Una de las patologías más irritantes del presidente de nuestro Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, peor, incluso, que la de mentir, cuyo último episodio acaba de producirse en China con el falso anuncio de los 9.000 millones de euros chinos que se iban a invertir en las arruinadas cajas de ahorro españolas, es su empeño en reescribir la Historia de España, suprimiendo lo que no le conviene y cambiando la realidad por una ficción más acorde con sus preferencias personales. Empeñado en rendir homenaje a la II República, como si aquella etapa de nuestra Historia hubiera sido ejemplar, cuando la realidad es otra muy distinta, lo único que ha logrado es poner en peligro la convivencia y la paz, alimentando el viejo odio entre las dos Españas.
Valorar los aspectos positivos de la República es un loable y justo deseo que compartimos porque aquellos republicanos perdieron la guerra y no pudieron defender sus intenciones y esfuerzos. Sin embargo, es un error idealizar aquella II República, como hace Zapatero, sin reconocer que, además de ser receptora de buenas intenciones, también fue un cúmulo de despropósitos y de actitudes totalitarias.
Zapatero y otros muchos que, imprudentemente, están desenterrando fantasmas del pasado que los españoles ya teníamos olvidados, en aras de la paz y de la concordia, deberían meditar las palabras pronunciadas por el dirigente socialista Indalecio Prieto, quien, tras hacer examen de conciencia en el exilio, reconoció: “Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el partido socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria”.
Enfrentar a los españoles resucitando viejas revanchas y ofensas ha sido, probablemente, la más miserable apuesta histórica del Zapaterismo. Este país, por fortuna más cuerdo y prudente que su gobernante, ha despreciado el imprudente y malicioso intento de reescribir una historia que merece descansar con respeto en el pasado, con toda su carga de horror.
Si el enfrentamiento entre españoles lo hubiera provocado el gobierno como consecuencia de un acto o de una política justa y reparadora, podrían encontrarse disculpas y justificaciones, pero si el enfrentamiento responde al deseo de fanatizar a los ciudadanos y dividirlos para asegurar una buena cosecha de votos leales, entonces esa política debe considerarse mezquina, rastrera y claramente indigna.
Valorar los aspectos positivos de la República es un loable y justo deseo que compartimos porque aquellos republicanos perdieron la guerra y no pudieron defender sus intenciones y esfuerzos. Sin embargo, es un error idealizar aquella II República, como hace Zapatero, sin reconocer que, además de ser receptora de buenas intenciones, también fue un cúmulo de despropósitos y de actitudes totalitarias.
Zapatero y otros muchos que, imprudentemente, están desenterrando fantasmas del pasado que los españoles ya teníamos olvidados, en aras de la paz y de la concordia, deberían meditar las palabras pronunciadas por el dirigente socialista Indalecio Prieto, quien, tras hacer examen de conciencia en el exilio, reconoció: “Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el partido socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria”.
Enfrentar a los españoles resucitando viejas revanchas y ofensas ha sido, probablemente, la más miserable apuesta histórica del Zapaterismo. Este país, por fortuna más cuerdo y prudente que su gobernante, ha despreciado el imprudente y malicioso intento de reescribir una historia que merece descansar con respeto en el pasado, con toda su carga de horror.
Si el enfrentamiento entre españoles lo hubiera provocado el gobierno como consecuencia de un acto o de una política justa y reparadora, podrían encontrarse disculpas y justificaciones, pero si el enfrentamiento responde al deseo de fanatizar a los ciudadanos y dividirlos para asegurar una buena cosecha de votos leales, entonces esa política debe considerarse mezquina, rastrera y claramente indigna.