La alcaldesa de Madrid, Ana Botella, ha defendido una tesis que es falsa y que los disidentes españoles que luchamos por la regeneración no podemos admitir sin elevar el grito de la protesta hasta el cielo. Ha dicho que "La corrupción de los políticos es un reflejo de la sociedad", cuando la verdad es justo lo contrario: los políticos, tras corromperse hasta la nausea y el delito, han contaminado e infectado la sociedad, después de haber enseñado a los ciudadanos el camino para convertirse en aprovechados, vagos, pillos y hasta delincuentes.
Lo vemos claro si analizamos el proceso histórico de la corrupción moderna Española y el camino recorrido hasta ser lo que hoy somos, una de las sociedades mas corruptas del mundo. Cuando murió el general Franco, las élites corruptas del sistema existían, pero eran pocos y estaban perfectamente aislados de la sociedad, que, por lo general, se mantenía en un estado de limpieza envidiable. La gente dormía con las puertas de sus hogares abiertas, no se atrevía a quedarse con lo que no era suyo, devolvía el dinero que se encontraba y hacía gala de aquel eslogan viejo que decía "pobre pero honrado". La española era una sociedad casi virginal, con un alto índice de honradez, gran seguridad ciudadana, pocos delincuentes encarcelados y con una fuerza ética asumida que te obligaba a devolver el dinero que te daba de mas el tendero, si se equivocaba en la vuelta.
Hasta que llegó la democracia y empezaron a escucharse aquellos eslogans que por entonces causaban risa pero que ahora desvelan toda su inmensa carga de inmoralidad activa: "el que no corre vuela", "en política vale todo", "el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija" "España es el país donde uno puede hacerse rico en menos tiempos (ministro Solchaga), "maricón el último", "a colocarse todos" (alcalde Tierno Galván), "el que se mueva no sale en la foto", "mas vale pájaro en mano que ciento volando", aquel terrible "al enemigo ni agua" y otros muchos de similar bajeza.
Con su ejemplo de lucha implacable por el poder, con su apoyo al clietelismo y con su forma de gobernar, en la que los amigos siempre se beneficiaban y los enemigos quedaban marginados, el poder político lanzó a la ciudadanía, durante décadas, con mas o menos sutileza, el mensaje terrible de que "lo verdaderamente importante es ser amigo del poder".
En los pueblos, reducto de las viejas costumbres y valores, la nueva moral se abría paso con alcaldes que daban trabajo a sus amigos y repartían subvenciones a los que le votaban. La gente percibía que aquellos eran los nuevos señoritos, los sustitutos de los antiguos caciques, que también daban trabajo a cambio de votos y sometimiento.
Y el festival de la corrupción empezó a crecer y el virus se colaba en casi todos los rincones de la sociedad. Los sindicatos demostraban que sus élites lograban "liberarse", lo que significaba cobrar sin trabajar y mandando. Los políticos demostraban cada día que estar cerca del poder era la mejor inversión.
Pocos pudieron resistirse a aquella maquinaria hortera que destruía los viejos valores como una picadora de carne. Los empresarios se hicieron pelotas para conseguir contratos y aprendieron a "camelarse" a los cargos con comisiones para "lubricar" la máquina, mientras unos tipos osados, con muchos poder, pedían descaradamente "dinero para el partido" a los que obtenían contratos públicos, concesiones y subvenciones.
La corrupción empezó a descender como un torrente desde arriba hacia la base, desde el poder hasta el pueblo, corrompiendo a una sociedad que amaba tanto la democracia que se había entregado a ella sin levantar defensas, sin saber que también dentro de la democracia podían cobijarse los canallas y maleantes.
Después llegaron los primeros escándalos y la gente empezó a asustarse del monstruo que había anidado dentro del sistema, pero muchos, demasiados, ya estaban atrapados. El robo de los fondos de los huérfanos de la Guardia Civil, el terrorismo de Estado, los manojos del gobernador del Banco de España, las tramas de financiación ilegal del PSOE, las viviendas desaparecidas de UGT, los abusos en el BOE, el urbanismo salvaje que recalificaba a cambio de talonarios y miles de políticos que se enriquecían a ritmo de vértigo sin que nadie pudiera explicarse de donde obtenían el dinero.
