La crisis, que nos carcome, está dejando al descubierto una sociedad desasida e indefensa que creyó que podría desprenderse de sus propios fundamentos éticos, abandonar los valores tradicionales y despreciar los motivos y las causas del desarrollo económico y el esfuerzo que conlleva. Aquella sociedad instruida y preparada, aquella, la que disponía de los asideros éticos para regir y ordenar las expectativas futuras de la juventud desorientada, para mostrarle los escollos a superar mediante la disciplina y el ánimo personal, se difuminó; aquella sociedad que valoraba el mérito y la recompensa, la que ejercía su profesión con responsabilidad, se perdió sustituida por esa otra, que vivía alegre y orgullosa de sus carencias de saberes y de cultura, que andaba satisfecha instalada en su ignorancia y en su supina incivilización.
Mientras se gestaba el status del opulento bienestar en la posguerra, pensadores hubo que ya denunciaron la pérdida de los valores culturales y, a la vez, el galopante asiento de la insignificancia, la ramplonería y la igualación en la desfachatez. Hubo también otros, que hablaban de la existencia de una cultura que se nutría de su propia humanidad, de las valoraciones que secularmente dieron sostén a la vigorosa condición del hombre libre. Lamentablemente, la penuria no llega ahora a descubrir la robusta estructura ética que inicie el camino hacia un futuro, que permita fundamentar el conocimiento cierto de quiénes hemos sido siempre y que no teníamos relación con ese mundo a solas, en el que todo lo bueno, valioso e importante se infravaloró pasando a considerarse insignificante, accesorio y prescindible de nuestros hábitos sociales y conductas morales. Así, en medio del vacío moral, el sistema educativo hizo suyas la crisis de autoridad en el aula, la promoción adquirida sin mérito, la enseñanza lúdica carente de disciplina y la formación sin esfuerzo, quedaba abolida la admiración por la inteligencia y la exigencia de responsabilidad. El vivir se ha desvirtuado por la lógica de un mundo sin raíces humanistas y sin compromiso con el valor social de la existencia.
España sabe perfectamente que soporta una situación de una enorme gravedad y congoja; está sufriendo una crisis económica y social de extrema hondura; el desempleo ha alcanzado niveles insoportables en la Unión Europea; las agencias internacionales de más solvencia auguran que la economía española no alcanzará los niveles de desempleo anteriores a la crisis, hasta que trascurran veinte años; y como el paro juvenil es el doble del general en los pronósticos, se deduce que aparece un muy negro horizonte de futuro, pues muchas generaciones jóvenes estarán en una situación desesperada, a la vez que su desempleo afectará negativamente al desarrollo de la Seguridad Social, y al mantenimiento de las pensiones. El problema de las pensiones no es que no haya jóvenes, sino que no llegan a trabajar, que no hay trabajo para ellos, este es el problema, que el famoso argumento catastrofista basado en la transición demográfica oculta.
La consecuencia de esta situación reside en unas políticas públicas llevadas a cabo por gobiernos bajo el mandato de instituciones altamente influenciadas por la banca, como el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional. A finales del siglo XX, Iberoamérica sufrió una situación muy parecida. Estos bancos que tienen una enorme influencia política muy marcada en España están forzando e imponiendo modos políticos que son la causa de la crisis. Cada año los bancos españoles piden prestado dinero al Banco Central Europeo, BCE, una institución pública -que no funciona en realidad como un banco central, sino como un lobby de la banca-, a unos intereses bajísimos, menos del 1%.
Esta sociedad angustiada sufre las penalidades materiales, que acarreó la ebriedad del despilfarro, porque para los nuevos ricos insatisfechos e indecentes, acomodados en poltronas políticas, todo estaba permitido, todo era relativo, el interés propio no tenía límite en la búsqueda frenética del placer inmediato, sólo les movía la consigna pública y la hipnosis adormidera televisiva.
C. Mudarra
Mientras se gestaba el status del opulento bienestar en la posguerra, pensadores hubo que ya denunciaron la pérdida de los valores culturales y, a la vez, el galopante asiento de la insignificancia, la ramplonería y la igualación en la desfachatez. Hubo también otros, que hablaban de la existencia de una cultura que se nutría de su propia humanidad, de las valoraciones que secularmente dieron sostén a la vigorosa condición del hombre libre. Lamentablemente, la penuria no llega ahora a descubrir la robusta estructura ética que inicie el camino hacia un futuro, que permita fundamentar el conocimiento cierto de quiénes hemos sido siempre y que no teníamos relación con ese mundo a solas, en el que todo lo bueno, valioso e importante se infravaloró pasando a considerarse insignificante, accesorio y prescindible de nuestros hábitos sociales y conductas morales. Así, en medio del vacío moral, el sistema educativo hizo suyas la crisis de autoridad en el aula, la promoción adquirida sin mérito, la enseñanza lúdica carente de disciplina y la formación sin esfuerzo, quedaba abolida la admiración por la inteligencia y la exigencia de responsabilidad. El vivir se ha desvirtuado por la lógica de un mundo sin raíces humanistas y sin compromiso con el valor social de la existencia.
España sabe perfectamente que soporta una situación de una enorme gravedad y congoja; está sufriendo una crisis económica y social de extrema hondura; el desempleo ha alcanzado niveles insoportables en la Unión Europea; las agencias internacionales de más solvencia auguran que la economía española no alcanzará los niveles de desempleo anteriores a la crisis, hasta que trascurran veinte años; y como el paro juvenil es el doble del general en los pronósticos, se deduce que aparece un muy negro horizonte de futuro, pues muchas generaciones jóvenes estarán en una situación desesperada, a la vez que su desempleo afectará negativamente al desarrollo de la Seguridad Social, y al mantenimiento de las pensiones. El problema de las pensiones no es que no haya jóvenes, sino que no llegan a trabajar, que no hay trabajo para ellos, este es el problema, que el famoso argumento catastrofista basado en la transición demográfica oculta.
La consecuencia de esta situación reside en unas políticas públicas llevadas a cabo por gobiernos bajo el mandato de instituciones altamente influenciadas por la banca, como el Banco Central Europeo, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional. A finales del siglo XX, Iberoamérica sufrió una situación muy parecida. Estos bancos que tienen una enorme influencia política muy marcada en España están forzando e imponiendo modos políticos que son la causa de la crisis. Cada año los bancos españoles piden prestado dinero al Banco Central Europeo, BCE, una institución pública -que no funciona en realidad como un banco central, sino como un lobby de la banca-, a unos intereses bajísimos, menos del 1%.
Esta sociedad angustiada sufre las penalidades materiales, que acarreó la ebriedad del despilfarro, porque para los nuevos ricos insatisfechos e indecentes, acomodados en poltronas políticas, todo estaba permitido, todo era relativo, el interés propio no tenía límite en la búsqueda frenética del placer inmediato, sólo les movía la consigna pública y la hipnosis adormidera televisiva.
C. Mudarra