Una vez dentro de la Casa Blanca, Barak Obama está cambiando a marchas forzadas y generando desilusión, incluso entre los más aguerridos obamistas. Hasta Wall Street reacciona con caídas ante las intervenciones y planes de Obama, incluyendo su masivo plan de salvación de la Banca, de 787 mil millones de dólares, ya aprobada por el Senado. El optimismo fue el que le llevó hasta la presidencia, pero cada día que pasa, el presidente negro se apunta más al pesimismo y a la política del miedo, el rasgo de la administración Bush que él tanto criticó.
En apariencia no hay motivos para la desilusión porque su primer objetivo, el de desbloquear la enorme masa de dinero retenida por el Senado, lo ha alcanzado en menos de un mes, pero algo le pasa al presidente y nadie sabe descifrarlo. Lo único que se sabe es que la información confidencial y exclusiva a la que ha tenido acceso como presidente de Estados Unidos le ha convertido en un pesimista profundo.
Desde la derecha, la izquierda, los moderados, los centristas y hasta los soñadores y críticos americanos, empiezan a cuestionarlo y le acusan ya de haber perdido su grandiosa popularidad demasiado deprisa y de haber desperdiciado la oportunidad única de afianzarse en la Casa Blanca como el presidente de todos los americanos, capaz de de eliminar las divisiones ideológicas y de unirlos a todos frente al terrible drama de la depresión de la economía.
Su idilio con la prensa también comienza a resentirse. Tanto el Wall Street Journal como el Financial Times y el Economist coinciden en que el plan de Obama contra la crisis es desilusionante y, por lo menos, de dudosa eficacia. El premio Nobel Paul Krugman ha dicho que la victoria de Obama puede convertirse en una auténtica derrota porque su plan anticrisis será más una simple "ayuda" que un verdadero "estímulo" de la economía y que resulta "inadecuado".
Muchos creen que el problema reside en el diagnóstico del drama económico porque Obama, tras haber analizado la crisis desde el poder presidencial, se está convirtiendo en un pesimista radical, algo inesperado si se tienen en cuenta sus mensajes como candidato. Es cierto que los nuevos análisis de Obama no concuerdan con los análisis de optimismo y esperanza de su campaña y que, una vez dentro de la Casa Blanca, Obama ha elevado el tono de la amenaza y ha comenzado a imaginar escenarios apocalípticos en los que explica que, si no se interviene pronto y contundentemente, no es que vayan a perderse tres o cuatro millones de puestos de trabajo, sino algo mucho peor: que la crisis puede tornarse incontrolable e irreversible, llevándose por delante nuestra prosperidad y hasta nuestra civilización.
Sin embargo, la clave del hundimiento de la moral del presidente no está tampoco en las diferencias sobre el alcance de la crisis, sino en otro punto poco conocido: Obama ha leído informes convincentes sobre la situación mundial, que culpan de la crisis a la corrupción generalizada y al deterioro del liderazgo y de la democracia en casi todos los países del mundo. Esos informes son los que le han inyectado una sobredosis de pesimismo y de desesperación.
Los informes "demoledores" señalan que el núcleo de la crisis actual está en la desconfianza de los ciudadanos en el sistema. La desconfianza no es genérica, ni superficial, sino profunda, afectando a sus instituciones, sus líderes y unas reglas del juego, que una y otra vez son violadas por una inmensa marea de corruptos y gente sin principios, muchos de ellos instalados en las altas esferas del poder.
El mismo Obama ha comprobado el espeluznante alcance de la corrupción al ver como su puesto de senador era subastado por el gobernador de Illinois y como algunos de sus elegidos para formar parte del gobierno han tenido que dimitir porque no pagaban impuestos, porque empleaban a gente sin papeles o porque hicieron negocios de dudosa ética.
Esas mismas tesis sobre la corrupción de las clases dirigentes, que son la verdadera causa del pesimismo de Obama, demuestran que el problema es tan grave que no puede resolverse con paños calientes, ni con medidas paliativas, sino que requiere un tratamiento mundial de choque sumamente doloroso. Los ciudadanos no van a recuperar la confianza hasta que vean a muchos de los delincuentes de alto rango en la cárcel, pero no sólo a los banqueros y brokers que han creado y difundido los productos tóxicos que han precipitado el problema, sino también a los muchos políticos que debieron prevenir y atajar el problema y no lo hicieron, incluyendo a miembros del reciente gobierno de Bush.
El drama de Obama es que está convencido de que debería adoptar medidas que no se atreve a adoptar. En realidad, el plan de Obama recién aprobado por el Senado es apenas una solución intermedia, de puro compromiso, destinada a captar el apoyo de los republicanos y demasiado alejada de las medidas drásticas que algunos le han aconsejado y en las que él cree. Obama sabe que su plan, a pesar de los miles de millones de dólares que emplea, no causará el efecto esperado. Y está desesperado.
Ese conflicto profundo del presidente es el que ha apagado la magia que exhibió en la campaña, el que explica las contradiciones y conmociones que se están dando en su equipo de gobierno y sus inesperados errores de principiante, el mayor de los cuales es haber dejado que su plan de salvamento sea controlado por los demócratas del Congreso, que lo han convertido en moneda de discusión ideológica, en lugar de haberlo defendido él mismo y presentado como un proyecto común de América.
Pero el problema íntimo del presidente es que no se atreve a hacer lo que debe hacer: una limpieza a fondo de la política americana y mundial, una limpieza a fondo de la inmundicia instalada en el poder mundial, algo que convertiría su Presidencia en un suplicio y en una cruzada del bien contra el mal o, mejor dicho, de la verdadera democracia contra el totalitarismo y la corrupción que se esconden en los palacios de gobierno, los parlamentos y los tribunales de casi todo el planeta.
