Una de las miles de imágenes contra Sánchez que genera y difunde la resistencia democrática española al dictador
Pedro Sánchez es cada día más dictador. Se mueve con más montaje de seguridad que se movía Fidel Castro y que se mueve el presidente de Estados Unidos. Su reciente visita al Auditorio Nacional de Madrid la hizo con más de 50 coches oficiales. Más aparato incluso que Putin.
Es cierto que en la España sometida a la tiranía roja de Pedro Sánchez subsisten todavía libertades como la de expresión, pero el resto de los atributos de la democracia están siendo suprimidos. No hay separación de poderes, las grandes instituciones del Estado están sometidas al Ejecutivo, el debate casi ha desaparecido en un Congreso y un Senado lleno de borregos sometidos a sus partidos, el dictador Sánchez controla ya casi todos los resortes del poder y hace y deshace a capricho, sin tener en cuenta las leyes y la Constitución.
Para entender la dictadura sanchista hay que analizar las diferencias entre dictadura y despotismo, entre dictadura y una democracia degenerada hasta el extremo, como la española. Si me viera obligado a elegir entre una dictadura despótica y una democracia degenerada y transformada en una partitocracia envilecida, quizás el despotismo me perecería preferible.
Existen razones y argumentos suficientes para demostrar que una opción y otra son igualmente despreciables, pero la gran diferencia es que el despotismo hace al hombre esclavo, mientras que la democracia degenerada, además de esclavizarlo, lo envilece.
El despotismo elimina todas las formas de libertad y exige sometimiento, mientras que la falsa democracia (partitocracia) necesita mantener esas formas de libertad para demostrar que es "democracia", pero se apodera de ellas y las profana.
Como la libertad de opinión le parece peligrosa, pero considera su apariencia necesaria, la partitocracia fustiga al pueblo con una mano para sofocar la opinión real, mientras que con la otra mano lo golpea para forzarle a representar un simulacro de opinión supuesta.
El dictador déspota prohíbe la discusión y exige sólo obediencia, mientras que el falso demócrata manipula el debate para que tenga apariencia de opinión libre, cuando en realidad prescribe y controla con mano de hierro las ideas y criterios.
La peor de las tiranías es la que se considera legítima y aspira a obtener el consentimiento de sus "súbditos". Para alcanzar esa aprobación forzada, la democracia degradada acusa a los ciudadanos pacíficos de indiferentes, trata a los críticos como fachas autoritarios, totalitarios, desfasados y políticamente incorrectos, mientras persigue a los rebeldes como si fueran peligrosos "antisistema". Los déspotas pueden llegar al extremo de ejecutar a sus adversarios, pero las partitocracias degeneradas estimulan un servilismo sin límites y no necesitan asesinar a sus enemigos porque saben cómo fabricar cadáveres ambulantes.
En lo único que ambas son iguales es en el magistral manejo del miedo, pero mientras que en las dictaduras el miedo permite el derecho a la revancha y el deseo de recuperar la dignidad, en las democracias degradadas se manipula, se disfraza de coraje y se utiliza para hacer olvidar las propias vergüenzas y para congraciarse con las propias miserias.
La dictadura déspota es moralista y defiende realmente algunos valores que le convienen, como el orden, la no violencia, el respeto a la vida y a las propiedades ajenas y la convivencia honrada y pacífica, mientras que la democracia degenerada se siente más a gusto en una sociedad sin respeto y confundida en su escala de valores, en la que algunos valores secundarios, de carácter político, cobran un protagonismo inapropiado, mientras que los grandes valores son relegados y donde los ciudadanos, permanentemente asustados, justifican en cada instante la existencia de una autoridad que consideran necesaria para mantener el orden y hasta para reprimir.
De hecho, las dictaduras suelen producir sociedades con pocos delincuentes, en las que los ciudadanos duermen con las puertas de sus hogares abiertas, mientras que las democracias degradadas construyen cárceles sin cesar para encerrar en ellas a sólo una parte de las mareas de delincuentes que genera porque es imposible encontrar sitio para encerrarlos a todos.