El paso siguiente fue el del perfecccionamiento de los sistemas de robo y saqueo. Los políticos y sus partidos, donde estaba el núcleo de la enfermedad, aprendieron a ocultar sus huellas y a robar sin dejar pistas. Los ayuntamientos neutralizaron a los interventores y los tribunales de cuentas fueron castrados, mientras la justicia era politizada y los medios de comunicación sometidos para que el rumor de la rapiña jamás llegara a la opinión pública. Mientras tanto, los partidos ocupaban con descaro y sin respeto a la democracia toda la sociedad civil y sus instituciones claves: universidades, cajas de ahorro, fundaciones, asociaciones, etc.
Entonces, ya sin testigos molestos y con la impunidad y el silencio prácticamente garantizados, se hicieron las grandes operaciones, sobre todo el saqueo de las cajas de ahorro, que produjeron a los ladrones y a sus cómplices beneficios de decenas de miles de millones de euros.
Antes, desde el poder, se descubrieron y perfeccionaron mil formas de robo y saqueo de las arcas públicas en beneficio de partidos y de chorizos con carné: subvenciones trucadas, concursos públicos amañados, oposiciones orientadas para que las ganaran los amigos, creación de cientos de empresas públicas e instituciones para colocar a los amigos, comprar voluntades y perfeccionar el saqueo, control de los medios a través de la publicidad y otros pactos inconfensables y un larguísimo etcétera que todavía está por descubrir y que causará estupor y vergüenza a los españoles cuando sus detalles y alcances salgan a la luz.
Más de media España se merece lo que hoy padece. Como ha ocurrido en otros países como Argentina, Venezuela y Nizaragua entre ellos, parte de los españoles llevan décadas luchando para convertirse en esclavos. El grito "¡Dales caña, Arfonzo!", con el que los imbéciles alentaban a Alfonso Guerra, un violador reiterado de la democracia, fue una clara muestra de la podredumbre que florecía en la mal llamada "ciudadanía" española, donde apenas existen ciudadanos y sí multitudes de aspirantes a borregos y esclavos fanatizados y torpes, capaces de adorar a políticos de gran bajeza, que han olvidado el concepto de "servicio", se han convertido en reyezuelos y son ya adictos incurables del coche oficial, de las esposas ajenas y del saqueo de las arcas públicas.
Lo vemos claro si analizamos el proceso histórico de la corrupción moderna Española y el camino recorrido hasta ser lo que hoy somos, una de las sociedades mas corruptas del mundo. Cuando murió el general Franco, las élites corruptas del sistema existían, pero eran pocos y estaban perfectamente aislados de la sociedad, que, por lo general, se mantenía en un estado de limpieza envidiable. La gente dormía con las puertas de sus hogares abiertas, no se atrevía a quedarse con lo que no era suyo, devolvía el dinero que se encontraba y hacía gala de aquel eslogan viejo que decía "pobre pero honrado". La española era una sociedad casi virginal, con un alto índice de honradez, gran seguridad ciudadana, pocos delincuentes encarcelados y con una fuerza ética asumida que te obligaba a devolver el dinero que te daba de mas el tendero, si se equivocaba en la vuelta.
Hasta que llegó la democracia y empezaron a escucharse aquellos eslogans que por entonces causaban risa pero que ahora desvelan toda su inmensa carga de inmoralidad activa: "el que no corre vuela", "en política vale todo", "el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija" "España es el país donde uno puede hacerse rico en menos tiempos (ministro Solchaga), "maricón el último", "a colocarse todos" (alcalde Tierno Galván), "el que se mueva no sale en la foto", "mas vale pájaro en mano que ciento volando", aquel terrible "al enemigo ni agua" y otros muchos de similar bajeza.
Con su ejemplo de lucha implacable por el poder, con su apoyo al clietelismo y con su forma de gobernar, en la que los amigos siempre se beneficiaban y los enemigos quedaban marginados, el poder político lanzó a la ciudadanía, durante décadas, con mas o menos sutileza, el mensaje terrible de que "lo verdaderamente importante es ser amigo del poder".
