Cuando en 1992 organizó con éxito una Exposición Universal, parecia que Sevilla iba a despegar y que la ciudad podría incorporarse a ese selecto y exclusivo club de las ciudades pujantes del mundo, pero hoy, quince años después, Sevilla sólo es la capital del retroceso y de la parálisis.
Incapaz de despegar y con un encefalograma socioeconómico casi plano, Sevilla pierde posiciones con respecto a las demás grandes ciudades españolas. Sus últimos cuatro años, bajo el mandato del que tal vez sea su peor alcalde desde la muerte de Franco, el socialista Alfredo Sánchez Monteseirín, han sido infernales y la ciudad ha tirado por la borda buena parte de las esperanzas que cultivó en 1992, cuando fue sede de la Exposición Universal y parecía despuntar como la gran capital de la modernidad española.
El mayor drama de Sevilla ha sido el de una clase política inepta y muchas veces corrupta, que no ha estado a la altura de las esperanzas y posibilidades de la ciudad y que en lugar de liderar el despegue y la prosperidad ha regentado la decadencia y el atraso. Sevilla ha tenido alcaldes socialistas, andalucistas y de derechas, pero todas las administraciones municipales han compartido, más o menos, la ineficiencia y la parálisis, llevando a la ciudad a perder posiciones con respecto a otras grandes ciudades españolas como Valencia, Bilbao, Zaragoza, Murcia o Málaga.
Hace cuatro años, Sevilla era la tercera ciudad española acogedora de congresos, después de Madrid y Barcelona, pero hoy es ya la sexta. Es la capital de la Andalucía política, pero no de la económica. Los más de 120.000 funcionarios de la Junta de Andalucía que acoge, más de los que tenía Felipe II en todo su reino, aquel en que nunca se ponía el sol, hacen que uno de cada tres sevillanos dependa para comer del las administraciones públicas, lo que establece una densidad de dependencia política agobiante. Sin embargo, esa masa de empleados públicos no es capaz de asegurar riqueza y prosperidad porque Sevilla tiene la renta per cápita más baja de todas las capitales de provincia andaluzas.
Tiene casi los mismos habitantes que hace cuatro años y no ha sido capaz de capitalizar el reciente crecimiento económico y democráfico de España. Muchos sevillanos tienen que buscar trabajo en Madrid, Barcelona o Málaga y muchas familias han tenido que asentarse en las ciudades dormitorios de su entorno, sobre todo en el Aljarafe, Dos Hermanas y Alcalá de Guadaira. El alcalde de Sevilla, con escaso apoyo ciudadano y con menos peso político que otros alcaldes socialistas de pueblos de la provincia, es todo un problema para el PSOE, que teme perder en las próximas elecciones municipales el único ayuntamiento de una capital andaluza que controla.
Los problemas del tráfico son extenuantes y el desplazamiento entre la ciudad y sus satélites dormitorios es un infierno y una trampa para decenas de miles de conductores.
La ciudad está plagada de obras y está peatonalizando parte de su casco histórico, pero el ciudadano percibe que las obras, necesarias, fueron mal planificadas, realizadas sin respeto a los habitantes, ocasionando molestas innecesarias, sin una mente rectora que haya tenido en cuenta que el ciudadano es el soberano de la democracia y el que paga los sueldos a los políticos.
Aunque el aspecto del casco histórico ha mejorado, los retrocesos son visibles y constatables en casi todos los ámbitos: el turismo no crece, ni los precios de los hoteles, ni el número de pernoctaciones. La hostelería se prepara ahora para el turismo barato. El aeropuerto, una inversión gigantesca hecha para la Expo 92, está infrautilizado y ya casi sólo recibe vuelos de bajo coste. El Palacio de Congresos lleva más de una década pidiendo a gritos una ampliación. La ciudad ha perdido cientos de millones de euros sólo porque decenas de congresos han tenido que emigrar a otras ciudades con mejores instalaciones.
Su obra más emblemática, el metro, es una incognita porque nadie sabe si se construirá una sóla línea o las cuatro prometidas. La gente ha aprendido a desconfiar de los políticos locales.
Pero quizás el drama mayor de la Sevilla actual sea la inseguridad ciudadana. La policía está ausente de las calles y llamar a la policía es todo un sainete: del otro lado del teléfono responde una voz y pregunta si hay o no hay sangre en el delito, porque si hay sangre tiene que acudir la policía nacional, y si no hay sangre, la municipal. El ciudadano no entiende de burocracias y se desespera cuando contempla que los agentes sólo son eficientes a la hora de poner multas. Son recaudadores uniformados. Acuda usted a una dependencia policial para denunciar un robo y vivirá una experiencia siniestra, quizás peor que el mismo tirón sufrido: hasta dos horas de demora para poner la denuncia y policías con mala cara que te dicen que no merece la pena denunciar, que lo robado nunca se recupera y que los jueces sueltan a los chorizos al día siguiente. El ciudadano se siente desamparado.
