Entre los presuntos criminales del hombre que regentaba un bar en Puente Mayorga, -población del municipio de San Roque, en el Campo de Gibraltar-, parece haber tres menores, de 15, 16 y 17 años. El de dieciséis iba a terminar de cumplir la condena de otro delito. Si lo hacía satisfactoriamente, no tendría que volver al centro tutelar de menores. Entre las huellas que ha delatado a uno de los autores está el número de la zapatilla y suela de uno de ellos estampado en la víctima –un 35-; evidentemente un niño. Después de acuchillar a la víctima repetidamente, pasaron con la moto por encima de ella. Por lo visto, ya lo habían amenazado varias veces. El objetivo del crimen no parece haber sido otro que el robo de la caja del día: 400 euros.
La reflexión humana se queda perpleja al comprobar que unos chavales hayan sido capaces de asumir el rol del criminal y llevarlo a la práctica. Matar no es una banalidad, no es juego de niños, no es una experiencia de adolescente; matar es cometer el latrocinio más inútil de este mundo, quitar la vida; matar es privar a una persona del don más grande que se le ha concedido a un humano. Por más que se quiera encontrar una razón, la única que podemos alcanzar es que matar es un error, el mayor que se puede cometer, sin posibilidad de corregirlo; o la decisión de un enfermo mental que no alcanza a saber lo que ha hecho.
Eso valdría para cualquier adulto, pero, para un niño o un preadolescente, el crimen se convierte en un desatino imposible de medir sus efectos y secuelas en el futuro. Y, sin embargo, la sociedad que estamos realizando propicia toda esta clase de errores y desatinos. Intento ponerme en el lugar del niño y me es difícil imaginármelo solo, en su celda de castigo, enfrentado a su propia conciencia, acobardado interiormente, intentando superar el vacío en el que su alma de preadolescente adolescente acaba de caer. Y la sociedad no se dará por aludida; lo único que hará, cada vez que se presente la ocasión, será pasarlo por el detector de metales y acudir a sus antecedentes penales.
Una persona del poblado de Puente Mayorga lo decía el pasado sábado: “Estaban empastillados y, en ese descontrol, se vuelven locos y se creen los dueños del mundo. Son pastillas criminales. Tenían que perseguir esas orgías de grajeas diabólicas. Están haciendo mucho daño a generaciones enteras de niños, adolescentes y jóvenes. No hay más que ver los telediarios. Cada día nos someten a oír un elenco interminable de criminales de todas las edades. Pero nadie parece alarmarse, están ahí las elecciones y no conviene inquietar demasiado.”
El problema actual es un problema de educación; el más importante que tenemos planteado los españoles. Los partidos políticos están demasiado absorbidos por las elecciones, para tener la humildad de llegar a un pacto de consenso y tomarse en serio la educación. Para los nacionalistas, lo único importante es lavar el cerebro de los niños y adolescentes con el odio y la fobia para llegar a la independencia. Y, sin lugar a dudas, el problema prioritario del que depende nuestro futuro es la educación. Se consiguió desarmar al profesorado y dejarlo sin medios para ejercer la docencia y poder educar. Ahora hemos alcanzado el número uno de Europa en la desmotivación del alumnado para el trabajo y el estudio, mientras la violencia y las pastillas criminales se adueñan de una buena parte de nuestros jóvenes.
JUAN LEIVA
Artículo original
La reflexión humana se queda perpleja al comprobar que unos chavales hayan sido capaces de asumir el rol del criminal y llevarlo a la práctica. Matar no es una banalidad, no es juego de niños, no es una experiencia de adolescente; matar es cometer el latrocinio más inútil de este mundo, quitar la vida; matar es privar a una persona del don más grande que se le ha concedido a un humano. Por más que se quiera encontrar una razón, la única que podemos alcanzar es que matar es un error, el mayor que se puede cometer, sin posibilidad de corregirlo; o la decisión de un enfermo mental que no alcanza a saber lo que ha hecho.
Eso valdría para cualquier adulto, pero, para un niño o un preadolescente, el crimen se convierte en un desatino imposible de medir sus efectos y secuelas en el futuro. Y, sin embargo, la sociedad que estamos realizando propicia toda esta clase de errores y desatinos. Intento ponerme en el lugar del niño y me es difícil imaginármelo solo, en su celda de castigo, enfrentado a su propia conciencia, acobardado interiormente, intentando superar el vacío en el que su alma de preadolescente adolescente acaba de caer. Y la sociedad no se dará por aludida; lo único que hará, cada vez que se presente la ocasión, será pasarlo por el detector de metales y acudir a sus antecedentes penales.
Una persona del poblado de Puente Mayorga lo decía el pasado sábado: “Estaban empastillados y, en ese descontrol, se vuelven locos y se creen los dueños del mundo. Son pastillas criminales. Tenían que perseguir esas orgías de grajeas diabólicas. Están haciendo mucho daño a generaciones enteras de niños, adolescentes y jóvenes. No hay más que ver los telediarios. Cada día nos someten a oír un elenco interminable de criminales de todas las edades. Pero nadie parece alarmarse, están ahí las elecciones y no conviene inquietar demasiado.”
El problema actual es un problema de educación; el más importante que tenemos planteado los españoles. Los partidos políticos están demasiado absorbidos por las elecciones, para tener la humildad de llegar a un pacto de consenso y tomarse en serio la educación. Para los nacionalistas, lo único importante es lavar el cerebro de los niños y adolescentes con el odio y la fobia para llegar a la independencia. Y, sin lugar a dudas, el problema prioritario del que depende nuestro futuro es la educación. Se consiguió desarmar al profesorado y dejarlo sin medios para ejercer la docencia y poder educar. Ahora hemos alcanzado el número uno de Europa en la desmotivación del alumnado para el trabajo y el estudio, mientras la violencia y las pastillas criminales se adueñan de una buena parte de nuestros jóvenes.
JUAN LEIVA
Artículo original