En muchos países de América Latina llaman "pendejos" a los que no son capaces de defender sus derechos. El que permite que su esposa le ponga los cuernos, es un pendejo, pero lo es también el que soporta a un tirano sin rebelarse o el que no lucha contra un gobernante que le aplasta. Permitir que los políticos nos lleven al desastre y, además, se enriquezcan con el dinero de nuestros impuestos, es cosa de enormes pendejos, como lo es también votar a los que llevan el país hacia la ruina. La traducción más correcta del término "pendejo" al español castizo sería "gilipollas".
Miles de nicaragüenses acaban de manifestarse en Managua contra el sandinista Daniel Ortega, bajo pancartas que dicen "¡No seamos pendejos! ¡No más dictadura!".
En tiempo de mal gobierno y de corrupción desatada, como los que hoy vive España, votar al PP o al PSOE es cosa de pendejos porque significa "indultar" en las urnas a los miles de corruptos que militan en sus filas, algunos de los cuales con causas abiertas ante los tribunales de justicia.
Para un demócrata, votar por uno de los dos grandes partidos políticos españoles, culpables ambos de la ruina de la democracia, no es sólo una "pendejada" sino también un acto cómplice y una traición a la decencia porque apuntala un sistema tan podrido y dañado que necesita más una refundación que cualquier corrección o reforma, aunque fuera "drastica" y "contundente".
Los tiempos en que convenía votar a la oposición para castigar al gobierno han pasado a la historia porque votar de ese modo significa apoyar la portitocracia y premiar con el poder a quienes no lo merecen. La verdadera división de nuesto planeta político no es ya entre derechas e izquierdas, sino entre demócratas y totalitarios, o entre corruptos y limpios. El drama de España es que el lado de la balanza donde deberían estar los verdaderos demócratas y los partidos limpios está dramáticamente desierto.
En las actuales circunstancias, al no ser posible una refundación del sistema que partiera de la reclusión en las cárceles de los culpables de corrupción de abuso de poder y del hundimiento de la patria, sólo hay tres opciones decentes para un votante demócrata: dar una bofetada a los partidos corruptos con un voto en blanco de protesta, votar nulo depositando en la urna una papeleta con un mensaje de reproche escrito, dirigido a la "casta" culpable de la postración de España, o votar a un pequelo partido emergente, que todavía no esté contaminado, si es que alguien tiene la suerte de encontrarlo.
El fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, ha reconocido que en la actualidad hay un total de 730 casos de corrupción en España, entre procedimientos judiciales y diligencias de investigación, abiertos contra partidos políticos, de los que 264 son procedimientos penales abiertos contra cargos públicos o políticos del PSOE y 200 contra miembros del PP.
También hay 43 causas abiertas contra miembros de Coalición Canaria, 30 contra miembros de Convergencia i Unió, 24 del Partido Andalucista, 20 de Izquierda Unida, 17 del Grupo Independentista Liberal (GIL), 7 de Unión Mallorquina, 5 de Esquerra Republicana de Catalunya, 3 del Bloque Nacionalista Galego, otros 3 de PNV, uno de ANV y otro de Eusko Alkartasuna, además de otras 67 investigaciones seguidas contra miembros de otros partidos de implantación local.
Pero esas cifras no reflejan, ni mucho menos, la realidad de la corrupción en España, que es mucho mayor, con cifras que podrían alcanzar niveles de escalofrío.
Si se tiene en cuenta que, según las estadísticas internacionales y la opinión de los especialistas, los casos de corrupción política que afloran a la luz pública son menos del 20 por ciento de los que existen y que los que llegan a la Justicia ni siquiera son el 10 por ciento de los reales, entonces tendríamos en España unas cifras reales de corrupción política muy diferentes a las "anunciadas" por el fiscal general del Estado.
