Todo lo que rodeó a la agresión perpetrada por Alejandro Aramburu Corral, un consejero municipal del PNV, a Antonio Aguirre, miembro del Foro de Ermua, demuestra que el nacionalismo vasco esta enfermo, que la sociedad de las provincias vascongadas padece el "Síndrome de Estocolmo" y que el PNV ha fracasado como partido y como gobierno porque ha generado un "fascismo" tan violento y excluyente como nada democrático.
Aguirre fue agredido por partidarios de Ibarretxe en las puertas del Palacio de Justicia. Cuando el agredido estaba en el suelo, los peneuvistas le gritaban "muérete, hijo de puta". Su guardaespaldas entregó el agresor a la policía vasca, que lo dejó libre sin ni siquiera pedirle la identificación. Los nacionalistas vascos, en lugar de pedir perdón, alaban el comportamiento "civico" de sus huestes y acusan al Foro de Ermua de "provocar".
El diagnóstico certero: nacionalismo enfermo, sociedad víctima del "sindrome de Estocolmo", en fase terminal, y fracaso de un gobierno que ha generado más fascismo que democracia.
Creo que tres párrafos de "Políticos, los nuevos amos", libro del que soy autor, sirven para explicar lo que este diagnóstico encierra:
En 1973, hubo un atraco a un banco en Estocolmo. Los delincuentes retuvieron a los empleados como rehenes durante varios días. En el momento de la liberación, una de las rehenes y uno de sus captores se besaban. Este hecho, estudiado y diagnosticado por la sociología y la antropología, se bautizó como “Síndrome de Estocolmo”, expresión de conductas que demuestran el afecto entre los captores y sus rehenes. El mecanismo funciona de manera progresiva: las víctimas, primero, sienten miedo por sus vidas, son víctimas del terror y se consideran en situación de “muerte suspendida”; más tarde, a medida que conservan sus vidas, comienzan a generar cierto agradecimiento hacia quienes, pudiendo asesinarles, no les hacen daño. En la etapa siguiente, el agradecimiento se torna en afecto y los secuestradores comienzan a ser considerados como “buenos”. El último escalón, que no siempre llega a materializarse, puede llevar a que el secuestrado se enamore del secuestrador y que los policías o soldados que intervienen para rescatar a los rehenes pasen a ser considerados “malos”.
El “Síndrome de Estocolmo” político colectivo se manifiesta con especial nitidez en situaciones extremas o de gran tensión. Territorios sometidos a la violencia permanente y al peligro de muerte, como el País Vasco español, constituyen observatorios privilegiados para estudiar cómo funciona ese sentimiento sobrecogedor, clave para entender el fácil e invencible dominio que los fuertes y osados ejercen sobre los más débiles. Los secuestradores de personas, ideas y libertades (los terroristas de ETA y sus adláteres) recuerdan y demuestran periódicamente su capacidad de dañar perpetrando asesinatos y explosionando bombas, bien en el propio País Vasco o en otros territorios, lo que hace que se inicie el proceso típico del síndrome, coadyuvado por los constantes y sutiles mensajes de los políticos nacionalistas sobre el terrible destino que correrían los vascos en el caso de que no gobernaran ellos, amigos de los secuestradores físicos y ejecutores de sentencias, convenciendo a la ciudadanía de que es bueno estar bien con el nacionalismo para contar con un seguro de vida. El ciudadano comienza a convencerse de que, si cumple con las normas que les dictan los secuestradores, pueden salvar la vida fácilmente y hasta vivir una vida “normal” dentro del campo de batalla. Comienzan, entonces, a mirar con empatía a “sus” terroristas-secuestradores, porque, pudiendo asesinarles, no lo hacen. Poco a poco, el verdadero demócrata, aquel que no se somete, se va convirtiendo así en el enemigo, aquel que realmente pone en peligro las vidas y haciendas de la sociedad secuestrada con su “inútil” resistencia, con su terca defensa de las libertades y derechos, oponiéndose a las exigencias nacionalistas de pago del rescate. El mecanismo siniestro del síndrome sigue avanzando y envileciendo a sus víctimas, que ya han exonerado de culpa a los asesinos y que ven claramente como enemigos a esos demócratas que se oponen al régimen de terror. Por eso, tantos ciudadanos vascos “secuestrados” abogan por el “diálogo” como única receta para solucionar el “conflicto”, sin darse cuenta que esa reflexión emana de las cloacas del alma, ya envilecida por el síndrome, sin distinguir entre demócratas y totalitarios, entre defensores de los derechos y libertades y asesinos.
Los mecanismos del síndrome son una perfeccionada ceremonia de demolición de la democracia en la que el papel más sucio ni siquiera corresponde al secuestrador terrorista, ni al envilecido secuestrado, sino a aquellos políticos que, desde las instituciones democráticas, ofician, como sacerdotes del miedo y, a cambio de votos, la ceremonia de la demolición de las libertades y de los derechos, legalizando moralmente el secuestro masivo de una sociedad que nadie sabe si termina siendo mas cobarde que vil o más vil que cobarde.
