Los vascos y gallegos acuden hoy a las urnas sin suficientes garantías democráticas, sin poder elegir realmente a sus representantes, ya elegidos previamente en listas cerradas por los partidos, sin la confianza necesaria en el sistema, rodeados de un insoportable hedor a corrupción y despilfarro, sin la seguridad de que los partidos vayan a cumplir sus promesas electorales, sin saber siquiera con quien pactarán los partidos para formar gobierno. Todas esas incognitas son reflejo de la enorme degradación de la democracia española.
La democracia española se ha ido degradando progresivamente desde que fue reinstaurada, tras la muerte de Franco. Los principales culpables del desastre son una clase política falta de decencia y de ética y un pueblo inconsciente y esclavo que le ha reido las gracias a los sinvergüenzas. La víctima es el sistema político español, que se ha degenerado y hecho trizas en apenas tres décadas, sin que se vislumbre una posible recuperación.
La historia del desastre comenzó con la Constitución de 1978, presentada por los políticos como un gran logro del consenso, cuando en realidad fue un adefesio que no establecía control alguno al poder de los políticos, que no consagraba la democracia sino la partitocracia y que blindaba y convertía en impune a la clase política, que pasó a ocupar el espacio dejado libre por los oligarcas del Franquismo, heredando sus privilegios, su elitismo y su antidemocrática impunidad.
Después vino el trabajo de demolición que realizaron nuestros dirigentes políticos, vergonzosos protagonistas de actuaciones y declaraciones inmorales y promotores de ideas y principios que hoy nos ruborizan a todos los demócratas, pero que, en su momento, fueron aplaudidos por un pueblo que, sin saberlo, cavaba su tumba y apostaba por su esclavitud futura.
El primero en decir una payasada inmoral fue Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, cuando declaró que "las promesas electorales están para no cumplirlas". En lugar de echarlo del poder al oir aquella indecencia, los ciudadanos de entonces le rieron la gracia al viejo profesor.
El segundo en arrojar inmundicia contra la ética colectiva de los españoles fue Alfonso Guerra, cuando anunció que "Montesquieu ha muerto". Los españoles, enamorados como tontos de unos partidos políticos que ya entonces luchaban por someternos, volvieron a reirle la gracia al sevillano, a pesar de que estaba anunciando nada menos que el asesinato de la Justicia y el fin del principio fundamental de la democracia: el de la separación y la independencia de los poderes básicos del Estado.
El siguiente paso hacia la pocilga ética nacional lo dió el ministro Sochaga, que expresó en público, con orgullo imbecil, aquella frase cargada de dinamita inmoral de que España era el país donde "uno puede hacerse rico en menos tiempo". La gente empezó a hacer aquello que hacían los poderosos y que proclamaba el ministro y la pillería y la corrupción se extendieron como la pólvora. Todos volvieron a reir, inconscientes de que estaban abriendo las puertas de España a esas manadas de corruptos, aprovechados y sinvergüenzas que nos han invadido y que han corrumpido la vida política y económica de la nación, desde los Filesas y los Malesas a los Gil y Gil, a los constructores depredadores, a los alcaldes y concejales trincones y los sátrapas actuales que se atreven a comprar coches de lujo, de casi medio millón de euros, con dinero público, mientras millones de sus compatriotas pierden el trabajo y pasan hambre.
Mas tarde llegó Felipe González y su famosa frase importada de china "Gato blanco o gato negro da igua; lo importante es que cace ratones". Todos admiramos el ingenio de la sentencia, pero no supimos descubrir que aquello significaba nada menos que "el fin justifica los medios", un principio nefasto que manda la ética al exilio y que conduce hacia la opresión, la tiranía y la ruína de los valores y los principios.
