imagen de www.lakodorniz.com
Los últimos acontecimientos de la política española nos llevan hasta la visión de un Estado que nos aterra y desconcierta. Es cierto que el Estado ha demostrado a lo largo y ancho de la Historia que tiende a ser cobarde e injusto y que, como ocurrió en el siglo XX, hasta puede asesinar a decenas de millones de sus propios ciudadanos, pero todo tiene un límite. Lo que los ciudadanos españoles estamos viviendo en estos últimos meses tiene más de espeluznante que de escandaloso.
No es fácil entender que nuestro Estado se muestre fuerte y valiente cuando es capaz de encarcelar, con nocturnidad y derroche mediático, a una tonadillera como la Pantoja, pero sea blando y generoso cuando excarcela a un asesino en serie como el etarra de Juana Chaos, cuyos privilegios y ventajas intenta esconder ante la prensa y la ciudadanía. Un Estado que permite que los amigos y representantes del terrorismo vasco participen en las elecciones y accedan a subvenciones públicas y que, al mismo tiempo, desprecia y margina a las víctimas del terrorismo no es, precisamente, merecedor de respeto. Negociar con los fuertes y ensañarse con los débiles parece una vergonzosa pauta de su comportamiento.
No es asumible que el Estado sea fuerte frente al débil y débil frente al fuerte. No es justo que a los suyos los trate de manera distinta que a los adversarios y que utilice sin rubor el truco de interpretar las leyes según su conveniencia: con rigor para castigar al enemigo y con magnánima clemencia para beneficiar al amigo. ¿Cómo debe entenderse que sea capaz de encarcelar a alcaldes de la oposición, sospechosos de corrupción, pero que sea sordo, ciego y mudo cuando los corruptos son los suyos? ¿Es parcial y cobarde el argumento de que, "a partir de ahora, hasta las elecciones municipales, no se destaparán más casos de corrupción"? ¿No es cierto que, con esa regla, el caso de Ibiza, que afecta a la cúpula del partido de gobierno, queda silenciado?
No es fácil para un ciudadano nonesto entender y asumir el comportamiento parcial y arbitrario de su Estado, sobre todo cuando se piensa que los ciudadanos hemos creado ese Estado y lo hemos dotado de poderes especiales y de recursos casi ilimitados para que administre la justicia y la paz, garantice la seguridad y la igualdad y gestione la felicitad de la ciudadanía. Los ciudadanos contemplamos perplejos cómo, a cambio, ese Estado puede "pagar" a sus súbditos con opresión, engaño y parcialidad cobarde.
Cuando le conviene, es eficaz y despierto, pero se muestra torpe y casi parapléjico en otras ocasiones. Es tremendamente eficiente a la hora de cobrar impuestos o al castigar al adversario débil, pero actúa como un subnormal a la hora de purgar a los corruptos que pueblan sus filas o al aplicar las leyes a sus servidores, cuando abusan del poder o violan las reglas.
Hay muchos datos sorprendentes y desoladores que señalan al Estado arbitrario, pero es difícil encontrar un ejemplo que muestre mejor que el macrojuicio de los atentados del 11 de Marzo la capacidad del Estado para ser parcial, torpe y cobarde: la sociedad española está perpleja ante lo que está descubriendo en ese trascendental juicio. Nadie sabe con seguridad quien puso las bombas, si los islamistas detenidos, si los islamistas suicidados o si fueron otros que nadie conoce, pero lo que resulta evidente y escandaloso es el protagonismo asesino y cómplice de la jauría de confidentes y colaboradores de la policía y de los servicios españoles de seguridad. Después de lo visto y oído en el macrojuicio del 11 M, nadie duda que España necesita realizar una profunda limpieza en sus servicios de seguridad y defensa, a cuyos miembros es necesario reeducar en los valores de la democracia y en el respeto a la legalidad. Los ciudadanos estamos atónitos porque la mayoria de los acusados parecen ser colaboradores, confidentes o agentes controlados al servicio de la policía, la guardia civil o los servicios secretos. ¿Cómo debe interpretarse eso? La ciudadanía está confusa y, aunque es víctima de las continuas cortinas de humo y acusaciones interesadas que se lanzan desde el poder y la oposición, sospecha y se siente turbada. No se atreve a pensar todavía que los servicios secretos estén implicados en la matanza, pero comienza a asumir una conclusión hedionda que emerge de las aguas negras desbordadas de las cloacas del Estado: cuando el poder utiliza a ratas, serpientes y mofetas para hacer su trabajo, es difícil distinguir el bien del mal, lo sucio de lo limpio.
