La composición del nuevo gobierno y las palabras pronunciadas por Rajoy en su discurso de investidura permiten afirmar que el Partido Popular va a revolucionar la economía y que realizará una fuerte apuesta por la áusteridad y el cambio económico, pero que abandona todo intento de regeneración democrática y ética. La España de Rajoy intntará ocupar un puesto en la Europa próspera, pero es más que probable que siga siendo una de las democracias más deficientes y miserables de Occidente, incapaz de castigar a los depredadores y corruptos que se han afincado en el poder, realizando desde lo público numerosas fechorías y desmanes.
El discurso de investidura de Rajoy, acertado en lo económico y solvente en el tono, ha causado, sin embargo, gran frustración a cientos de miles de demócratas españoles, que descubrieron, por las palabras del nuevo presidente del gobierno, que el PP no está dispuesto a regenerar la democracia ni a afrontar el imprescindible rearme ético de España, especialmente el de sus corruptas e indecentes administraciones públicas. Todo indica que la apuesta del nuevo gobierno será reforzar la actual partitocracia férrea y mantener a España lejos de la verdadera democracia.
Su posterior reconocimiento público a Zapatero, uno de los peores gobernantes de la Historia moderna de España, junto con Fernando VII y Largo Caballero, unido a la promesa de que no pedirá responsabilidades a los ineptos, ladrones, sinvergüenzas y corruptos que han arruinado a España, engañado a los españoles, mentido desde el poder y despilfarrado hasta la locura, han decepcionado profundamente a los que, convencidos de que España tiene ahora la mejor oportunidad de reformar su degradada democracia, esperaban que el nuevo gobierno asumiera ese desafío y devolviera independencia al poder judicial, reformara la injusta ley electoral, incrementara el control sobre los todopoderosos partidos políticos, eliminara la impunidad de la casta política y estableciera penas duras y ejemplares para los que abusen del poder y mentan sus manos en las arcas públicas.
La frase concreta que ha decepcionado a los demócratas es la siguiente: "No voy a pedir responsabilidades, pues ya han sido dirimidas en las urnas". El castigo de la derrota, siempre dulce en un país que financia también a la oposición generosamente, con cargos y dibnero público, no es suficiente porque las urnas no han proporcionado el castigo que merecen en democracia aquellos que son culpables de corrupción, enriquecimiento ilícito y abuso de poder, ni han logrado que el dinero sustrido sea devuelto a los ciudadanos, que son sus únicos dueños, ni han proporcionado la compensación que merecen las víctimas de la arbitrariedad y del abuso.
Nadie duda de la solidez y solvencia del nuevo gobierno, pero sí de sus intenciones. La apuesta de Rajoy parece centrada exclusivamente en la economía. Si logra reconducirla y devolver a España la prosperidad perdida durante el nefasto mandato de Zapatero, su éxito será reconocido, pero tal vez no sea suficiente por dos razones importantes: la primera es que la sociedad española tiene deseos de regenerarse y de castigar a los delincuentes que se han refugiado en el poder político, y la segunda es que el desprestigio actual de la clase política española, reflejado con creciente crudeza en las encuestas, no se debe al fracaso del gobierno en la gestión de la crisis, sino al espantoso crecimiento de una corrupción en la que el PP, actualmente en el gobierno, tiene una importante cuota de protagonismo, aunque notablemente inferior a la del socialismo derrotado.
Rajoy no debería perder de vista lo que le ocurrió a él mismo en las elecciones de 2004, que el pueblo le derrotó y prefirió al inepto Zapatero, precisamente cuando la economía, conducida por Aznar, estaba en su momento más brillante, creciendo más que toda Europa y generando empleo de manera casi imparable.
Delitos políticos no tipificados en España, pero delitos siempre en democracia, como la mentira reiterada al pueblo desde el poder, el uso del dinero público para comprar votos y voluntades, anteponer el interés del partido al bien común, el enriquercimiento injustificado de miles de políticos y cargos públicos, las apuestas por la desigualdad, la arbitrariedad en la concesión de subvenciones y ayudas, la utilización de la Justicia para castigar al adversario, la permisividad ante la corrupción masiva y otras muchas fechorías perpetradas desde lo público en los últimos años deben ser castigadas si el PP quiere ser reconocido como gobierno.
Casos como los de Urdangarín, yerno del rey, los EREs mafiosos de la Andalucía socialista y las múltiples sospechas de corrupción que pesan sobre miles de políticos, algunos de ellos encaramados en las altas instancias del Estado, como son los casos de Pepiño Blanco y José Bono, entre otros muchos, tienen que ser juzgados por una Justicia que sea independiente y que no esté manipulada y controlada, como lo está en la actualidad, por unos partidos políticos que no muestran interés alguno por la verdadera democracia y que se sienten a gusto en esta oligocracia o sucia dictadura camuflada de partidos que es España.
La composición del nuevo gobierno explica el duro enfrentamiento reciente de Rajoy con Rosa Díez, que reivindicó desde la tribuna del Congreso la urgencia de una mejora de la calidad de la democracia y el castigo de la corrupción y el abuso, y permite pensar que el nuevo gobierno renuncia a la escoba de barrer inmundicias y no desea más cambios que los que afectarán al ámbito económico.
Ahora que despierta esperanza, disfruta de la adhesión masiva de los españoles y cuando todavía está a tiempo, Rajoy debería asumir una verdad fácilmente constatable: que los españoles no sólo quieren salir de la pobreza que les amenaza, sino también de la podredumbre que les envuelve y degrada. La oportunidad presente es única y quizás irrepetible, pues los vientos soplan a favor y nadie, ni siquiera los incontrolados y arrogantes partidos políticos, podrían oponerse a una regeneración política y a un rearme moral de España, que sería apoyado, eufórica y masivamente, por la inmensa mayoría de la sociedad.