Lo que mejor funciona en esta Sevilla del Tercer Milenio es su Semana Santa y su Feria de Abril, que estamos celebrando, pero eso ya ocurria en tiempos de Alfonso XII, Primo de Rivera o el general Franco.
Incapaz de despegar y con un encefalograma socioeconómico casi plano, Sevilla pierde posiciones con respecto a las demás grandes ciudades españolas. Sus últimos cuatro años, bajo el mandato del que tal vez sea su peor alcalde desde la muerte de Franco, el socialista Alfredo Sánchez Monteseirín, han sido infernales y la ciudad ha tirado por la borda buena parte de las esperanzas que cultivó en 1992, cuando fue sede de la Exposición Universal y parecía despuntar como la gran capital de la modernidad española.
El mayor drama de Sevilla ha sido el de una clase política inepta y muchas veces corrupta, que no ha estado a la altura de las esperanzas y posibilidades de la ciudad y que en lugar de liderar el despegue y la prosperidad ha regentado la decadencia y el atraso. Sevilla ha tenido alcaldes socialistas, andalucistas y de derechas, pero todas las administraciones municipales han compartido, más o menos, la ineficiencia y la parálisis, llevando a la ciudad a perder posiciones con respecto a otras grandes ciudades españolas como Valencia, Bilbao, Zaragoza, Murcia o Málaga.
Hace cuatro años, Sevilla era la tercera ciudad española acogedora de congresos, después de Madrid y Barcelona, pero hoy es ya la sexta. Es la capital de la Andalucía política, pero no de la económica. Los más de 120.000 funcionarios de la Junta de Andalucía que acoge, más de los que tenía Felipe II en todo su reino, aquel en que nunca se ponía el sol, hacen que uno de cada tres sevillanos dependa para comer del las administraciones públicas, lo que establece una densidad de dependencia política agobiante. Sin embargo, esa masa de empleados públicos no es capaz de asegurar riqueza y prosperidad porque Sevilla tiene la renta per cápita más baja de todas las capitales de provincia andaluzas.
Tiene casi los mismos habitantes que hace cuatro años y no ha sido capaz de capitalizar el reciente crecimiento económico y democráfico de España. Muchos sevillanos tienen que buscar trabajo en Madrid, Barcelona o Málaga y muchas familias han tenido que asentarse en las ciudades dormitorios de su entorno, sobre todo en el Aljarafe, Dos Hermanas y Alcalá de Guadaira. El alcalde de Sevilla, con escaso apoyo ciudadano y con menos peso político que otros alcaldes socialistas de pueblos de la provincia, es todo un problema para el PSOE, que teme perder en las próximas elecciones municipales el único ayuntamiento de una capital andaluza que controla.
Los problemas del tráfico son extenuantes y el desplazamiento entre la ciudad y sus satélites dormitorios es un infierno y una trampa para decenas de miles de conductores.
La ciudad está plagada de obras y está peatonalizando parte de su casco histórico, pero el ciudadano percibe que las obras, necesarias, fueron mal planificadas, realizadas sin respeto a los habitantes, ocasionando molestas innecesarias, sin una mente rectora que haya tenido en cuenta que el ciudadano es el soberano de la democracia y el que paga los sueldos a los políticos.
Aunque el aspecto del casco histórico ha mejorado, los retrocesos son visibles y constatables en casi todos los ámbitos: el turismo no crece, ni los precios de los hoteles, ni el número de pernoctaciones. La hostelería se prepara ahora para el turismo barato. El aeropuerto, una inversión gigantesca hecha para la Expo 92, está infrautilizado y ya casi sólo recibe vuelos de bajo coste. El Palacio de Congresos lleva más de una década pidiendo a gritos una ampliación. La ciudad ha perdido cientos de millones de euros sólo porque decenas de congresos han tenido que emigrar a otras ciudades con mejores instalaciones.
Su obra más emblemática, el metro, es una incognita porque nadie sabe si se construirá una sóla línea o las cuatro prometidas. La gente ha aprendido a desconfiar de los políticos locales.
Pero quizás el drama mayor de la Sevilla actual sea la inseguridad ciudadana. La policía está ausente de las calles y llamar a la policía es todo un sainete: del otro lado del teléfono responde una voz y pregunta si hay o no hay sangre en el delito, porque si hay sangre tiene que acudir la policía nacional, y si no hay sangre, la municipal. El ciudadano no entiende de burocracias y se desespera cuando contempla que los agentes sólo son eficientes a la hora de poner multas. Son recaudadores uniformados. Acuda usted a una dependencia policial para denunciar un robo y vivirá una experiencia siniestra, quizás peor que el mismo tirón sufrido: hasta dos horas de demora para poner la denuncia y policías con mala cara que te dicen que no merece la pena denunciar, que lo robado nunca se recupera y que los jueces sueltan a los chorizos al día siguiente. El ciudadano se siente desamparado.
Lo que mejor funciona en esta Sevilla del Tercer Milenio es su Semana Santa y su Feria de Abril, que estamos celebrando, pero eso ya ocurria en tiempos de Alfonso XII, Primo de Rivera o el general Franco.