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¿Por qué se corrompen nuestras democracias?





¿Se ha preguntado alguna vez por qué nuestras democracias se corrompen, tienden a ser autoritarias y anteponen el Estado y el poder a cualquier otro valor o principio, incluso al propio ciudadano, a pesar de que el ciudadano es, por derecho propio, el soberano del sistema democrático? Gran parte de la culpa la tiene la contaminación marxista, pero el principal problema es la desaparición de las ideas y principios liberales.

La corrupción de la democracia y el auge de las fuerzas intervencionistas, estatalistas y en muchos casos autoritarias y totalitarias es muy anterior a la guerra fría. Las mismas corrientes que hicieron posible el triunfo de Lenin y los bolcheviques en Rusia ya había podrido las democracias occidentales, inoculandoles el germen del intervencionismo estatal.. La Primera Guerra Mundial fue ya un acontecimiento donde el Estado y los políticos prevalecían sobre un individuo que había quedado eclipsado y muchas veces anulado por los argumentos colectivos y por el resplandor de un Estado que se ofrecia como solución de todos los males del planeta.

El liberalismo, baluarte de la democracia y de las libertades individuales, quedó aplastado por los que defendían el poder del Estado y su derecho a intervenir en todos los ámbitos de la vida humana, para mejorarla.

El siglo XX se convirtió así en el siglo del Estado porque nunca antes a lo largo de la Historia, ni siquiera en los tiempos más oscuros, el Estado llegó a acumular mas poder sin controles ciudadanos y sin contrapesos. El siglo XX dio a luz estados tan brutales y asesinos como los que capitanearon Lenin y Stalin, Hitler y Mao Tse Tung, causantes de millones de asesinatos entre sus propios subditos. Pero se equivoca quien piense que el furor intervencionista y el virus totalitario actuaron sólo en esos estados monstruosos porque esos males han terminado contaminando a casi todos los estados de la Tierra, incluyendo a las democracias más avanzadas, donde los políticos, para incrementar su poder, se han adueñado del Estado, del que han expulsado al ciudadano, convirtiendo la democracia original en una dictadura de partidos, de políticos profesionales y de bestias camufladas en la burocracia.

Al caer el Muro de Berlín y desaparecer la Unión Soviética y su imperio, los millones de comunistas que vivían en el mundo sufrieron una tremenda conmoción. Algunos, probablemente los más honrados, se sintieron derrotados y, tras admitir los errores de su ideología y los terribles crímenes cometidos por sus correligionarios, se deslizaron hacia la democracia; otros, doloridos por el fracaso e indignados porque fueron derrotados por lo que consideraban un capitalismo feroz, injusto e inmisericorde, se retiraron a los cuarteles de invierno y se transformaron en excepticos tristes, retirados de la política e incapaces de creer en las ideologías y en el ser humano. Sin embargo, ninguno de esos grupos era significativo, ya que la inmensa mayoría no se sintió derrotada, mantuvo firme sus convicciones y decidió camuflarse e incrustrarse en aquella misma democracia que los había derrotado, sin creen en ella, con resentimiento, con espíritu de revancha y con la firme esperanza de construir su utopía totalitaria cuando existiera la más mínima oportunidad.

Desde entonces, muchos comunistas reciclados, hoy militantes o burócratas camuflados e incrustados en las democracias, en sus partidos, instituciones y gobiernos, constituyen uno de los mayores peligros para el sistema democrático, al que corroen y envilecen desde dentro.

Expertos en organización interna y entrenados para controlar los hilos del poder, los ex comunistas y marxistas resentidos y camuflados están ejerciendo hoy una influencia notable sobre los partidos políticos de Occidente, empujándolos hacia posiciones autoritarias y convenciendo a sus cuadros y militantes de que la democracia es un lastre, la sociedad civil una entelequia inutil y que la única forma de cambiar el mundo y mejorarlo es actuando desde las alturas del poder, cambiando la realidad desde el poder ejecutivo y, como ellos quisieron hacer cuando fracasaron en el mundo soviético, utilizando para ello el poderoso aparato del Estado.

De las dos grandes herejias del siglo XX, la comunista es, sin duda, la peor. Aunque su mundo quedó desacreditado hasta el vómito al conocerse sus crímenes y quedar en evidencia su fracaso histórico, tras ser expulsados del poder por los propios pueblos que sojuzgaban, sus dogmas autoritarios siguen vivos y la mayoría de sus antiguos dirigentes y cuadros intermedios no admiten la derrota y siguen activos, emponzoñando el planeta político. Son tercos como mulas y siguen soñando con la toma del poder para destruir a sus enemigos y transformar la sociedad, único gran objetivo de la peligrosa ideología que les inyectó Lenin.

La otra gran herejía del siglo, la "nazi", sí fue derrotada y vencida, hasta el punto que sólo quedan residuos insignificantes, más estéticos que políticos, cuyo culto a los símbolos hitlerianos convierten a los actuales nazis en piezas de museo vivientes.