El despotismo sofoca la libertad de prensa, mientras que la partitocracia degenerada convierte a la prensa en una parodia. Cuando la libertad de prensa se proscribe, la opinión pública duerme, pero nada ni nadie la corrompe; cuando, por el contrario, los periodistas comprados, los comunicadores aliados y los panfletarios a sueldo se apoderan de esa opinión pública, se abre la puerta al oprobio y a la prostitución de las ideas. Entonces, engañan, generan falsos debates, discuten como si pretendieran convencer, aparentan cólera y discrepan como si existiera una pugna real entre opciones y criterios. Pero todo es un escenario falso para hacernos creer que las víctimas pueden resistir y defenderse, cuando, en realidad, el poder aplica las leyes a su gusto, perdona a los suyos y condena y aplasta de antemano al adversario, fabricando cadáveres.
El despotismo reina por el silencio, pero deja al hombre el derecho a callar, mientras que la degeneración de la democracia le condena a hablar y le persigue hasta en el santuario íntimo de su pensamiento, obligándole a mentir y a engañarse a sí mismo.
Pero el argumento que demuestra toda la capacidad destructiva de la falsa democracia prostituida, tipo sanchista, es que cuando el pueblo es esclavo sin estar envilecido, conserva la posibilidad de remediar su desgracia y de recuperar su dignidad en la primera oportunidad que se le presente, mientras que la democracia degradada envilece al pueblo, al mismo tiempo que lo oprime, le acostumbra a despreciar todo lo que antes respetaba y a emular lo que condenaba, cerrando todas las puertas a la regeneración y a la esperanza.
Los pueblos alemán e italiano supieron construir una democracia sobre las cenizas del nazismo y del fascismo, pero ¿cómo podrían los españoles envilecidos por Sánchez construir un régimen justo para sustituir al que les gobierna hoy si ni siquiera son conscientes de la degeneración que padecen?
Bajo Franco, los españoles sabían que estaban oprimidos y, tras la muerte del dictador, el pueblo español que sobrevivió al franquismo supo reaccionar y construir lo que entonces creyó que iba a ser una democracia ciudadana, pero ¿podrá reaccionar del mismo modo la sociedad española actual? ¿Puede regenerarse el que ni siquiera es consciente de que está degenerado?
Es cierto que en la España sometida a la tiranía roja de Pedro Sánchez subsisten todavía libertades como la de expresión, pero el resto de los atributos de la democracia están siendo suprimidos. No hay separación de poderes, las grandes instituciones del Estado están sometidas al Ejecutivo, el debate casi ha desaparecido en un Congreso y un Senado lleno de borregos sometidos a sus partidos, el dictador Sánchez controla ya casi todos los resortes del poder y hace y deshace a capricho, sin tener en cuenta las leyes y la Constitución.
Para entender la dictadura sanchista hay que analizar las diferencias entre dictadura y despotismo, entre dictadura y una democracia degenerada hasta el extremo, como la española. Si me viera obligado a elegir entre una dictadura despótica y una democracia degenerada y transformada en una partitocracia envilecida, quizás el despotismo me perecería preferible.
Existen razones y argumentos suficientes para demostrar que una opción y otra son igualmente despreciables, pero la gran diferencia es que el despotismo hace al hombre esclavo, mientras que la democracia degenerada, además de esclavizarlo, lo envilece.
El despotismo elimina todas las formas de libertad y exige sometimiento, mientras que la falsa democracia (partitocracia) necesita mantener esas formas de libertad para demostrar que es "democracia", pero se apodera de ellas y las profana.
Como la libertad de opinión le parece peligrosa, pero considera su apariencia necesaria, la partitocracia fustiga al pueblo con una mano para sofocar la opinión real, mientras que con la otra mano lo golpea para forzarle a representar un simulacro de opinión supuesta.
El dictador déspota prohíbe la discusión y exige sólo obediencia, mientras que el falso demócrata manipula el debate para que tenga apariencia de opinión libre, cuando en realidad prescribe y controla con mano de hierro las ideas y criterios.