Todos estamos confusos y asustados ante el espectáculo deleznable de las cloacas del poder al descubierto. Es posible que la visión de las ratas tras los cristales blindados y a sus domadores de la policía haya constituido para los españoles una sobredosis de excrementos institucionales. Quizás, a modo de purgante, nos ayude a entender lo que ocurre la lectura del siguiente párrafo, extraído del libro "Políticos, los nuevos amos;, del que soy autor:
"El Estado ha mostrado muchas veces sentir más temor de sus propios súbditos que de sus enemigos externos. Los Estados, cuando son agredidos por otros Estados, se inclinan a negociar, pero, cuando el ataque procede de uno de sus súbditos, se limitan a castigarlo. Otros observadores interpretan este fenómeno desde una óptica distinta y sostienen que el Estado es una máquina que se muestra tanto más cruel e implacable cuanto más débil sea su adversario. De hecho, el Estado se ha mostrado siempre más tolerante frente a grupos poderosos como mafias, logias y organizaciones delictivas que frente a un ladrón o un revolucionario frustrado. Otro extraño fenómeno observado es que el Estado, cuyo poder suele ser terriblemente eficaz, se muestra sospechosamente torpe frente a adversarios como las bandas terroristas o la delincuencia organizada, grupos con los que a veces hasta parece sentirse cómodo. Así, no es extraño que el Estado negocie con terroristas y hampones y llegue a perdonarles hasta los delitos de sangre, a cambio de la rendición o la paz, mientras que esa actitud es impensable si el contrario es un simple ciudadano que comete su primer delito."
No es fácil entender que nuestro Estado se muestre fuerte y valiente cuando es capaz de encarcelar, con nocturnidad y derroche mediático, a una tonadillera como la Pantoja, pero sea blando y generoso cuando excarcela a un asesino en serie como el etarra de Juana Chaos, cuyos privilegios y ventajas intenta esconder ante la prensa y la ciudadanía. Un Estado que permite que los amigos y representantes del terrorismo vasco participen en las elecciones y accedan a subvenciones públicas y que, al mismo tiempo, desprecia y margina a las víctimas del terrorismo no es, precisamente, merecedor de respeto. Negociar con los fuertes y ensañarse con los débiles parece una vergonzosa pauta de su comportamiento.
No es asumible que el Estado sea fuerte frente al débil y débil frente al fuerte. No es justo que a los suyos los trate de manera distinta que a los adversarios y que utilice sin rubor el truco de interpretar las leyes según su conveniencia: con rigor para castigar al enemigo y con magnánima clemencia para beneficiar al amigo. ¿Cómo debe entenderse que sea capaz de encarcelar a alcaldes de la oposición, sospechosos de corrupción, pero que sea sordo, ciego y mudo cuando los corruptos son los suyos? ¿Es parcial y cobarde el argumento de que, "a partir de ahora, hasta las elecciones municipales, no se destaparán más casos de corrupción"? ¿No es cierto que, con esa regla, el caso de Ibiza, que afecta a la cúpula del partido de gobierno, queda silenciado?
