Prometió cumplir la Constitución
Este gobierno no cesa de sorprender. Ahora le toca el turno a la ministra de Sanidad, Elena Salgado, quien, al ser preguntada en el periódico El Mundo (20-01-07) por su escasa popularidad entre los españoles responde: “No me he dedicado a la carrera política profesional, no busco popularidad. Lo que busco es que el presidente Zapatero gane las próximas elecciones, que lo va a hacer, sea yo popular o no.”
El que un ministro diga en un medio de comunicación que "lo que busco es que el presidente Zapatero gane las próximas elecciones" es toda una barbaridad que ignora el primer deber democrático de un funcionario: que sus actuaciones beneficien y generen satisfacción a los administrados. El problema es que en la política española los partidos políticos, atiborrados de poder, han sustituido el servicio a la ciudadanía, el respeto a la Constitución y la lealtad al país por una incomprensible e inaceptable amalgama en la que destacan el servicio al partido y la sumisión al líder como únicas formas de prosperar en política y de mantenerse en los cargos.
Cualquier politólogo, experto en derecho político, constitucionalista o simple ciudadano no puede reaccionar de otra forma, ante esa respuesta, que escandalizándose y concluyendo que la ministra parece no conocer sus deberes para con la ciudadanía, ni lo que es la democracia, ni lo que le exige, como ministra, el Estado de Derecho.
La afirmación de la señora ministra colisiona con la necesaria separación entre gobierno y partido; niega su básico e imprescindible servicio al pueblo soberano, que es el que le paga el sueldo; ignora que ser ministra es ser funcionario público; antepone la reelección de “su” presidente a cualquier otro deber u obligación y, lo que es más grave, introduce en el corazón del sistema democrático y del gobierno la lucha por el poder, que debería quedar al margen de la función pública y limitada al espacio de la política de partidos.
Si todos hiciéramos como la ministra, que, lamentablemente, también parece olvidar que el poder conlleva obligaciones ejemplarizantes, España sería un caos. Los bomberos sólo apagarían fuegos para que gane el presidente de su partido, y si descubrieran que el fuego perjudica su personal interés electoral, lo dejaría arder. Un médico que piense y obre como la ministra debería negarse a curar a los enfermos, salvo que eso beneficie a su partido o, todavía peor, a “su” presidente. Los albañiles sólo pondrían ladrillos para que su presidente gane las elecciones y los policías, en lugar de defender al ciudadano contra el crimen, actuarían sólo si su actuación sirve para que su presidente o alcalde gane las elecciones.
Este país está cada día más loco y la política cada día decepciona más. Los políticos, con esos comportamientos, tienen ya pocos amigos en el sistema.
El que un ministro diga en un medio de comunicación que "lo que busco es que el presidente Zapatero gane las próximas elecciones" es toda una barbaridad que ignora el primer deber democrático de un funcionario: que sus actuaciones beneficien y generen satisfacción a los administrados. El problema es que en la política española los partidos políticos, atiborrados de poder, han sustituido el servicio a la ciudadanía, el respeto a la Constitución y la lealtad al país por una incomprensible e inaceptable amalgama en la que destacan el servicio al partido y la sumisión al líder como únicas formas de prosperar en política y de mantenerse en los cargos.
Cualquier politólogo, experto en derecho político, constitucionalista o simple ciudadano no puede reaccionar de otra forma, ante esa respuesta, que escandalizándose y concluyendo que la ministra parece no conocer sus deberes para con la ciudadanía, ni lo que es la democracia, ni lo que le exige, como ministra, el Estado de Derecho.
La afirmación de la señora ministra colisiona con la necesaria separación entre gobierno y partido; niega su básico e imprescindible servicio al pueblo soberano, que es el que le paga el sueldo; ignora que ser ministra es ser funcionario público; antepone la reelección de “su” presidente a cualquier otro deber u obligación y, lo que es más grave, introduce en el corazón del sistema democrático y del gobierno la lucha por el poder, que debería quedar al margen de la función pública y limitada al espacio de la política de partidos.
Si todos hiciéramos como la ministra, que, lamentablemente, también parece olvidar que el poder conlleva obligaciones ejemplarizantes, España sería un caos. Los bomberos sólo apagarían fuegos para que gane el presidente de su partido, y si descubrieran que el fuego perjudica su personal interés electoral, lo dejaría arder. Un médico que piense y obre como la ministra debería negarse a curar a los enfermos, salvo que eso beneficie a su partido o, todavía peor, a “su” presidente. Los albañiles sólo pondrían ladrillos para que su presidente gane las elecciones y los policías, en lugar de defender al ciudadano contra el crimen, actuarían sólo si su actuación sirve para que su presidente o alcalde gane las elecciones.
Este país está cada día más loco y la política cada día decepciona más. Los políticos, con esos comportamientos, tienen ya pocos amigos en el sistema.