Ejecución castrista
Vemos normal que mandatarios y altos cargos de países que se llaman democráticos acudan a Cuba para rendir homenaje a un tirano que acaba de morir con las manos y el alma manchadas de sangre. También vemos ya normal que millones de pobres se mueran de tristeza e inanición y que millones de niños sean obligados a trabajar o sean reclutados como soldados. Hasta vemos ya normal que los musulmanes peguen a sus esposas y que un dictador de Corea del Norte mate a su tío carnal de un cañonazo, sencillamente porque le riñó cuando era pequeño. Convivimos con el mal sin sentir rechazo ni repugnancia porque nuestros dirigentes así lo desean. Somos una manada de borregos torpes y alocados, pastando en el reino del mal y conducidos por pastores que no se sabe si son más ineptos que malvados o más malvados que ineptos.
Quizás por eso, el equipo mas cercano a Donald Trump no cesa de repetir que el nuevo presidente de Estados Unidos va a intentar que el mundo "retorne a la cordura". Aseguran que la tarea más urgente en este planeta es acabar con esa demencia que nos hace ver como normales cosas que deberíamos repudiar y combatir.
No sabemos si esas reflexiones del futuro presidente son sinceras o son pura filosofía elucubrada en la borrachera posterior a la victoria, ni si lo conseguirá o no, o si los grandes poderes ocultos le permitirán emprender esa cruzada contra la locura, pero es hermoso e ilusionante que algunos miembros de la nueva administración afirmen que quieren cambiar el mundo como un calcetín.
Quieren, por ejemplo, evitar que se casen hombres con hombres y mujeres con mujeres, que los niños sean asesinados en el vientre de sus madres, que cualquier imbécil pueda quemar, sin ser castigado, la bandera de su patria o que los gobiernos cobren impuestos abusivos y hundan a sus ciudadanos en la pobreza, sin acometer antes una política intensa de ahorro y racionalidad en el gasto. Quieren muchas cosas más, como por ejemplo que a nadie le falte un trabajo decente, que la seguridad y la paz vuelvan a las ciudades y a los actuales campos de batalla y que los políticos sean ejemplares, por las buenas o por miedo una ley que debe ser dura e inflexible con el crimen.
Hay que reconocer como verdad que muchos de nuestros gobernantes actuales, en aras del falso progreso, han desvirtuado el mundo y trastocado los valores, las prioridades y la misma esencia de la política, que consiste en "servir a los ciudadanos", no en "servirse de los ciudadanos".
Si los humanos consideran "normal" que más de 200 millones de niños estén durmiendo en las calles y que millones de hombres y mujeres se revuelquen en la pobreza, hasta morir abandonados en las calles y plazas de nuestras ciudades, es evidente que el mundo está enfermo y que necesita un cambio profundo que lo saque de la demencia y lo coloque en la senda del bien.
La gente parece haber olvidado donde está el norte y donde el sur, dónde el bien y donde el mal. Soportan sin rebelarse que los políticos no respondan jamás del mal que causan, ni que cumplan los deseos y anhelos de los ciudadanos, que son sus jefes. Es incomprensible que permanezcamos impasibles ante el dolor, la guerra, las masacres, los bombardeos y frente al hecho de que las diez personas más ricas del mundo tengan más dinero que los 5.000 millones de ciudadanos más pobres del planeta.
"Las cosas tienen que cambiar y hay que hacerlo deprisa, antes de que el mal se encapsule y anide en nuestras almas para siempre. Entonces ya será tarde y empezará a desencadenarse el Apocalipsis", me decía ayer mi mas preciada fuente americana, un profesor que dedica su vida a analizar el mundo desde un importante think tank de Washington y a encontrar soluciones para los grande dramas de la Humanidad.
Y agregaba: "hay que regresar a los viejos tiempos, cuando solo los mejores podían alcanzar la realeza y los hombres buscaban a personas ejemplares, valientes y sabias para que tomaran en sus manos el timón del mundo, no como hoy, que muchos mediocres, estúpidos y hasta canallas han tomado el poder y gobiernan países, grandes instituciones y organismos internacionales".
La filosofía que ha llevado a Trump hasta la victoria cree que una parte importante de la clase política mundial lleva décadas intentando convencer a los ciudadanos de que todo este mundo injusto y loco que ellos han construido desde la estupidez, la maldad y el fracaso es normal y razonable. Pretenden que convivamos sin sentir asco ante la injusta distribución de la riqueza, la desigualdad extrema, el desempleo masivo, la desesperación de los jóvenes sin futuro, el abandono y desprotección de los débiles, la falta de ejemplaridad en la clase dirigente, el abuso de poder y las mil formas de corrupción que han anidado en los palacios y oficinas del poder.
"No es fácil entender cómo los ciudadanos soportan ser dirigidos, gobernados y muchas veces hasta aplastados por políticos que, por los daños que causan y el dolor que generan, quizás debieran estar en la cárcel", afirmaba el investigador estratégico de Washington que, como un ángel sabio, a veces, cuando converso con él, me ayuda a entender mejor el mundo.
