España es un polvorín, lleno de españoles cabreados e indignados, pero Cataluña es todavía mas peligrosa, toda una bomba en ignición, manipulada por líderes encarcelados y fugados, envueltos en la corrupción y el odio, sin un gramo de grandeza.
Su problema no es caminar hacia la independencia, un proyecto comprensible y hasta noble si respondiera a deseos de progresar y construir una sociedad mas democrática, justa y decente. El problema de Cataluña es que está construyendo su "proceso" independentista sobre un mar de suciedad degradante, infectado de corrupción, abuso de poder, odio, mentiras y deseos ocultos de impunidad por parte de una clase dirigente que no da la talla y que ha volcado sus energías y recursos no en construir una sociedad mejor, sino en dividir, corromper, sembrar odio, abusar y mentir.
Hay millones de españoles que acogeríamos con los brazos abiertos y apoyaríamos un proceso independentista catalán movido por el deseo de construir una patria mejor que la española actual, marcada por la injusticia, la falsa democracia y la desigualdad mas hiriente. Pero los rasgos del independentismo catalán provocan rechazo a cualquier ciudadano que aspire a vivir en una sociedad libre, justa y decente.
La responsabilidad de que el proceso catalán sea indecente e insano no corresponde sólo a los políticos. La sociedad catalana, que ha permitido, sin reaccionar, que en sus entrañas crezcan el odio, la división, la injusticia y la vileza, tiene también gran parte de responsabilidad y culpa. Su deber habría sido impedir un proceso tan degradante como el actual o reconducirlo por caminos éticos, justos y democráticos.
La Cataluña hoy intervenida por el artículo 155 se desliza hacia otra victoria de los nacionalistas de odio abierto y violencia reprimida o hacia un nuevo golpe de Estado lento, al que sus líderes no han renunciado porque sólo han reconocido que “éste no es el momento”, sin renunciar en modo alguno a su sedición y deseos de destruir España. Lo peor de ese proceso es que representa un desmoralizador atentado contra las leyes básicas, que, para vergüenza de España, está siendo televisado en directo.
Tienen Los independentistas un líder fugado y ya incómodo al que no se atreven a desautorizar, un tipo peligroso al que nadie ha elegido, que odia a España y que desea una independencia forzada por una minoría de catalanes tan fanatizada que ignora el resultado de las elecciones plebiscitarias de septiembre de 2015, en la que los que dijeron no a la independencia fueron mayoría.
Sin embargo, a pesar del odio sembrado y del profundo rechazo mutuo entre los independentistas y los españoles, conviene tener presente una realidad cargada de vergüenza que nos afecta a todos: la Cataluña del presente no es otra cosa que una versión aumentada, triste y ridícula de la ya grotesca España, un país con profundas carencias de democracia, decencia, ilusiones colectivas, justicia y esperanza.
Francisco Rubiales
Su problema no es caminar hacia la independencia, un proyecto comprensible y hasta noble si respondiera a deseos de progresar y construir una sociedad mas democrática, justa y decente. El problema de Cataluña es que está construyendo su "proceso" independentista sobre un mar de suciedad degradante, infectado de corrupción, abuso de poder, odio, mentiras y deseos ocultos de impunidad por parte de una clase dirigente que no da la talla y que ha volcado sus energías y recursos no en construir una sociedad mejor, sino en dividir, corromper, sembrar odio, abusar y mentir.
Hay millones de españoles que acogeríamos con los brazos abiertos y apoyaríamos un proceso independentista catalán movido por el deseo de construir una patria mejor que la española actual, marcada por la injusticia, la falsa democracia y la desigualdad mas hiriente. Pero los rasgos del independentismo catalán provocan rechazo a cualquier ciudadano que aspire a vivir en una sociedad libre, justa y decente.
La responsabilidad de que el proceso catalán sea indecente e insano no corresponde sólo a los políticos. La sociedad catalana, que ha permitido, sin reaccionar, que en sus entrañas crezcan el odio, la división, la injusticia y la vileza, tiene también gran parte de responsabilidad y culpa. Su deber habría sido impedir un proceso tan degradante como el actual o reconducirlo por caminos éticos, justos y democráticos.
La Cataluña hoy intervenida por el artículo 155 se desliza hacia otra victoria de los nacionalistas de odio abierto y violencia reprimida o hacia un nuevo golpe de Estado lento, al que sus líderes no han renunciado porque sólo han reconocido que “éste no es el momento”, sin renunciar en modo alguno a su sedición y deseos de destruir España. Lo peor de ese proceso es que representa un desmoralizador atentado contra las leyes básicas, que, para vergüenza de España, está siendo televisado en directo.
Tienen Los independentistas un líder fugado y ya incómodo al que no se atreven a desautorizar, un tipo peligroso al que nadie ha elegido, que odia a España y que desea una independencia forzada por una minoría de catalanes tan fanatizada que ignora el resultado de las elecciones plebiscitarias de septiembre de 2015, en la que los que dijeron no a la independencia fueron mayoría.
Sin embargo, a pesar del odio sembrado y del profundo rechazo mutuo entre los independentistas y los españoles, conviene tener presente una realidad cargada de vergüenza que nos afecta a todos: la Cataluña del presente no es otra cosa que una versión aumentada, triste y ridícula de la ya grotesca España, un país con profundas carencias de democracia, decencia, ilusiones colectivas, justicia y esperanza.
Francisco Rubiales