Más tarde, ya en plena prosperidad, se consagró la indecencia y surgieron por doquier profetas de lo inmoral y maestros de la inmundicia, gente que decía en público, entre risas de periodistas y regocijo ciudadano, cosas como "en política vale todo", "al amigo hasta el culo y al enemigo por el culo", "al enemigo ni agua", "quien no está conmigo está contra mí" o aquel monumento a la indecencia de que "no hay que dejar heridos en el camino, sino sólo cadáveres". Los que propagaban aquellas inmoralidades, corroyendo con apestoso ácido la sociedad española, a la que la larga dictadura había hecho demasiado inocente, inexperta e indefensa para rechazar a los politicuchos y a toda la "casta" de los nuevos amos que se adueñaban del poder, eran dirigentes políticos, muchas veces electos, que llegaban a ocupar hasta ministerios. Aquellos fueron los precursores que hicieron posible que el recién dimitido ministro de justicia Bermejo pudiera decir que la ley se aplica en España "según convenga a la jugada", sin que ocurra nada.
La demolición de la ética desde la cúspide del poder envileció a la sociedad española y a muchos ciudadanos, que ya dejaron de devolver el dinero que le daban de más en las tiendas, se acostumbraron a no fiarse de nadie, a robar "como políticos", a dormir con las puertas de sus hogares cerradas y a soportar atropellos como el de Aznar, que nos llevó a la guerra de Irak a pesar de que la inmensa mayoría de los españoles no quería ir, o como el de Zapatero, que reparte dinero español por el mundo a manos llenas, olvidándose del hambre de sus compatriotas, que otorga a los catalanes un Estatuto desigual, o que negocia secretamente con ETA, después de prometer que no lo haría.
Ahora, en estos terribles días de brutal crisis, es cuando nos damos cuenta de que gran parte de la culpa de lo que nos ocurre es nuestra, por haber sido imbéciles y haber abierto las puertas de nuestra dignidad y libertad, sin cautelas ni defensas, a gente que ha entrado a saco y que no merecía gobernarnos.
Hoy estamos recogiendo la sucia cosecha sembrada durante tres décadas de decadencia moral y de indecencia política, durante los cueles nos hemos preparado para ser esclavos y capacitados para soportar sin rechistar que una ministra de cultura nos diga que "el dinero público no es de nadie", que el presidente de nuestro gobierno nos mienta, o que un sátrapa de Galicia llamado Touriño se gaste millones de euros de nuestro dinero en coches de lujo, mesas, sillas y suelos que hubieran sido la envidia de la guillotinada Maria Antonieta.
Lo que tenemos nos lo merecemos, por imbéciles y por haber permitido que nos gobiernen algunos que ni siquiera merecen que les abramos las puertas de nuestros hogares o que les presentemos a nuestra esposa e hijos.
La democracia española se ha ido degradando progresivamente desde que fue reinstaurada, tras la muerte de Franco. Los principales culpables del desastre son una clase política falta de decencia y de ética y un pueblo inconsciente y esclavo que le ha reido las gracias a los sinvergüenzas. La víctima es el sistema político español, que se ha degenerado y hecho trizas en apenas tres décadas, sin que se vislumbre una posible recuperación.
La historia del desastre comenzó con la Constitución de 1978, presentada por los políticos como un gran logro del consenso, cuando en realidad fue un adefesio que no establecía control alguno al poder de los políticos, que no consagraba la democracia sino la partitocracia y que blindaba y convertía en impune a la clase política, que pasó a ocupar el espacio dejado libre por los oligarcas del Franquismo, heredando sus privilegios, su elitismo y su antidemocrática impunidad.
Después vino el trabajo de demolición que realizaron nuestros dirigentes políticos, vergonzosos protagonistas de actuaciones y declaraciones inmorales y promotores de ideas y principios que hoy nos ruborizan a todos los demócratas, pero que, en su momento, fueron aplaudidos por un pueblo que, sin saberlo, cavaba su tumba y apostaba por su esclavitud futura.
El primero en decir una payasada inmoral fue Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, cuando declaró que "las promesas electorales están para no cumplirlas". En lugar de echarlo del poder al oir aquella indecencia, los ciudadanos de entonces le rieron la gracia al viejo profesor.
El segundo en arrojar inmundicia contra la ética colectiva de los españoles fue Alfonso Guerra, cuando anunció que "Montesquieu ha muerto". Los españoles, enamorados como tontos de unos partidos políticos que ya entonces luchaban por someternos, volvieron a reirle la gracia al sevillano, a pesar de que estaba anunciando nada menos que el asesinato de la Justicia y el fin del principio fundamental de la democracia: el de la separación y la independencia de los poderes básicos del Estado.