Para él, quizás el mejor ejemplo del deterioro de la Humanidad y de la inmensa confusión que atenaza al mundo sea el entierro de Fidel Castro en Cuba, una larga ceremonia a la que no debería acudir ningún dirigente político del mundo, pues quien ha muerto es un tirano con sus manos y su espíritu manchados de dolor y sangre, al que, si el mundo fuera decente y justo, deberían enterrar y rendir homenaje únicamente sus cómplices.
Francisco Rubiales
Quizás por eso, el equipo mas cercano a Donald Trump no cesa de repetir que el nuevo presidente de Estados Unidos va a intentar que el mundo "retorne a la cordura". Aseguran que la tarea más urgente en este planeta es acabar con esa demencia que nos hace ver como normales cosas que deberíamos repudiar y combatir.
No sabemos si esas reflexiones del futuro presidente son sinceras o son pura filosofía elucubrada en la borrachera posterior a la victoria, ni si lo conseguirá o no, o si los grandes poderes ocultos le permitirán emprender esa cruzada contra la locura, pero es hermoso e ilusionante que algunos miembros de la nueva administración afirmen que quieren cambiar el mundo como un calcetín.
Quieren, por ejemplo, evitar que se casen hombres con hombres y mujeres con mujeres, que los niños sean asesinados en el vientre de sus madres, que cualquier imbécil pueda quemar, sin ser castigado, la bandera de su patria o que los gobiernos cobren impuestos abusivos y hundan a sus ciudadanos en la pobreza, sin acometer antes una política intensa de ahorro y racionalidad en el gasto. Quieren muchas cosas más, como por ejemplo que a nadie le falte un trabajo decente, que la seguridad y la paz vuelvan a las ciudades y a los actuales campos de batalla y que los políticos sean ejemplares, por las buenas o por miedo una ley que debe ser dura e inflexible con el crimen.
Hay que reconocer como verdad que muchos de nuestros gobernantes actuales, en aras del falso progreso, han desvirtuado el mundo y trastocado los valores, las prioridades y la misma esencia de la política, que consiste en "servir a los ciudadanos", no en "servirse de los ciudadanos".
Si los humanos consideran "normal" que más de 200 millones de niños estén durmiendo en las calles y que millones de hombres y mujeres se revuelquen en la pobreza, hasta morir abandonados en las calles y plazas de nuestras ciudades, es evidente que el mundo está enfermo y que necesita un cambio profundo que lo saque de la demencia y lo coloque en la senda del bien.
La gente parece haber olvidado donde está el norte y donde el sur, dónde el bien y donde el mal. Soportan sin rebelarse que los políticos no respondan jamás del mal que causan, ni que cumplan los deseos y anhelos de los ciudadanos, que son sus jefes. Es incomprensible que permanezcamos impasibles ante el dolor, la guerra, las masacres, los bombardeos y frente al hecho de que las diez personas más ricas del mundo tengan más dinero que los 5.000 millones de ciudadanos más pobres del planeta.
"Las cosas tienen que cambiar y hay que hacerlo deprisa, antes de que el mal se encapsule y anide en nuestras almas para siempre. Entonces ya será tarde y empezará a desencadenarse el Apocalipsis", me decía ayer mi mas preciada fuente americana, un profesor que dedica su vida a analizar el mundo desde un importante think tank de Washington y a encontrar soluciones para los grande dramas de la Humanidad.
Y agregaba: "hay que regresar a los viejos tiempos, cuando solo los mejores podían alcanzar la realeza y los hombres buscaban a personas ejemplares, valientes y sabias para que tomaran en sus manos el timón del mundo, no como hoy, que muchos mediocres, estúpidos y hasta canallas han tomado el poder y gobiernan países, grandes instituciones y organismos internacionales".
La filosofía que ha llevado a Trump hasta la victoria cree que una parte importante de la clase política mundial lleva décadas intentando convencer a los ciudadanos de que todo este mundo injusto y loco que ellos han construido desde la estupidez, la maldad y el fracaso es normal y razonable. Pretenden que convivamos sin sentir asco ante la injusta distribución de la riqueza, la desigualdad extrema, el desempleo masivo, la desesperación de los jóvenes sin futuro, el abandono y desprotección de los débiles, la falta de ejemplaridad en la clase dirigente, el abuso de poder y las mil formas de corrupción que han anidado en los palacios y oficinas del poder.
"No es fácil entender cómo los ciudadanos soportan ser dirigidos, gobernados y muchas veces hasta aplastados por políticos que, por los daños que causan y el dolor que generan, quizás debieran estar en la cárcel", afirmaba el investigador estratégico de Washington que, como un ángel sabio, a veces, cuando converso con él, me ayuda a entender mejor el mundo.
Para él, quizás el mejor ejemplo del deterioro de la Humanidad y de la inmensa confusión que atenaza al mundo sea el entierro de Fidel Castro en Cuba, una larga ceremonia a la que no debería acudir ningún dirigente político del mundo, pues quien ha muerto es un tirano con sus manos y su espíritu manchados de dolor y sangre, al que, si el mundo fuera decente y justo, deberían enterrar y rendir homenaje únicamente sus cómplices.
Francisco Rubiales