Los escasos estudios realizados revelan que el inmigrante negro (subsahariano, si se utiliza el término políticamente correcto) que llega a España, ese que salta desesperado las vallas de la frontera y a veces muere acribillado en el intento, es un inmigrante de calidad, un producto de la selección natural que se ha fortalecido en la dificultad y que, para llegar al paraíso, ha tenido que superar pruebas dignas de ser narradas en un best seller.
No es cierto que sean los más pobres y desesperados de sus tribus, ni siquiera los mas atrevidos. Suelen ser los más fuertes, física y mentalmente. A veces emprenden el camino hacia Europa por voluntad propia, pero en la mayoría de los casos lo hacen porque han sido elegidos o designados por sus familias y comunidades para que lleguen a la tierra prometida y, después, tiren de los demás.
El camino a recorrer siempre es terrible y lleno de dificultades. Generalmente se hace a pie y dura años. La etapa más penosa siempre es atravesar el desierto del Sahara.
Contrariamente a lo que sucede con bastantes inmigrantes marroquíes y argelinos, que llegan a España con altivez, exigencias, con alguna inclinación a burlar la ley y dispuestos a resistirse hasta la muerte ante el proceso de integración, los subsaharianos suelen llegar con una formación intelectual y técnica aceptable, ser humildes, trabajadores, disciplinados y con la disposición de adaptarse a las exigencias del país que los acoge. Rara vez cometen delitos, no sólo porque se juegan mucho al delinquir, sino porque en sus tribus no se tolera el abuso y el desorden.
Tienen un elevado sentido de la responsabilidad y son plenamente concientes de que haber llegado a Europa representa un privilegio por el que han pagado un alto coste, tanto en dinero abonado a las mafias como en esfuerzo personal. Además, saben que ellos son la esperanza de los suyos, que han quedado atrás en el reíno de la miseria.
Otro de sus rasgos observados es que afirman odiar a Marruecos y prefieren morir antes de regresar a la terrible espera en los bosques marroquíes, extorsionados por la gendarmería, tratados como basura.
El valor y el vigor de ese tipo de inmigrantes representa para España una inyección de vitalidad, sobre todo en tiempos como el presente, en los que la decadencia de la sociedad española, que se ha hecho conservadora, cobarde, hedonista y sometida, está más que comprobado.
Dicen los expertos que el futuro pertenece a las sociedades mestizas que hayan sabido mezclarse, física y culturalmente, regenerándose y reforzando su vigor y ambición como pueblo. Si eso es así, a España sólo le queda superar el desafío de integrarlos correctamente, de enseñarlos a amar este país, objetivo difícil si ni siquiera lo conseguimos con nuestros compatriotas.
Otro reto de la sociedad española es lograr que aporten y sumen esfuerzo y eficacia a la sociedad y a la economía, para lo cual es vital preservarlos, impidiendo oleadas sucesivas y excesivas de inmigrantes, la cuales sólo generarían caos y una saturación que impediría la vital integración en la cultura española.
No es cierto que sean los más pobres y desesperados de sus tribus, ni siquiera los mas atrevidos. Suelen ser los más fuertes, física y mentalmente. A veces emprenden el camino hacia Europa por voluntad propia, pero en la mayoría de los casos lo hacen porque han sido elegidos o designados por sus familias y comunidades para que lleguen a la tierra prometida y, después, tiren de los demás.
El camino a recorrer siempre es terrible y lleno de dificultades. Generalmente se hace a pie y dura años. La etapa más penosa siempre es atravesar el desierto del Sahara.
Contrariamente a lo que sucede con bastantes inmigrantes marroquíes y argelinos, que llegan a España con altivez, exigencias, con alguna inclinación a burlar la ley y dispuestos a resistirse hasta la muerte ante el proceso de integración, los subsaharianos suelen llegar con una formación intelectual y técnica aceptable, ser humildes, trabajadores, disciplinados y con la disposición de adaptarse a las exigencias del país que los acoge. Rara vez cometen delitos, no sólo porque se juegan mucho al delinquir, sino porque en sus tribus no se tolera el abuso y el desorden.
Tienen un elevado sentido de la responsabilidad y son plenamente concientes de que haber llegado a Europa representa un privilegio por el que han pagado un alto coste, tanto en dinero abonado a las mafias como en esfuerzo personal. Además, saben que ellos son la esperanza de los suyos, que han quedado atrás en el reíno de la miseria.
Otro de sus rasgos observados es que afirman odiar a Marruecos y prefieren morir antes de regresar a la terrible espera en los bosques marroquíes, extorsionados por la gendarmería, tratados como basura.
El valor y el vigor de ese tipo de inmigrantes representa para España una inyección de vitalidad, sobre todo en tiempos como el presente, en los que la decadencia de la sociedad española, que se ha hecho conservadora, cobarde, hedonista y sometida, está más que comprobado.
Dicen los expertos que el futuro pertenece a las sociedades mestizas que hayan sabido mezclarse, física y culturalmente, regenerándose y reforzando su vigor y ambición como pueblo. Si eso es así, a España sólo le queda superar el desafío de integrarlos correctamente, de enseñarlos a amar este país, objetivo difícil si ni siquiera lo conseguimos con nuestros compatriotas.
Otro reto de la sociedad española es lograr que aporten y sumen esfuerzo y eficacia a la sociedad y a la economía, para lo cual es vital preservarlos, impidiendo oleadas sucesivas y excesivas de inmigrantes, la cuales sólo generarían caos y una saturación que impediría la vital integración en la cultura española.