El siguiente paso hacia la pocilga ética nacional lo dió el ministro Sochaga, que expresó en público, con orgullo imbecil, aquella frase cargada de dinamita inmoral de que España era el país donde "uno puede hacerse rico en menos tiempo". La gente empezó a hacer aquello que hacían los poderosos y que proclamaba el ministro y la pillería y la corrupción se extendieron como la pólvora. Todos volvieron a reir, inconscientes de que estaban abriendo las puertas de España a esas manadas de corruptos, aprovechados y sinvergüenzas que nos han invadido y que han corrumpido la vida política y económica de la nación, desde los Filesas y los Malesas a los Gil y Gil, a los constructores depredadores, a los alcaldes y concejales trincones y los sátrapas actuales que se atreven a comprar coches de lujo, de casi medio millón de euros, con dinero público, mientras millones de sus compatriotas pierden el trabajo y pasan hambre.
Mas tarde llegó Felipe González y su famosa frase importada de china "Gato blanco o gato negro da igua; lo importante es que cace ratones". Todos admiramos el ingenio de la sentencia, pero no supimos descubrir que aquello significaba nada menos que "el fin justifica los medios", un principio nefasto que manda la ética al exilio y que conduce hacia la opresión, la tiranía y la ruína de los valores y los principios.
Más tarde, ya en plena prosperidad, se consagró la indecencia y surgieron por doquier profetas de lo inmoral y maestros de la inmundicia, gente que decía en público, entre risas de periodistas y regocijo ciudadano, cosas como "en política vale todo", "al amigo hasta el culo y al enemigo por el culo", "al enemigo ni agua", "quien no está conmigo está contra mí" o aquel monumento a la indecencia de que "no hay que dejar heridos en el camino, sino sólo cadáveres". Los que propagaban aquellas inmoralidades, corroyendo con apestoso ácido la sociedad española, a la que la larga dictadura había hecho demasiado inocente, inexperta e indefensa para rechazar a los politicuchos y a toda la "casta" de los nuevos amos que se adueñaban del poder, eran dirigentes políticos, muchas veces electos, que llegaban a ocupar hasta ministerios. Aquellos fueron los precursores que hicieron posible que el recién dimitido ministro de justicia Bermejo pudiera decir que la ley se aplica en España "según convenga a la jugada", sin que ocurra nada.
La demolición de la ética desde la cúspide del poder envileció a la sociedad española y a muchos ciudadanos, que ya dejaron de devolver el dinero que le daban de más en las tiendas, se acostumbraron a no fiarse de nadie, a robar "como políticos", a dormir con las puertas de sus hogares cerradas y a soportar atropellos como el de Aznar, que nos llevó a la guerra de Irak a pesar de que la inmensa mayoría de los españoles no quería ir, o como el de Zapatero, que reparte dinero español por el mundo a manos llenas, olvidándose del hambre de sus compatriotas, que otorga a los catalanes un Estatuto desigual, o que negocia secretamente con ETA, después de prometer que no lo haría.
Ahora, en estos terribles días de brutal crisis, es cuando nos damos cuenta de que gran parte de la culpa de lo que nos ocurre es nuestra, por haber sido imbéciles y haber abierto las puertas de nuestra dignidad y libertad, sin cautelas ni defensas, a gente que ha entrado a saco y que no merecía gobernarnos.
Hoy estamos recogiendo la sucia cosecha sembrada durante tres décadas de decadencia moral y de indecencia política, durante los cueles nos hemos preparado para ser esclavos y capacitados para soportar sin rechistar que una ministra de cultura nos diga que "el dinero público no es de nadie", que el presidente de nuestro gobierno nos mienta, o que un sátrapa de Galicia llamado Touriño se gaste millones de euros de nuestro dinero en coches de lujo, mesas, sillas y suelos que hubieran sido la envidia de la guillotinada Maria Antonieta.
Lo que tenemos nos lo merecemos, por imbéciles y por haber permitido que nos gobiernen algunos que ni siquiera merecen que les abramos las puertas de nuestros hogares o que les presentemos a nuestra esposa e hijos.