En los pueblos, reducto de las viejas costumbres y valores, la nueva moral se abría paso con alcaldes que daban trabajo a sus amigos y repartían subvenciones a los que le votaban. La gente percibía que aquellos eran los nuevos señoritos, los sustitutos de los antiguos caciques, que también daban trabajo a cambio de votos y sometimiento.
Y el festival de la corrupción empezó a crecer y el virus se colaba en casi todos los rincones de la sociedad. Los sindicatos demostraban que sus élites lograban "liberarse", lo que significaba cobrar sin trabajar y mandando. Los políticos demostraban cada día que estar cerca del poder era la mejor inversión.
Pocos pudieron resistirse a aquella maquinaria hortera que destruía los viejos valores como una picadora de carne. Los empresarios se hicieron pelotas para conseguir contratos y aprendieron a "camelarse" a los cargos con comisiones para "lubricar" la máquina, mientras unos tipos osados, con muchos poder, pedían descaradamente "dinero para el partido" a los que obtenían contratos públicos, concesiones y subvenciones.
La corrupción empezó a descender como un torrente desde arriba hacia la base, desde el poder hasta el pueblo, corrompiendo a una sociedad que amaba tanto la democracia que se había entregado a ella sin levantar defensas, sin saber que también dentro de la democracia podían cobijarse los canallas y maleantes.
Después llegaron los primeros escándalos y la gente empezó a asustarse del monstruo que había anidado dentro del sistema, pero muchos, demasiados, ya estaban atrapados. El robo de los fondos de los huérfanos de la Guardia Civil, el terrorismo de Estado, los manojos del gobernador del Banco de España, las tramas de financiación ilegal del PSOE, las viviendas desaparecidas de UGT, los abusos en el BOE, el urbanismo salvaje que recalificaba a cambio de talonarios y miles de políticos que se enriquecían a ritmo de vértigo sin que nadie pudiera explicarse de donde obtenían el dinero.
El paso siguiente fue el del perfecccionamiento de los sistemas de robo y saqueo. Los políticos y sus partidos, donde estaba el núcleo de la enfermedad, aprendieron a ocultar sus huellas y a robar sin dejar pistas. Los ayuntamientos neutralizaron a los interventores y los tribunales de cuentas fueron castrados, mientras la justicia era politizada y los medios de comunicación sometidos para que el rumor de la rapiña jamás llegara a la opinión pública. Mientras tanto, los partidos ocupaban con descaro y sin respeto a la democracia toda la sociedad civil y sus instituciones claves: universidades, cajas de ahorro, fundaciones, asociaciones, etc.
Entonces, ya sin testigos molestos y con la impunidad y el silencio prácticamente garantizados, se hicieron las grandes operaciones, sobre todo el saqueo de las cajas de ahorro, que produjeron a los ladrones y a sus cómplices beneficios de decenas de miles de millones de euros.
Antes, desde el poder, se descubrieron y perfeccionaron mil formas de robo y saqueo de las arcas públicas en beneficio de partidos y de chorizos con carné: subvenciones trucadas, concursos públicos amañados, oposiciones orientadas para que las ganaran los amigos, creación de cientos de empresas públicas e instituciones para colocar a los amigos, comprar voluntades y perfeccionar el saqueo, control de los medios a través de la publicidad y otros pactos inconfensables y un larguísimo etcétera que todavía está por descubrir y que causará estupor y vergüenza a los españoles cuando sus detalles y alcances salgan a la luz.
Más de media España se merece lo que hoy padece. Como ha ocurrido en otros países como Argentina, Venezuela y Nizaragua entre ellos, parte de los españoles llevan décadas luchando para convertirse en esclavos. El grito "¡Dales caña, Arfonzo!", con el que los imbéciles alentaban a Alfonso Guerra, un violador reiterado de la democracia, fue una clara muestra de la podredumbre que florecía en la mal llamada "ciudadanía" española, donde apenas existen ciudadanos y sí multitudes de aspirantes a borregos y esclavos fanatizados y torpes, capaces de adorar a políticos de gran bajeza, que han olvidado el concepto de "servicio", se han convertido en reyezuelos y son ya adictos incurables del coche oficial, de las esposas ajenas y del saqueo de las arcas públicas.