Los políticos españoles se protegen unos a otros y se han empeñado, durante décadas, en situarse dentro de una burbuja privilegiada, donde las exigencias son mínimas, los controles casi inexistentes y las protecciones desmesuradas. Los aforamientos, las impunidades prácticas, los recursos a su alcance y otros privilegios los convierten casi en semidioses mimados por las leyes, situados a miles de kilómetros de distancia del ciudadano común y sin tener que cumplir el deber más importante en cualquier democracia: rendir cuentas ante los ciudadanos, a los que se les miente y se les hace creer que son los "soberanos" del sistema.
El hecho de que un tipo como Puigdemont, autor de un auténtico golpe de Estado y probable culpable de traición y rebelión, pueda presentarse a unas elecciones democráticas y ser investido como presidente de un gobierno regional es inconcebible y es una burda anomalía que se produce sólo porque los políticos españoles, que son los que hacen las leyes y diseñan el funcionamiento del sistema, rehuyen todo tipo de controles y exigencias, haciendo posible, en el colmo de las insensateces, que canallas, ladrones y delincuentes de todos los pelajes puedan alcanzar las más altas magistraturas de la nación.
Tan sólo por la falta de exigencias a los políticos y por la falta de verdaderos controles al poder, es lícito afirmar que España no es una democracia. Si además se tiene en cuenta que hay otras muchas carencias, como una ley que no es igual para todos, la inexistencia de separación de poderes, las facilidades para la corrupción, la incapacidad que tienen los ciudadanos para elegir realmente a sus representantes (son los partidos los que elaboran las listas electorales) y otras muchas, cabe afirmar, sin miedo a equivocarse, que el sistema vigente en España ni es una democracia ni algo medianamente decente, justo y ético.
En España se le exige menos a un candidato a la presidencia de la nación que a una secretaria de dirección. De hecho, un tipo que no sepa idiomas, que no tenga estudios superiores, sospechoso de delitos y con un comportamiento ciudadano nada recomendable puede ser presidente del gobierno, aunque no podría ser policía, funcionario o ser reclutado por empresas públicas o privadas.
La falta de exigencias a los políticos ha hecho posible que España sea un país plagado de mediocres con poder, de gente que ha triunfado en la política sin otra experiencia que la vida interna de los partidos, casi todos ellos sin otra meta que obtener privilegios, dinero y poder con muchas menos exigencias de las que tendrían que afrontar como profesionales en la sociedad y el mercado. España es una nación donde los corruptos gobiernan con una libertad sorprendente, tras haberse atrincherado en un Estado del que han expulsado al ciudadano y que ellos dominan en exclusiva. En la actualidad, hay ex presidentes españoles procesados por delitos graves y otros bajo sospechas muy solventes, mientras que otros, como el valenciano Camp, quizás se libren de la cárcel sólo porque sus delitos han prescrito.
Si España quiere ser respetada en el concierto de las naciones avanzadas o si simplemente quiere evitar un colapso institucional provocado por la corrupción y el desprecio de los ciudadanos a su clase política, tiene que regenerarse urgentemente y transformar la actual desvergüenza en una democracia equilibrada, con controles suficientes y donde el ciudadano y las leyes tengan el protagonismo que merecen en el sistema.
Francisco Rubiales
El hecho de que un tipo como Puigdemont, autor de un auténtico golpe de Estado y probable culpable de traición y rebelión, pueda presentarse a unas elecciones democráticas y ser investido como presidente de un gobierno regional es inconcebible y es una burda anomalía que se produce sólo porque los políticos españoles, que son los que hacen las leyes y diseñan el funcionamiento del sistema, rehuyen todo tipo de controles y exigencias, haciendo posible, en el colmo de las insensateces, que canallas, ladrones y delincuentes de todos los pelajes puedan alcanzar las más altas magistraturas de la nación.
Tan sólo por la falta de exigencias a los políticos y por la falta de verdaderos controles al poder, es lícito afirmar que España no es una democracia. Si además se tiene en cuenta que hay otras muchas carencias, como una ley que no es igual para todos, la inexistencia de separación de poderes, las facilidades para la corrupción, la incapacidad que tienen los ciudadanos para elegir realmente a sus representantes (son los partidos los que elaboran las listas electorales) y otras muchas, cabe afirmar, sin miedo a equivocarse, que el sistema vigente en España ni es una democracia ni algo medianamente decente, justo y ético.
En España se le exige menos a un candidato a la presidencia de la nación que a una secretaria de dirección. De hecho, un tipo que no sepa idiomas, que no tenga estudios superiores, sospechoso de delitos y con un comportamiento ciudadano nada recomendable puede ser presidente del gobierno, aunque no podría ser policía, funcionario o ser reclutado por empresas públicas o privadas.
La falta de exigencias a los políticos ha hecho posible que España sea un país plagado de mediocres con poder, de gente que ha triunfado en la política sin otra experiencia que la vida interna de los partidos, casi todos ellos sin otra meta que obtener privilegios, dinero y poder con muchas menos exigencias de las que tendrían que afrontar como profesionales en la sociedad y el mercado. España es una nación donde los corruptos gobiernan con una libertad sorprendente, tras haberse atrincherado en un Estado del que han expulsado al ciudadano y que ellos dominan en exclusiva. En la actualidad, hay ex presidentes españoles procesados por delitos graves y otros bajo sospechas muy solventes, mientras que otros, como el valenciano Camp, quizás se libren de la cárcel sólo porque sus delitos han prescrito.
Si España quiere ser respetada en el concierto de las naciones avanzadas o si simplemente quiere evitar un colapso institucional provocado por la corrupción y el desprecio de los ciudadanos a su clase política, tiene que regenerarse urgentemente y transformar la actual desvergüenza en una democracia equilibrada, con controles suficientes y donde el ciudadano y las leyes tengan el protagonismo que merecen en el sistema.
Francisco Rubiales