Camino de los seis millones. Para ser exactos cinco millones ochocientos mil parados. Más de dos millones de familias sin ningún ingreso. Todo un record histórico y una cifra mareante. Un logro de la casta política que pasará a la historia.
Más allá de los análisis sesudos y concienzudos que los economistas puedan realizar, tras esta cifra se esconde, no solo el drama humano, sino el peligro de la desestabilización. Semejante ejército de desempleados no puede permitírselo un país sin que las consecuencias dramáticas para el orden social se hagan sentir más pronto que tarde. Toda esta gente, que en un principio recurrirá a las prestaciones, subvenciones y ayudas del estado, seguirá sofocando su incapacidad recurriendo a las familias y a los amigos. A los padres y también a los hijos.
Algunos se irán. Otros venderán todo lo que tengan para pasar el trago, con la esperanza de que pronto escampe. Verán cómo les embargan el hogar y cuando ya no les quede nada que perder, comprobarán que esa esperanza no era más que eso, una esperanza desesperada. Surge entonces el temor, el miedo, la indignación, la ira y la violencia.
El fantasma de la miseria extiende su presencia por todas partes y los poderes públicos, los partidos, los señores y señoras de nobleza y abolengo político, no parecen enterarse. Ensimismados en sus trifulcas, en sus cálculos electorales y en la vida licenciosa, la situación de gravedad que padecemos no es más que un recurso para sus dotes demagógicas. Se dice que en España padecemos dos crisis al mismo tiempo: la económica y la institucional. Una forma muy elegante de obviar la verdad: a la crisis financiera se une la inmoralidad de una casta endogámica, nepotista, elitista e inútil. El clásico cáncer que ha impedido a lo largo de la historia que este país salga de su secular atraso: los políticos, sus secuaces y los que les rinden pleitesía.
Las diferencias se acrecientan. Los vergonzosos privilegios conviven con una población cada vez más arruinada y mísera. El mercado, la ley de la oferta y la demanda, se ha merendado en un abrir y cerrar de ojos aquella fantasía temporal, el estado del bienestar, que en España solo llegamos a rozar. Sin la amenaza del bloque comunista, la reinvención del capitalismo no es más que el regreso a las duras y crudas tesis ortodoxas del sistema, donde la competitividad, principal motor del invento, se mantiene abaratando costes humanos y como consecuencia, globalizando la miseria.
La riqueza de los países se concentra en menos manos y los ciudadanos ven como los parches para solucionar esta crisis generalizada, pragmatismo manda, se materializa en el recorte de derechos, la desregulación, la enajenación de la riqueza de los estados y el desarraigo.
Con estas premisas, el futuro no puede presentarse en paz. Solo falta el detonante. Soplan vientos de conflicto internacional.
Más allá de los análisis sesudos y concienzudos que los economistas puedan realizar, tras esta cifra se esconde, no solo el drama humano, sino el peligro de la desestabilización. Semejante ejército de desempleados no puede permitírselo un país sin que las consecuencias dramáticas para el orden social se hagan sentir más pronto que tarde. Toda esta gente, que en un principio recurrirá a las prestaciones, subvenciones y ayudas del estado, seguirá sofocando su incapacidad recurriendo a las familias y a los amigos. A los padres y también a los hijos.
Algunos se irán. Otros venderán todo lo que tengan para pasar el trago, con la esperanza de que pronto escampe. Verán cómo les embargan el hogar y cuando ya no les quede nada que perder, comprobarán que esa esperanza no era más que eso, una esperanza desesperada. Surge entonces el temor, el miedo, la indignación, la ira y la violencia.
El fantasma de la miseria extiende su presencia por todas partes y los poderes públicos, los partidos, los señores y señoras de nobleza y abolengo político, no parecen enterarse. Ensimismados en sus trifulcas, en sus cálculos electorales y en la vida licenciosa, la situación de gravedad que padecemos no es más que un recurso para sus dotes demagógicas. Se dice que en España padecemos dos crisis al mismo tiempo: la económica y la institucional. Una forma muy elegante de obviar la verdad: a la crisis financiera se une la inmoralidad de una casta endogámica, nepotista, elitista e inútil. El clásico cáncer que ha impedido a lo largo de la historia que este país salga de su secular atraso: los políticos, sus secuaces y los que les rinden pleitesía.
Las diferencias se acrecientan. Los vergonzosos privilegios conviven con una población cada vez más arruinada y mísera. El mercado, la ley de la oferta y la demanda, se ha merendado en un abrir y cerrar de ojos aquella fantasía temporal, el estado del bienestar, que en España solo llegamos a rozar. Sin la amenaza del bloque comunista, la reinvención del capitalismo no es más que el regreso a las duras y crudas tesis ortodoxas del sistema, donde la competitividad, principal motor del invento, se mantiene abaratando costes humanos y como consecuencia, globalizando la miseria.
La riqueza de los países se concentra en menos manos y los ciudadanos ven como los parches para solucionar esta crisis generalizada, pragmatismo manda, se materializa en el recorte de derechos, la desregulación, la enajenación de la riqueza de los estados y el desarraigo.
Con estas premisas, el futuro no puede presentarse en paz. Solo falta el detonante. Soplan vientos de conflicto internacional.