El discurso de investidura de Rajoy, acertado en lo económico y solvente en el tono, ha causado, sin embargo, gran frustración a cientos de miles de demócratas españoles, que descubrieron, por las palabras del nuevo presidente del gobierno, que el PP no está dispuesto a regenerar la democracia ni a afrontar el imprescindible rearme ético de España, especialmente el de sus corruptas e indecentes administraciones públicas. Todo indica que la apuesta del nuevo gobierno será reforzar la actual partitocracia férrea y mantener a España lejos de la verdadera democracia.
Su posterior reconocimiento público a Zapatero, uno de los peores gobernantes de la Historia moderna de España, junto con Fernando VII y Largo Caballero, unido a la promesa de que no pedirá responsabilidades a los ineptos, ladrones, sinvergüenzas y corruptos que han arruinado a España, engañado a los españoles, mentido desde el poder y despilfarrado hasta la locura, han decepcionado profundamente a los que, convencidos de que España tiene ahora la mejor oportunidad de reformar su degradada democracia, esperaban que el nuevo gobierno asumiera ese desafío y devolviera independencia al poder judicial, reformara la injusta ley electoral, incrementara el control sobre los todopoderosos partidos políticos, eliminara la impunidad de la casta política y estableciera penas duras y ejemplares para los que abusen del poder y mentan sus manos en las arcas públicas.
La frase concreta que ha decepcionado a los demócratas es la siguiente: "No voy a pedir responsabilidades, pues ya han sido dirimidas en las urnas". El castigo de la derrota, siempre dulce en un país que financia también a la oposición generosamente, con cargos y dibnero público, no es suficiente porque las urnas no han proporcionado el castigo que merecen en democracia aquellos que son culpables de corrupción, enriquecimiento ilícito y abuso de poder, ni han logrado que el dinero sustrido sea devuelto a los ciudadanos, que son sus únicos dueños, ni han proporcionado la compensación que merecen las víctimas de la arbitrariedad y del abuso.
Nadie duda de la solidez y solvencia del nuevo gobierno, pero sí de sus intenciones. La apuesta de Rajoy parece centrada exclusivamente en la economía. Si logra reconducirla y devolver a España la prosperidad perdida durante el nefasto mandato de Zapatero, su éxito será reconocido, pero tal vez no sea suficiente por dos razones importantes: la primera es que la sociedad española tiene deseos de regenerarse y de castigar a los delincuentes que se han refugiado en el poder político, y la segunda es que el desprestigio actual de la clase política española, reflejado con creciente crudeza en las encuestas, no se debe al fracaso del gobierno en la gestión de la crisis, sino al espantoso crecimiento de una corrupción en la que el PP, actualmente en el gobierno, tiene una importante cuota de protagonismo, aunque notablemente inferior a la del socialismo derrotado.
Rajoy no debería perder de vista lo que le ocurrió a él mismo en las elecciones de 2004, que el pueblo le derrotó y prefirió al inepto Zapatero, precisamente cuando la economía, conducida por Aznar, estaba en su momento más brillante, creciendo más que toda Europa y generando empleo de manera casi imparable.
Delitos políticos no tipificados en España, pero delitos siempre en democracia, como la mentira reiterada al pueblo desde el poder, el uso del dinero público para comprar votos y voluntades, anteponer el interés del partido al bien común, el enriquercimiento injustificado de miles de políticos y cargos públicos, las apuestas por la desigualdad, la arbitrariedad en la concesión de subvenciones y ayudas, la utilización de la Justicia para castigar al adversario, la permisividad ante la corrupción masiva y otras muchas fechorías perpetradas desde lo público en los últimos años deben ser castigadas si el PP quiere ser reconocido como gobierno.
Casos como los de Urdangarín, yerno del rey, los EREs mafiosos de la Andalucía socialista y las múltiples sospechas de corrupción que pesan sobre miles de políticos, algunos de ellos encaramados en las altas instancias del Estado, como son los casos de Pepiño Blanco y José Bono, entre otros muchos, tienen que ser juzgados por una Justicia que sea independiente y que no esté manipulada y controlada, como lo está en la actualidad, por unos partidos políticos que no muestran interés alguno por la verdadera democracia y que se sienten a gusto en esta oligocracia o sucia dictadura camuflada de partidos que es España.
La composición del nuevo gobierno explica el duro enfrentamiento reciente de Rajoy con Rosa Díez, que reivindicó desde la tribuna del Congreso la urgencia de una mejora de la calidad de la democracia y el castigo de la corrupción y el abuso, y permite pensar que el nuevo gobierno renuncia a la escoba de barrer inmundicias y no desea más cambios que los que afectarán al ámbito económico.
Ahora que despierta esperanza, disfruta de la adhesión masiva de los españoles y cuando todavía está a tiempo, Rajoy debería asumir una verdad fácilmente constatable: que los españoles no sólo quieren salir de la pobreza que les amenaza, sino también de la podredumbre que les envuelve y degrada. La oportunidad presente es única y quizás irrepetible, pues los vientos soplan a favor y nadie, ni siquiera los incontrolados y arrogantes partidos políticos, podrían oponerse a una regeneración política y a un rearme moral de España, que sería apoyado, eufórica y masivamente, por la inmensa mayoría de la sociedad.