Si se aplican esos porcentajes a los 80.000 políticos profesionales que hay en España, los casos de corrupción reales sobrepasarían la cifra de 7.300 y dado que muchos de los casos implican a muchos políticos a la vez, puede afirmarse sin riesgo que la corrupción, en su estado más grave, el que merece la acción de la Justicia, afectaría a más de un tercio de la "casta", un dato espeluznante que revela un estado de podredumbre tan avanzada que no cabría ya ni cura ni retorno.
Miles de nicaragüenses acaban de manifestarse en Managua contra el sandinista Daniel Ortega, bajo pancartas que dicen "¡No seamos pendejos! ¡No más dictadura!".
En tiempo de mal gobierno y de corrupción desatada, como los que hoy vive España, votar al PP o al PSOE es cosa de pendejos porque significa "indultar" en las urnas a los miles de corruptos que militan en sus filas, algunos de los cuales con causas abiertas ante los tribunales de justicia.
Para un demócrata, votar por uno de los dos grandes partidos políticos españoles, culpables ambos de la ruina de la democracia, no es sólo una "pendejada" sino también un acto cómplice y una traición a la decencia porque apuntala un sistema tan podrido y dañado que necesita más una refundación que cualquier corrección o reforma, aunque fuera "drastica" y "contundente".
Los tiempos en que convenía votar a la oposición para castigar al gobierno han pasado a la historia porque votar de ese modo significa apoyar la portitocracia y premiar con el poder a quienes no lo merecen. La verdadera división de nuesto planeta político no es ya entre derechas e izquierdas, sino entre demócratas y totalitarios, o entre corruptos y limpios. El drama de España es que el lado de la balanza donde deberían estar los verdaderos demócratas y los partidos limpios está dramáticamente desierto.
En las actuales circunstancias, al no ser posible una refundación del sistema que partiera de la reclusión en las cárceles de los culpables de corrupción de abuso de poder y del hundimiento de la patria, sólo hay tres opciones decentes para un votante demócrata: dar una bofetada a los partidos corruptos con un voto en blanco de protesta, votar nulo depositando en la urna una papeleta con un mensaje de reproche escrito, dirigido a la "casta" culpable de la postración de España, o votar a un pequelo partido emergente, que todavía no esté contaminado, si es que alguien tiene la suerte de encontrarlo.
El fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido, ha reconocido que en la actualidad hay un total de 730 casos de corrupción en España, entre procedimientos judiciales y diligencias de investigación, abiertos contra partidos políticos, de los que 264 son procedimientos penales abiertos contra cargos públicos o políticos del PSOE y 200 contra miembros del PP.
También hay 43 causas abiertas contra miembros de Coalición Canaria, 30 contra miembros de Convergencia i Unió, 24 del Partido Andalucista, 20 de Izquierda Unida, 17 del Grupo Independentista Liberal (GIL), 7 de Unión Mallorquina, 5 de Esquerra Republicana de Catalunya, 3 del Bloque Nacionalista Galego, otros 3 de PNV, uno de ANV y otro de Eusko Alkartasuna, además de otras 67 investigaciones seguidas contra miembros de otros partidos de implantación local.
Pero esas cifras no reflejan, ni mucho menos, la realidad de la corrupción en España, que es mucho mayor, con cifras que podrían alcanzar niveles de escalofrío.
Si se tiene en cuenta que, según las estadísticas internacionales y la opinión de los especialistas, los casos de corrupción política que afloran a la luz pública son menos del 20 por ciento de los que existen y que los que llegan a la Justicia ni siquiera son el 10 por ciento de los reales, entonces tendríamos en España unas cifras reales de corrupción política muy diferentes a las "anunciadas" por el fiscal general del Estado.
Si se aplican esos porcentajes a los 80.000 políticos profesionales que hay en España, los casos de corrupción reales sobrepasarían la cifra de 7.300 y dado que muchos de los casos implican a muchos políticos a la vez, puede afirmarse sin riesgo que la corrupción, en su estado más grave, el que merece la acción de la Justicia, afectaría a más de un tercio de la "casta", un dato espeluznante que revela un estado de podredumbre tan avanzada que no cabría ya ni cura ni retorno.
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