Los tiempos han cambiado y el mundo ya no está dividido, como antes, en gente de derecha y de izquierda, sino en demócratas y no demócratas.
La separación entre demócratas y no demócratas es genuina de la cultura política de nuestro siglo XXI y refleja más fielmente la política actual, después de que la vieja división entre derechas e izquierdas, propia del siglo XX, ha quedado superada.
Ese parece ser el criterio de los decenas de intelectuales izquierdistas y liberales británicos que se han unido para elaborar el Manifiesto de Euston, que define el progresismo para el siglo XXI y muestra que la izquierda dominante, incluyendo la española, está volviéndose reaccionaria en temas vitales para la supervivencia de la democracia y la libertad.
El comunismo no fue la única víctima de la caida del Muro de Berlín; también se hundieron las ideologías y, a partir de entonces, los partidos concentraron todo el esfuerzo en conquistar y mantener el poder, sin demasiados miramientos con los métodos a utilizar.
Los partidos políticos, sobre todo los grandes con posibilidades de gobernar, han abandonado las ideologías y solo creen ya en la conquista del poder. Los conceptos “derecha” e “izquierda” han perdido toda su antigua fuerza porque las ideas son un estorbo cuando lo único que sirve es la caza del voto. Si los políticos siguen utilizando términos como “derecha” e “izquierda” es porque muchos votantes, anclados en la inocencia y en el pasado, piensan que las élites que dominan los partidos siguen moviéndose por las ideas y creyendo en algo más que en el poder.
Las diferencias entre unos y otros son exiguas y los políticos actuales aceptan las ideas y los programas, con independencia de su enfoque ideológico, con tal de que sean populares y ganen votos.
Es justamente en la metodología para acceder al poder y en la forma de administrarlo donde se dan hoy las grandes diferencias entre unos partidos y otros. Los “demócratas” se sienten de tránsito por el poder político, creen en la alternancia, respetan los criterios de los ciudadanos y valoran la opinión pública, dos grandes pilares de la democracia, mientras que los “no demócratas” hacen todo lo posible por perpetuarse en el poder, se sienten una élite lúcida llamada a gobernar y a transformar la sociedad, prescinden de los ciudadanos, a los que consideran demasiado estúpidos para saber qué les conviene y prefieren controlar la opinión pública que respetarla.
Los demócratas, en líneas generales, son herederos espirituales del liberalismo, mientras que los no demócratas poseen inconfesables influencias leninistas en su concepción del poder político. Los demócratas siguen temiendo el juicio de los ciudadanos, pero a los no demócratas no les tiembla el pulso a la hora de gobernar en contra, incluso, de la opinión mayoritaria de la ciudadanía.
A mediados de abril escribió el Wall Street Journal que la mayor diferencia política en Occidente es la que separa a los que piensan que el terrorismo islámico representa una amenaza seria para nuestra vida y libertades y que hay que hacer cualquier esfuerzo por derrotarlos, y los que creen que esa amenaza está siendo exagerada y que, en cualquier caso, puede controlarse a base de negociaciones y concesiones.
No es la misma distinción entre "demócratas" y "no demócratas", pero existen demasiadas coincidencias para pasarlas por alto.
El periódico también cree que la vieja divisien entre derecha e izquierda está superada, ya que entre los “duros” frente al terrorismo islamista hay líderes socialistas como Tony Blair, además de numerosos intelectuales de raíces izquierdistas, mientras que en el otro bando están el francés Chirac y el español Zapatero, teóricos militantes de ideologías opuestas.
Unos piensan que las libertades y derechos que garantizan las democracias son los más importantes logros de la civilización y que merece luchar por ellos, mientras que los otros, quizás porque creen menos en los valores de la democracia, se inclinan por la negociación con los terroristas, por tejer alianzas entre civilizaciones y, como ocurrió con el espíritu de Munich de 1938, retroceder ante el violento que amenaza las libertades, quizás bajo la excusa de que la violencia es justificable cuando la ejercen los marginados, los pobres o los oprimidos.
