos y errores del pasado, están llevando hacia el colapso.
El ciudadano, por muy torpe y aletargado que esté y aunque sienta un miedo paralizante ante los poderosos, no está dispuesto a soportar la aberración de que, mientras la crisis avanza aplastando nuestro mundo, los políticos sigan comprando coches de lujo y subiéndose sus sueldos, insensibles a la tragedia colectiva. Ya comprenden que nuestro destino es demasiado importante para dejarlo en manos de políticos incapaces.
El problema es que quizás ya sea demasiado tarde para corregir el gran error colectivo de haber confiado nuestro destino a gente sin la suficiente ética, pericia, solvencia intelectual y valores humanos.
El tembloroso y desencajado gobierno de España no ha parado de aplicar medidas a ciegas, sin tener demasiada fe en sus resultados, algunas de las cuales han sido consideradas como absurdas hasta por algunos miembros del propio gabinete de Zapatero. Son medidas que el gobierno aplica más como calmante y "placebo para bobos" que como auténtica terapia. En el equipo de Solbes hasta dudan de la eficacia de las enormes cantidades entregadas a los ayuntamientos (8.000 millones de euros) y las devalúan afirmando que son "para abrir zanjas".
Todas las medidas del gobierno, que se niega a admitir que la crisis es de confianza en el sistema, tanto político como económico, son variantes de la misma receta: recaudar todo lo posible y en arrojar más dinero al mercado, siempre para que las gestione el sector público, incluso a costa de endeudar a las próximas generaciones de españoles. Pero el resultado siempre ha sido el mismo: todo el dinero que cae en ese mercado desaparece sin producir efectos reanimadores y se esconde porque nadie confía en el futuro, ni en el liderazgo, ni en una recuperación que no se percibe, ni siquiera en un horizonte lejano.
Los bancos, conocedores mejor que nadie de la infernal envargadura de la crisis, siguen sin confiar en los otros bancos, ni en que muchos de los que piden prestamos puedan devolverlos algún día. Los empresarios, desesperados, no se atreven a invertir porque el mercado no garantiza ganacias y saben que nada es más estúpido que producir mercancias que nadie podrá comprar. El gobierno, empeñado en evitar la huelga general y dispuesto a todo con tal de mantener a los sindicatos como aliados, se niega a realizar una reforma tan urgente como flexibilizar más las contrataciones, recomendada hasta por el gobernador del Banco de España.
Zapatero se niega a admitir la evidencia de que la desconfianza se ha instalado en el corazón del sistema y que esa desconfianza afecta, sobre todo, al liderazgo político, culpable de mal gobierno y de ineficacia extrema, un liderazgo que la gente ya identifica como la gran plaga de los siglos XX y XXI y como el verdadero culpable de la enorme tragedia económica mundial que nos sobrecoge.
Los asesores de Obama le han dicho al presidente negro algo aterrador: que la única manera de salir del foso sería con una lluvia de dimisiones de políticos a escala mundial, con miles de dirigentes y directivos fracasados y corruptos llenando las cárceles, con la recuperación del ciudadano, hoy exiliado y despreciado, como gran protagonista del sistema, y con reformas tan drásticas en la política y el liderazgo, tan intensas y profundas que la sociedad se sienta vuelta como un calcetín y con la certeza de haber recuperado la democracia, un sistema que ha sido adulterado en todo el mundo por los partidos políticos y transformado en una despreciable oligocracia.
El miedo de Zapatero ante la crisis, a la que, sin reconocerlo en público, muchos políticos contemplan ya como la ola gigante de un tsunami capaz de terminar con los privilegios y abusos del poder político que gestiona el mundo, derrochando ineficiencia e incapacidad, es sobrecogedor y paralizante.
ZP y sus acólitos se niegan a admitir que la crisis no es cíclica sino terminal, ni es de liquidez sino de confianza, ni es culpa de los banqueros de Estados Unidos, sino de los políticos de todo el mundo, que una vez más han fallado en la única misión que les habíamos encomendado y por la que les pagamos: la de garantizar el justo y buen funcionamiento de la sociedad, de los mercados y de la convivencia.
Fieles a lo que han demostrado en el pasado, nuestros actuales dirigentes españoles sólo saben aplicar una receta, la de cobrar más impuestos y acelerar el rítmo de las fábricas de billetes y de deuda.
Si la depresión sigue avanzando, tal vez terminen repartiéndonos billetes a todos para que compremos las mercancias que abarrotarán los estantes de los supermercados, los coches que se acumularán en los concesionarios y los miles de productos de la vieja sociedad de consumo, convertidos ya en reliquias de una época maltrecha y destruida por la demencia de los malos gobernantes.
Si esos métodos también fracasaran, serían capaces de comprar acciones en las bolsas, con dinero público, para evitar el colapso de los mercados, todo menos dimitir, que es lo que deben hacer tras reconocer su fracaso como dirigentes de un mundo al que han llevado cientos de veces hasta el fracaso, pero que ahora, superando todos sus desatinos y errores del pasado, están llevando hacia el colapso.
El ciudadano, por muy torpe y aletargado que esté y aunque sienta un miedo paralizante ante los poderosos, no está dispuesto a soportar la aberración de que, mientras la crisis avanza aplastando nuestro mundo, los políticos sigan comprando coches de lujo y subiéndose sus sueldos, insensibles a la tragedia colectiva. Ya comprenden que nuestro destino es demasiado importante para dejarlo en manos de políticos incapaces.
El problema es que quizás ya sea demasiado tarde para corregir el gran error colectivo de haber confiado nuestro destino a gente sin la suficiente ética, pericia, solvencia intelectual y valores humanos.
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