Ha logrado soltar el lastre y, en apenas dos años, se ha quedado como único y absoluto dueño del socialismo español, pero ha tenido que pagar un precio terrible por lo que, sin serlo, parece una victoria: ha perdido aquella sonrisa joven y honrada que le hizo ganar las elecciones, ha envejecido demasiado, ha enturbiado su mirada, ha liquidado la libertad y la creatividad en su partido, sustituyendo esos valores por un sometimiento miserable al que llaman lealtad y disciplina, y ha agotado su programa, reflejando un preocupante encefalograma político plano.
Rodeado de gente sumisa, dispuesta a adorarle a cambio de poder, pero incapaz de enriquecerle con sus opiniones libres, ZP se ha vuelto desconfiado porque sabe que está dejando demasiados cadáveres en la cuneta y teme aquella siniestra sentencia de que "los cadáveres de mis enemigos gozan de buena salud". Dicen que tiene pesadillas con Felipe González, cada día más crítico e inclemente, y que en sus sueños también aparecen Rosa Diez, Redondo Terreros, Maragall, Bono, Rodríguez Ibarra y otros marginados y defenestrados.
Conserva a su lado a Manuel Chaves, quizás el último representante de la vieja guardia del partido, pero sabe que el andaluz es casi una momia y está todavía más agotado que él.
Estupefacto, no admite que Enrique Múgica se haya atrevido a recurrir el Estatuto de Cataluña, iniciando quizás una reacción jurídica en cadena que podría llevarle a la ruina, y cree lo que le ha dicho su amigo Montilla, que lo de Múgica es producto del desequilibrio, del dolor por el asesinato de su hermano a manos de ETA, un trauma no superado.
Pero lo que más le turba es su fracaso con ETA. No comprende qué ha pasado para que ETA haga volar por los aires los aparcamientos de Barajas y sigue sin aceptar la ceguera de unos terroristas que, acorralados y sin futuro, no son capaces de entender que pueden alcanzar la gloria si se sientan con él y firman la paz ante todos los españoles.
Sus amigos le dicen que su balance es espectacular, que ha conseguido cambiar España en poco más de dos años, sin apenas oposición y que, gracias a su talante y a sus alianzas, puede pasearse por el Congreso, donde todos los partidos están "atados", exepto el PP, con la misma tranquilidad que Napoleón, pero él, quizás sospechando que el servilismo siempre miente, está triste y preocupado, consciente de que apenas es ya una sombra de lo que fue.
Sabe que gobernar a un rebaño no es emocionante, ni siquiera digno. Teme que, a partir de ahora, todo sea más difícil y que el PP comience a resucitar.
Aunque es un experto en autoestima, es consciente de que sólo sabe ganar perdiendo, que sólo consigue escapar de la derrota entregando el botín al enemigo. Lo ha hecho en Cataluña, entregando una nueva "nación" a los nacionalistas; lo está haciendo con ETA y acaba de hacerlo con Gibraltar, un asunto que traerá cola porque la prensa británica no para de reirse de los tontos españoles, que lo han entregado todo a cambio de casi nada, de unas míseras pensiones y de abrir un instituto Cervantes en una tierra donde todos hablan español.
No soporta que en Europa se mofen de su "generosidad", que no entiendan su "estilo", que se rian de su "debilidad negociadora" e "impericia diplomática" y que critiquen sus relaciones amistosas Fidel, Hugo Chavez y otros distadorzuelos. Pero él nunca ha podido sufrir a los liberales y menos a los americanos, incultos y caprichosos, que se atreven a decir que la "Alianza de Civilizaciones" es un chiste.
Rodeado de gente sumisa, dispuesta a adorarle a cambio de poder, pero incapaz de enriquecerle con sus opiniones libres, ZP se ha vuelto desconfiado porque sabe que está dejando demasiados cadáveres en la cuneta y teme aquella siniestra sentencia de que "los cadáveres de mis enemigos gozan de buena salud". Dicen que tiene pesadillas con Felipe González, cada día más crítico e inclemente, y que en sus sueños también aparecen Rosa Diez, Redondo Terreros, Maragall, Bono, Rodríguez Ibarra y otros marginados y defenestrados.
Conserva a su lado a Manuel Chaves, quizás el último representante de la vieja guardia del partido, pero sabe que el andaluz es casi una momia y está todavía más agotado que él.
Estupefacto, no admite que Enrique Múgica se haya atrevido a recurrir el Estatuto de Cataluña, iniciando quizás una reacción jurídica en cadena que podría llevarle a la ruina, y cree lo que le ha dicho su amigo Montilla, que lo de Múgica es producto del desequilibrio, del dolor por el asesinato de su hermano a manos de ETA, un trauma no superado.
Pero lo que más le turba es su fracaso con ETA. No comprende qué ha pasado para que ETA haga volar por los aires los aparcamientos de Barajas y sigue sin aceptar la ceguera de unos terroristas que, acorralados y sin futuro, no son capaces de entender que pueden alcanzar la gloria si se sientan con él y firman la paz ante todos los españoles.
Sus amigos le dicen que su balance es espectacular, que ha conseguido cambiar España en poco más de dos años, sin apenas oposición y que, gracias a su talante y a sus alianzas, puede pasearse por el Congreso, donde todos los partidos están "atados", exepto el PP, con la misma tranquilidad que Napoleón, pero él, quizás sospechando que el servilismo siempre miente, está triste y preocupado, consciente de que apenas es ya una sombra de lo que fue.
Sabe que gobernar a un rebaño no es emocionante, ni siquiera digno. Teme que, a partir de ahora, todo sea más difícil y que el PP comience a resucitar.
Aunque es un experto en autoestima, es consciente de que sólo sabe ganar perdiendo, que sólo consigue escapar de la derrota entregando el botín al enemigo. Lo ha hecho en Cataluña, entregando una nueva "nación" a los nacionalistas; lo está haciendo con ETA y acaba de hacerlo con Gibraltar, un asunto que traerá cola porque la prensa británica no para de reirse de los tontos españoles, que lo han entregado todo a cambio de casi nada, de unas míseras pensiones y de abrir un instituto Cervantes en una tierra donde todos hablan español.
No soporta que en Europa se mofen de su "generosidad", que no entiendan su "estilo", que se rian de su "debilidad negociadora" e "impericia diplomática" y que critiquen sus relaciones amistosas Fidel, Hugo Chavez y otros distadorzuelos. Pero él nunca ha podido sufrir a los liberales y menos a los americanos, incultos y caprichosos, que se atreven a decir que la "Alianza de Civilizaciones" es un chiste.