La separación entre demócratas y no demócratas es genuina de la cultura política de nuestro siglo XXI y refleja más fielmente la política actual, después de que la vieja división entre derechas e izquierdas, propia del siglo XX, ha quedado superada.
Ese parece ser el criterio de los decenas de intelectuales izquierdistas y liberales británicos que se han unido para elaborar el Manifiesto de Euston, que define el progresismo para el siglo XXI y muestra que la izquierda dominante, incluyendo la española, está volviéndose reaccionaria en temas vitales para la supervivencia de la democracia y la libertad.
El comunismo no fue la única víctima de la caida del Muro de Berlín; también se hundieron las ideologías y, a partir de entonces, los partidos concentraron todo el esfuerzo en conquistar y mantener el poder, sin demasiados miramientos con los métodos a utilizar.
Los partidos políticos, sobre todo los grandes con posibilidades de gobernar, han abandonado las ideologías y solo creen ya en la conquista del poder. Los conceptos “derecha” e “izquierda” han perdido toda su antigua fuerza porque las ideas son un estorbo cuando lo único que sirve es la caza del voto. Si los políticos siguen utilizando términos como “derecha” e “izquierda” es porque muchos votantes, anclados en la inocencia y en el pasado, piensan que las élites que dominan los partidos siguen moviéndose por las ideas y creyendo en algo más que en el poder.
Las diferencias entre unos y otros son exiguas y los políticos actuales aceptan las ideas y los programas, con independencia de su enfoque ideológico, con tal de que sean populares y ganen votos.
Es justamente en la metodología para acceder al poder y en la forma de administrarlo donde se dan hoy las grandes diferencias entre unos partidos y otros. Los “demócratas” se sienten de tránsito por el poder político, creen en la alternancia, respetan los criterios de los ciudadanos y valoran la opinión pública, dos grandes pilares de la democracia, mientras que los “no demócratas” hacen todo lo posible por perpetuarse en el poder, se sienten una élite lúcida llamada a gobernar y a transformar la sociedad, prescinden de los ciudadanos, a los que consideran demasiado estúpidos para saber qué les conviene y prefieren controlar la opinión pública que respetarla.
Los demócratas, en líneas generales, son herederos espirituales del liberalismo, mientras que los no demócratas poseen inconfesables influencias leninistas en su concepción del poder político. Los demócratas siguen temiendo el juicio de los ciudadanos, pero a los no demócratas no les tiembla el pulso a la hora de gobernar en contra, incluso, de la opinión mayoritaria de la ciudadanía.
A mediados de abril escribió el Wall Street Journal que la mayor diferencia política en Occidente es la que separa a los que piensan que el terrorismo islámico representa una amenaza seria para nuestra vida y libertades y que hay que hacer cualquier esfuerzo por derrotarlos, y los que creen que esa amenaza está siendo exagerada y que, en cualquier caso, puede controlarse a base de negociaciones y concesiones.
No es la misma distinción entre "demócratas" y "no demócratas", pero existen demasiadas coincidencias para pasarlas por alto.
El periódico también cree que la vieja divisien entre derecha e izquierda está superada, ya que entre los “duros” frente al terrorismo islamista hay líderes socialistas como Tony Blair, además de numerosos intelectuales de raíces izquierdistas, mientras que en el otro bando están el francés Chirac y el español Zapatero, teóricos militantes de ideologías opuestas.
Unos piensan que las libertades y derechos que garantizan las democracias son los más importantes logros de la civilización y que merece luchar por ellos, mientras que los otros, quizás porque creen menos en los valores de la democracia, se inclinan por la negociación con los terroristas, por tejer alianzas entre civilizaciones y, como ocurrió con el espíritu de Munich de 1938, retroceder ante el violento que amenaza las libertades, quizás bajo la excusa de que la violencia es justificable cuando la ejercen los marginados, los pobres o los oprimidos.