No es fácil para un ciudadano nonesto entender y asumir el comportamiento parcial y arbitrario de su Estado, sobre todo cuando se piensa que los ciudadanos hemos creado ese Estado y lo hemos dotado de poderes especiales y de recursos casi ilimitados para que administre la justicia y la paz, garantice la seguridad y la igualdad y gestione la felicitad de la ciudadanía. Los ciudadanos contemplamos perplejos cómo, a cambio, ese Estado puede "pagar" a sus súbditos con opresión, engaño y parcialidad cobarde.
Cuando le conviene, es eficaz y despierto, pero se muestra torpe y casi parapléjico en otras ocasiones. Es tremendamente eficiente a la hora de cobrar impuestos o al castigar al adversario débil, pero actúa como un subnormal a la hora de purgar a los corruptos que pueblan sus filas o al aplicar las leyes a sus servidores, cuando abusan del poder o violan las reglas.
Hay muchos datos sorprendentes y desoladores que señalan al Estado arbitrario, pero es difícil encontrar un ejemplo que muestre mejor que el macrojuicio de los atentados del 11 de Marzo la capacidad del Estado para ser parcial, torpe y cobarde: la sociedad española está perpleja ante lo que está descubriendo en ese trascendental juicio. Nadie sabe con seguridad quien puso las bombas, si los islamistas detenidos, si los islamistas suicidados o si fueron otros que nadie conoce, pero lo que resulta evidente y escandaloso es el protagonismo asesino y cómplice de la jauría de confidentes y colaboradores de la policía y de los servicios españoles de seguridad. Después de lo visto y oído en el macrojuicio del 11 M, nadie duda que España necesita realizar una profunda limpieza en sus servicios de seguridad y defensa, a cuyos miembros es necesario reeducar en los valores de la democracia y en el respeto a la legalidad. Los ciudadanos estamos atónitos porque la mayoria de los acusados parecen ser colaboradores, confidentes o agentes controlados al servicio de la policía, la guardia civil o los servicios secretos. ¿Cómo debe interpretarse eso? La ciudadanía está confusa y, aunque es víctima de las continuas cortinas de humo y acusaciones interesadas que se lanzan desde el poder y la oposición, sospecha y se siente turbada. No se atreve a pensar todavía que los servicios secretos estén implicados en la matanza, pero comienza a asumir una conclusión hedionda que emerge de las aguas negras desbordadas de las cloacas del Estado: cuando el poder utiliza a ratas, serpientes y mofetas para hacer su trabajo, es difícil distinguir el bien del mal, lo sucio de lo limpio.
Todos estamos confusos y asustados ante el espectáculo deleznable de las cloacas del poder al descubierto. Es posible que la visión de las ratas tras los cristales blindados y a sus domadores de la policía haya constituido para los españoles una sobredosis de excrementos institucionales. Quizás, a modo de purgante, nos ayude a entender lo que ocurre la lectura del siguiente párrafo, extraído del libro "Políticos, los nuevos amos;, del que soy autor:
"El Estado ha mostrado muchas veces sentir más temor de sus propios súbditos que de sus enemigos externos. Los Estados, cuando son agredidos por otros Estados, se inclinan a negociar, pero, cuando el ataque procede de uno de sus súbditos, se limitan a castigarlo. Otros observadores interpretan este fenómeno desde una óptica distinta y sostienen que el Estado es una máquina que se muestra tanto más cruel e implacable cuanto más débil sea su adversario. De hecho, el Estado se ha mostrado siempre más tolerante frente a grupos poderosos como mafias, logias y organizaciones delictivas que frente a un ladrón o un revolucionario frustrado. Otro extraño fenómeno observado es que el Estado, cuyo poder suele ser terriblemente eficaz, se muestra sospechosamente torpe frente a adversarios como las bandas terroristas o la delincuencia organizada, grupos con los que a veces hasta parece sentirse cómodo. Así, no es extraño que el Estado negocie con terroristas y hampones y llegue a perdonarles hasta los delitos de sangre, a cambio de la rendición o la paz, mientras que esa actitud es impensable si el contrario es un simple ciudadano que comete su primer delito."