Algunos observadores brillantes de la política americana, sin conocer todavía la esencia del drama interno del presidente, ya empiezan a decir que el mandato de Obama será sólo de cuatro años y que el primer presidente negro de Estados Unidos ni siquiera tiene intención de presentarse a la reelección.
En apariencia no hay motivos para la desilusión porque su primer objetivo, el de desbloquear la enorme masa de dinero retenida por el Senado, lo ha alcanzado en menos de un mes, pero algo le pasa al presidente y nadie sabe descifrarlo. Lo único que se sabe es que la información confidencial y exclusiva a la que ha tenido acceso como presidente de Estados Unidos le ha convertido en un pesimista profundo.
Desde la derecha, la izquierda, los moderados, los centristas y hasta los soñadores y críticos americanos, empiezan a cuestionarlo y le acusan ya de haber perdido su grandiosa popularidad demasiado deprisa y de haber desperdiciado la oportunidad única de afianzarse en la Casa Blanca como el presidente de todos los americanos, capaz de de eliminar las divisiones ideológicas y de unirlos a todos frente al terrible drama de la depresión de la economía.
Su idilio con la prensa también comienza a resentirse. Tanto el Wall Street Journal como el Financial Times y el Economist coinciden en que el plan de Obama contra la crisis es desilusionante y, por lo menos, de dudosa eficacia. El premio Nobel Paul Krugman ha dicho que la victoria de Obama puede convertirse en una auténtica derrota porque su plan anticrisis será más una simple "ayuda" que un verdadero "estímulo" de la economía y que resulta "inadecuado".
Muchos creen que el problema reside en el diagnóstico del drama económico porque Obama, tras haber analizado la crisis desde el poder presidencial, se está convirtiendo en un pesimista radical, algo inesperado si se tienen en cuenta sus mensajes como candidato. Es cierto que los nuevos análisis de Obama no concuerdan con los análisis de optimismo y esperanza de su campaña y que, una vez dentro de la Casa Blanca, Obama ha elevado el tono de la amenaza y ha comenzado a imaginar escenarios apocalípticos en los que explica que, si no se interviene pronto y contundentemente, no es que vayan a perderse tres o cuatro millones de puestos de trabajo, sino algo mucho peor: que la crisis puede tornarse incontrolable e irreversible, llevándose por delante nuestra prosperidad y hasta nuestra civilización.
Sin embargo, la clave del hundimiento de la moral del presidente no está tampoco en las diferencias sobre el alcance de la crisis, sino en otro punto poco conocido: Obama ha leído informes convincentes sobre la situación mundial, que culpan de la crisis a la corrupción generalizada y al deterioro del liderazgo y de la democracia en casi todos los países del mundo. Esos informes son los que le han inyectado una sobredosis de pesimismo y de desesperación.
Los informes "demoledores" señalan que el núcleo de la crisis actual está en la desconfianza de los ciudadanos en el sistema. La desconfianza no es genérica, ni superficial, sino profunda, afectando a sus instituciones, sus líderes y unas reglas del juego, que una y otra vez son violadas por una inmensa marea de corruptos y gente sin principios, muchos de ellos instalados en las altas esferas del poder.
El mismo Obama ha comprobado el espeluznante alcance de la corrupción al ver como su puesto de senador era subastado por el gobernador de Illinois y como algunos de sus elegidos para formar parte del gobierno han tenido que dimitir porque no pagaban impuestos, porque empleaban a gente sin papeles o porque hicieron negocios de dudosa ética.
Esas mismas tesis sobre la corrupción de las clases dirigentes, que son la verdadera causa del pesimismo de Obama, demuestran que el problema es tan grave que no puede resolverse con paños calientes, ni con medidas paliativas, sino que requiere un tratamiento mundial de choque sumamente doloroso. Los ciudadanos no van a recuperar la confianza hasta que vean a muchos de los delincuentes de alto rango en la cárcel, pero no sólo a los banqueros y brokers que han creado y difundido los productos tóxicos que han precipitado el problema, sino también a los muchos políticos que debieron prevenir y atajar el problema y no lo hicieron, incluyendo a miembros del reciente gobierno de Bush.
El drama de Obama es que está convencido de que debería adoptar medidas que no se atreve a adoptar. En realidad, el plan de Obama recién aprobado por el Senado es apenas una solución intermedia, de puro compromiso, destinada a captar el apoyo de los republicanos y demasiado alejada de las medidas drásticas que algunos le han aconsejado y en las que él cree. Obama sabe que su plan, a pesar de los miles de millones de dólares que emplea, no causará el efecto esperado. Y está desesperado.
Ese conflicto profundo del presidente es el que ha apagado la magia que exhibió en la campaña, el que explica las contradiciones y conmociones que se están dando en su equipo de gobierno y sus inesperados errores de principiante, el mayor de los cuales es haber dejado que su plan de salvamento sea controlado por los demócratas del Congreso, que lo han convertido en moneda de discusión ideológica, en lugar de haberlo defendido él mismo y presentado como un proyecto común de América.
Pero el problema íntimo del presidente es que no se atreve a hacer lo que debe hacer: una limpieza a fondo de la política americana y mundial, una limpieza a fondo de la inmundicia instalada en el poder mundial, algo que convertiría su Presidencia en un suplicio y en una cruzada del bien contra el mal o, mejor dicho, de la verdadera democracia contra el totalitarismo y la corrupción que se esconden en los palacios de gobierno, los parlamentos y los tribunales de casi todo el planeta.
Algunos observadores brillantes de la política americana, sin conocer todavía la esencia del drama interno del presidente, ya empiezan a decir que el mandato de Obama será sólo de cuatro años y que el primer presidente negro de Estados Unidos ni siquiera tiene intención de presentarse a la reelección.