Aguirre fue agredido por partidarios de Ibarretxe en las puertas del Palacio de Justicia. Cuando el agredido estaba en el suelo, los peneuvistas le gritaban "muérete, hijo de puta". Su guardaespaldas entregó el agresor a la policía vasca, que lo dejó libre sin ni siquiera pedirle la identificación. Los nacionalistas vascos, en lugar de pedir perdón, alaban el comportamiento "civico" de sus huestes y acusan al Foro de Ermua de "provocar".
El diagnóstico certero: nacionalismo enfermo, sociedad víctima del "sindrome de Estocolmo", en fase terminal, y fracaso de un gobierno que ha generado más fascismo que democracia.
Creo que tres párrafos de "Políticos, los nuevos amos", libro del que soy autor, sirven para explicar lo que este diagnóstico encierra:
En 1973, hubo un atraco a un banco en Estocolmo. Los delincuentes retuvieron a los empleados como rehenes durante varios días. En el momento de la liberación, una de las rehenes y uno de sus captores se besaban. Este hecho, estudiado y diagnosticado por la sociología y la antropología, se bautizó como “Síndrome de Estocolmo”, expresión de conductas que demuestran el afecto entre los captores y sus rehenes. El mecanismo funciona de manera progresiva: las víctimas, primero, sienten miedo por sus vidas, son víctimas del terror y se consideran en situación de “muerte suspendida”; más tarde, a medida que conservan sus vidas, comienzan a generar cierto agradecimiento hacia quienes, pudiendo asesinarles, no les hacen daño. En la etapa siguiente, el agradecimiento se torna en afecto y los secuestradores comienzan a ser considerados como “buenos”. El último escalón, que no siempre llega a materializarse, puede llevar a que el secuestrado se enamore del secuestrador y que los policías o soldados que intervienen para rescatar a los rehenes pasen a ser considerados “malos”.
El “Síndrome de Estocolmo” político colectivo se manifiesta con especial nitidez en situaciones extremas o de gran tensión. Territorios sometidos a la violencia permanente y al peligro de muerte, como el País Vasco español, constituyen observatorios privilegiados para estudiar cómo funciona ese sentimiento sobrecogedor, clave para entender el fácil e invencible dominio que los fuertes y osados ejercen sobre los más débiles. Los secuestradores de personas, ideas y libertades (los terroristas de ETA y sus adláteres) recuerdan y demuestran periódicamente su capacidad de dañar perpetrando asesinatos y explosionando bombas, bien en el propio País Vasco o en otros territorios, lo que hace que se inicie el proceso típico del síndrome, coadyuvado por los constantes y sutiles mensajes de los políticos nacionalistas sobre el terrible destino que correrían los vascos en el caso de que no gobernaran ellos, amigos de los secuestradores físicos y ejecutores de sentencias, convenciendo a la ciudadanía de que es bueno estar bien con el nacionalismo para contar con un seguro de vida. El ciudadano comienza a convencerse de que, si cumple con las normas que les dictan los secuestradores, pueden salvar la vida fácilmente y hasta vivir una vida “normal” dentro del campo de batalla. Comienzan, entonces, a mirar con empatía a “sus” terroristas-secuestradores, porque, pudiendo asesinarles, no lo hacen. Poco a poco, el verdadero demócrata, aquel que no se somete, se va convirtiendo así en el enemigo, aquel que realmente pone en peligro las vidas y haciendas de la sociedad secuestrada con su “inútil” resistencia, con su terca defensa de las libertades y derechos, oponiéndose a las exigencias nacionalistas de pago del rescate. El mecanismo siniestro del síndrome sigue avanzando y envileciendo a sus víctimas, que ya han exonerado de culpa a los asesinos y que ven claramente como enemigos a esos demócratas que se oponen al régimen de terror. Por eso, tantos ciudadanos vascos “secuestrados” abogan por el “diálogo” como única receta para solucionar el “conflicto”, sin darse cuenta que esa reflexión emana de las cloacas del alma, ya envilecida por el síndrome, sin distinguir entre demócratas y totalitarios, entre defensores de los derechos y libertades y asesinos.
Los mecanismos del síndrome son una perfeccionada ceremonia de demolición de la democracia en la que el papel más sucio ni siquiera corresponde al secuestrador terrorista, ni al envilecido secuestrado, sino a aquellos políticos que, desde las instituciones democráticas, ofician, como sacerdotes del miedo y, a cambio de votos, la ceremonia de la demolición de las libertades y de los derechos, legalizando moralmente el secuestro masivo de una sociedad que nadie sabe si termina siendo mas cobarde que vil o más vil que cobarde.