Los griegos clásicos sabían que el mayor peligro para la democracia era la oligocracia y, para impedirla, sorteaban los cargos públicos entre los ciudadanos, pagaban generosamente a los cargos designados, prohibieron los partidos políticos y acortaban la vigencia de esos cargos para que los que los ejercían no se corrompieran o se afincaran en ellos. El mismo Aristóteles aconsejaba que esos cargos no tuvieron más de una semana de duración.
Después, al nacer la democracia moderna, consciente también de los peligros que amenazaban a la democracia, sobre todo el insaciable poder de los partidos políticos, creó cautelas como la separación de los poderes del Estado, la libertad de expresión, la prensa libre y el apoyo a ese espacio de libertad, que debe funcionar al margen del gobierno, que es la sociedad civil.
Pues bien, todos esos controles y cautelas han fallado y han sido dinamitados en nuestras democracia actuales, que se han convertido en oligocracias de partidos, ante la cobarde pasividad de los ciudadanos.
Esa oligocracia en acción, lógicamente, produce efectos perversos como la corrupción del Ayuntamiento de Marbella, muchos de cuyos miembros están hoy en la cárcel, donde las élites políticas han cruzado reiteradamente la línea roja de la decencia, se han engolfado y han robado más allá de lo que es costumbre y permite la indecencia política y social vigentes, y la aprobación del Estatuto de Cataluña, genuina consecuencia de la oligocracia partidista española, producto de la voluntad exclusiva de los partidos y de sus políticos profesionales, perpetrado en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de los españoles.
Ayer, Marbella y el Estatuto, dibujaron un día triste y de luto para la democracia española, por mucho que las alianzas entre medios de comunicación y políticos quieran disfrazar los hechos, presentándo lo de Marbella como una reacción terapeútica de la democracia contra la corrupción, y lo del Estatuto Catalán como una evolución de España hacia cuotas mayores de poder.
Lo que el contubernio prensa-poder no contó es que el desastre de Marbella comenzó cuando los partidos tradicionales tenían el poder, hace una veintena de años, y fueron tan corruptos e ineficaces que propiciaron la llegada del dictadorzuelo Jesús Gil, que, utilizando los recursos de la misma democracia, los barrió en las urnas, y siguió siendo tan corrupto como aquel PSOE, que tenía antes el poder en Marbella, pero mucho más ambicioso y eficaz. Los ciudadanos de Marbella siguieron votando a Gil y a sus sucesores, una y otra vez, ensuciando una democracia marbellí, que apestaba cada día más, porque todavía recordaban que los otros partidos lo hacían todavía peor cuando mandaban.
Lo del Estatuto es un atentado contra la democracia española, perpetrado en Cataluña no porque el pueblo lo demandara sino porque unos cuantos políticos profesionales pactaron y decidieron imponer su voluntad para parir un Estatuto dudosamente constitucional y tristemente arbitrario, totalitario y retrógrado, a una sociedad catalana que se dejó influencias cobardemente por el liderazgo político y a una sociedad española sin capacidad de reacción, que se dejó arrebatar la soberanía y la armonía constitucional por unos partidos que hace mucho tiempo que, como temían los griegos de Pericles, degradaron la democracia y la convirtieron en oligocracia.
Después, al nacer la democracia moderna, consciente también de los peligros que amenazaban a la democracia, sobre todo el insaciable poder de los partidos políticos, creó cautelas como la separación de los poderes del Estado, la libertad de expresión, la prensa libre y el apoyo a ese espacio de libertad, que debe funcionar al margen del gobierno, que es la sociedad civil.
Pues bien, todos esos controles y cautelas han fallado y han sido dinamitados en nuestras democracia actuales, que se han convertido en oligocracias de partidos, ante la cobarde pasividad de los ciudadanos.
Esa oligocracia en acción, lógicamente, produce efectos perversos como la corrupción del Ayuntamiento de Marbella, muchos de cuyos miembros están hoy en la cárcel, donde las élites políticas han cruzado reiteradamente la línea roja de la decencia, se han engolfado y han robado más allá de lo que es costumbre y permite la indecencia política y social vigentes, y la aprobación del Estatuto de Cataluña, genuina consecuencia de la oligocracia partidista española, producto de la voluntad exclusiva de los partidos y de sus políticos profesionales, perpetrado en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de los españoles.
Ayer, Marbella y el Estatuto, dibujaron un día triste y de luto para la democracia española, por mucho que las alianzas entre medios de comunicación y políticos quieran disfrazar los hechos, presentándo lo de Marbella como una reacción terapeútica de la democracia contra la corrupción, y lo del Estatuto Catalán como una evolución de España hacia cuotas mayores de poder.
Lo que el contubernio prensa-poder no contó es que el desastre de Marbella comenzó cuando los partidos tradicionales tenían el poder, hace una veintena de años, y fueron tan corruptos e ineficaces que propiciaron la llegada del dictadorzuelo Jesús Gil, que, utilizando los recursos de la misma democracia, los barrió en las urnas, y siguió siendo tan corrupto como aquel PSOE, que tenía antes el poder en Marbella, pero mucho más ambicioso y eficaz. Los ciudadanos de Marbella siguieron votando a Gil y a sus sucesores, una y otra vez, ensuciando una democracia marbellí, que apestaba cada día más, porque todavía recordaban que los otros partidos lo hacían todavía peor cuando mandaban.
Lo del Estatuto es un atentado contra la democracia española, perpetrado en Cataluña no porque el pueblo lo demandara sino porque unos cuantos políticos profesionales pactaron y decidieron imponer su voluntad para parir un Estatuto dudosamente constitucional y tristemente arbitrario, totalitario y retrógrado, a una sociedad catalana que se dejó influencias cobardemente por el liderazgo político y a una sociedad española sin capacidad de reacción, que se dejó arrebatar la soberanía y la armonía constitucional por unos partidos que hace mucho tiempo que, como temían los griegos de Pericles, degradaron la democracia y la convirtieron en oligocracia.