Los comunistas resentidos, expertos en el dominio de la clandestinidad y en la lucha solitaria y tenaz, siguen actuando impasibles, sin sufrir desánimo porque su imperio haya desaparecido y sus postulados estén ideológica, moral e intelectualmente desacreditados y considerados como basura. Viven entre nosotros corrompiendo el sistema. Son, junto con el nacionalismo, la peor plaga del mundo actual y la mayor amenaza para la parte más saludable de la humanidad, la que aspira a revitalizar las democracias, a reforzar el Estado de Derecho y a reconstruir el deteriorado sistema de valores.

Son los mayores expertos en negar la evidencia. Llevan más de 50 años negando los horrores del Gulag, a pesar de que aquellos campos de exterminio fueron la gran creación de su experiencia política y de que sus horrores siguen avergonzando al género humano. Ignoran, a pesar de la evidencia, que el Estado que ellos crearon fue el más eficaz e insaciable asesino de la historia, las fosas que ellos cavaron y los cadaveres ambulantes que ellos mismos esculpieron en los campos de exterminio. Condenan sin descanso los 3.000 muertos de Pinochet, pero guardan un vergonzoso silencio ante los 40 millones de Stalin. Creen que la mentira, como decía Lenín, puede ser "revolucionaria" y, convencidos de que verdad y mentira son la misma cosa, mienten sin cesar hasta que ven sus mentiras convertidas en verdades.

No sólo han llenado el siglo XX de cadáveres, sino que también han asesinado la ética y han pulverizado la escala de valores cuidadosamente elaborada por cientos de generaciones. No creen en la libertad, ni en la propiedad, ni en la tolerancia, ni en el diálogo, ni en la información libre, ni en la crítica, ni en la paz, ni en la verdad, ni en la religión, ni en la fraternidad. Conciben el mundo como una pirámide en cuya cúspide están ellos, sostenidos por el pueblo sojuzgado porque ellos son los interpretes de la historia, la élite elegida para gobernar. En consecuencia, pretenden dominar a los medios de información y a las instituciones, desacreditar la religión y estrangular las libertades individuales. Odian la sociedad civil y le tienen pánico a la luz y a los taquígrafos. Saben que el mayor peligro para el Estado totalitario, en el que sueñan, es el debate, la conversación y la vida en común, lo que les lleva a intentar convertir a los ciudadanos en seres solitarios y acobardados que se encierren en sus viviendas para sentirse seguros y ver la televisión. Han comprobado cuando ejercían el poder que el miedo es su principal aliado y lo utilizan para convertir a los ciudadanos en rebaños atemorizados.

Esa gente existe en pleno siglo XXI, un siglo que los ciudadanos quieren recuperar como propio, erradicando el nefasto dominio del Estado sobre el hombre, sus libertades y derechos. El comunista travestido de demócrata, junto con otros especímenes de la fauna totalitaria, milita hoy en partidos aparentemente democráticos o presta servicios en las administraciones públicas, donde se sienten como pez en el agua porque no entienden otro mundo que no sea el del poder. En algunas regiones, como la Andfalucía del sur de España, hasta han conseguido gobernar. Temen más ser apartados del poder que ir a la cárcel y cada día pesan más en los aparatos de los partidos democráticos. Están logrando corroer la socialdemocracia y son los principales culpables de que la vida interna de los partidos sea hoy autoritaria, vertical e implacable con la libertad de opinión y de conciencia. Han impuesto sus criterios autoritarios y han erradicado la democracia de la vida interna de los partidos, imponiendo lo que llaman "disciplina", que no es otra cosa que el clientelismo y la sumisión esclava de los militantes al líder y a las élites.

Como no creen en la democracia, sistema al que en el fondo odian pero al que tienen que adaptarse para sobrevivir, la pervienten dinamitando sus principios básicos. Son los comunistas recalcitrantes, camuflados de demócratas, los que afirman que el Estado es más importante que el individuo y quienes resaltan las tensiones y conflictos para dar prioridad a la seguridad y limitar los derechos individuales. Siempre están reclamando más "respeto" y "dignidad" para el Estado y pugnan por convertir a los funcionarios, como hicieron cuando tenían el poder, en una casta elitista y privilegiada. Aunque hablen de democracia, la odian y ni siquieta soportan su primer y más importante principio, el que establece que la soberanía es del ciudadano y que sólo el ciudadano otorga o quita legitimidad al sistema.

Poco a poco, están convirtiendo a los partidos políticos de la democracia en maquinarias orientadas más al poder y el dominio que al servicio, y son los que empujan a las élites para que controlen, compren y corrompan, justificando esos métodos porque llevan directamentre hasta el poder. Sintomáticamente, su estilo y principios políticos coinciden con los de los otros grandes autoritarios de nuestro siglo, aquellos neoconservadores que justifican el dominio del imperio y que, como ellos, creen que el mundo se divide en dos bloques: el de las élites capaces de pensar y gobernar y el rebaño torpe de ciudadanos, al que hay que domesticar.

Francisco Rubiales
Lunes, 21 de Mayo 2012
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