La peor de las tiranías es la que se considera legítima y aspira a obtener el consentimiento de sus "súbditos". Para alcanzar esa aprobación forzada, la democracia degradada acusa a los ciudadanos pacíficos de indiferentes, trata a los críticos como fachas autoritarios, totalitarios, desfasados y políticamente incorrectos, mientras persigue a los rebeldes como si fueran peligrosos "antisistema". Los déspotas pueden llegar al extremo de ejecutar a sus adversarios, pero las partitocracias degeneradas estimulan un servilismo sin límites y no necesitan asesinar a sus enemigos porque saben cómo fabricar cadáveres ambulantes.
En lo único que ambas son iguales es en el magistral manejo del miedo, pero mientras que en las dictaduras el miedo permite el derecho a la revancha y el deseo de recuperar la dignidad, en las democracias degradadas se manipula, se disfraza de coraje y se utiliza para hacer olvidar las propias vergüenzas y para congraciarse con las propias miserias.
La dictadura déspota es moralista y defiende realmente algunos valores que le convienen, como el orden, la no violencia, el respeto a la vida y a las propiedades ajenas y la convivencia honrada y pacífica, mientras que la democracia degenerada se siente más a gusto en una sociedad sin respeto y confundida en su escala de valores, en la que algunos valores secundarios, de carácter político, cobran un protagonismo inapropiado, mientras que los grandes valores son relegados y donde los ciudadanos, permanentemente asustados, justifican en cada instante la existencia de una autoridad que consideran necesaria para mantener el orden y hasta para reprimir.
De hecho, las dictaduras suelen producir sociedades con pocos delincuentes, en las que los ciudadanos duermen con las puertas de sus hogares abiertas, mientras que las democracias degradadas construyen cárceles sin cesar para encerrar en ellas a sólo una parte de las mareas de delincuentes que genera porque es imposible encontrar sitio para encerrarlos a todos.
El despotismo sofoca la libertad de prensa, mientras que la partitocracia degenerada convierte a la prensa en una parodia. Cuando la libertad de prensa se proscribe, la opinión pública duerme, pero nada ni nadie la corrompe; cuando, por el contrario, los periodistas comprados, los comunicadores aliados y los panfletarios a sueldo se apoderan de esa opinión pública, se abre la puerta al oprobio y a la prostitución de las ideas. Entonces, engañan, generan falsos debates, discuten como si pretendieran convencer, aparentan cólera y discrepan como si existiera una pugna real entre opciones y criterios. Pero todo es un escenario falso para hacernos creer que las víctimas pueden resistir y defenderse, cuando, en realidad, el poder aplica las leyes a su gusto, perdona a los suyos y condena y aplasta de antemano al adversario, fabricando cadáveres.
El despotismo reina por el silencio, pero deja al hombre el derecho a callar, mientras que la degeneración de la democracia le condena a hablar y le persigue hasta en el santuario íntimo de su pensamiento, obligándole a mentir y a engañarse a sí mismo.
Pero el argumento que demuestra toda la capacidad destructiva de la falsa democracia prostituida, tipo sanchista, es que cuando el pueblo es esclavo sin estar envilecido, conserva la posibilidad de remediar su desgracia y de recuperar su dignidad en la primera oportunidad que se le presente, mientras que la democracia degradada envilece al pueblo, al mismo tiempo que lo oprime, le acostumbra a despreciar todo lo que antes respetaba y a emular lo que condenaba, cerrando todas las puertas a la regeneración y a la esperanza.
Los pueblos alemán e italiano supieron construir una democracia sobre las cenizas del nazismo y del fascismo, pero ¿cómo podrían los españoles envilecidos por Sánchez construir un régimen justo para sustituir al que les gobierna hoy si ni siquiera son conscientes de la degeneración que padecen?
Bajo Franco, los españoles sabían que estaban oprimidos y, tras la muerte del dictador, el pueblo español que sobrevivió al franquismo supo reaccionar y construir lo que entonces creyó que iba a ser una democracia ciudadana, pero ¿podrá reaccionar del mismo modo la sociedad española actual? ¿Puede regenerarse el que ni siquiera es consciente de que está degenerado?