En España ha estallado la hora de los radicales, dominadores y dueños del PSOE, del Partido Popular, de los nacionalismos y hasta de los medios de comunicación y de la opinión pública. España es hoy un país secuestrado por bandas de radicales que han tomado el poder en las entrañas del Estado y en las grandes instituciones, que tienen aterrorizada a una ciudadanía estupefacta, que no entiende por qué hay tantos descerebrados al mando de la nación, empeñados en hundirla.
La llegada al poder de Aznar en 1996 abrió una etapa de sosiego y de superación de las crispaciones que habían azotado a España en el último periodo de Felipe González, cuando la corrupción y el GAL abandonaron las cloacas e inundaron la sociedad con su pestilencia.
Pero la crispación retornó con una fuerza inesperada en el año 2000, con el apoyo del gobierno a la Guerra injusta de Irak.
Los atentados terroristas del 11 M y la inesperada victoria electoral del PSOE representaron la nefasta consagración del radicalismo en el país. A partir de entonces, los radicales no han hecho otra cosa que ganar posiciones en todos los frentes, destruyendo el sistema democrático, causando estragos en la fe democrática de los ciudadanos y acorralando de manera insensata y temeraria a la gente de bien y a la parte más honrada de España.
La victoria socialista en las urnas fue cuestionada por radicales de la derecha, que nunca dejaron de rumiar la revancha y de alimentar desde entonces la sospecha.
El gobierno y el partido socialista también se radicalizaron y desataron los peores fantasmas familiares de la izquierda: complejos, odios no superados del pasado y alejamiento de las viejas y nobles ideas de los fundadores. Hablaban de crear un "cordón sanitario" que inmovilizara a la derecha y cometieron el imperdonable error de preferir a nacionalistas radicales descerebrados, situados ideológicamente en las antípodas, a una derecha que, aunque adversaria y culpable de errores, era demócrata y española.
Alimentado desde un partido y otro, el radicalismo se ha extendido por la sociedad como una infección, impregnando con su sucia baba a los medios de comunicación, a las instituciones, a los poderes básicos del Estado y hasta a millones de ciudadanos, transformados en feroces hooligans de un partido u otro, más inclinados a derrotar al adversario "como sea" que a exigir eficacia y calidad al propio.
La izquierda, movida por un odio insensato, concentró su esfuerzo en aislar a la derecha y en el antidemocrático objetivo de cerrar a los populares las puertas del futuro, quizas sin darse cuenta que ese ha sido siempre un comportamiento genuino de los déspotas totalitarios. Pero la derecha, cada día más radicalizada, no le ha ido a la zaga. Sus dirigentes parecen sentirse a gusto rodeados de enemigos y practican a diario el "muera yo con todos los filisteos".
En fin, un desastre merecedor de cárcel que habra que arreglar de algún modo, sin que pueda hacerlo nadie en esta España enferma, salvo el afortunadamente creciente sector de españoles no afiliados a ningún partido, todavía no infectados por el odio, que conservan la cabeza fría y siguen creyendo que la democracia es convivencia en paz y armonía y que los ambientes que se respiran hoy en la sociedad española, impuestos por partidos políticos degradados por el ansia de poder, apestan a totalitarismo del peor género.
La llegada al poder de Aznar en 1996 abrió una etapa de sosiego y de superación de las crispaciones que habían azotado a España en el último periodo de Felipe González, cuando la corrupción y el GAL abandonaron las cloacas e inundaron la sociedad con su pestilencia.
Pero la crispación retornó con una fuerza inesperada en el año 2000, con el apoyo del gobierno a la Guerra injusta de Irak.
Los atentados terroristas del 11 M y la inesperada victoria electoral del PSOE representaron la nefasta consagración del radicalismo en el país. A partir de entonces, los radicales no han hecho otra cosa que ganar posiciones en todos los frentes, destruyendo el sistema democrático, causando estragos en la fe democrática de los ciudadanos y acorralando de manera insensata y temeraria a la gente de bien y a la parte más honrada de España.
La victoria socialista en las urnas fue cuestionada por radicales de la derecha, que nunca dejaron de rumiar la revancha y de alimentar desde entonces la sospecha.
El gobierno y el partido socialista también se radicalizaron y desataron los peores fantasmas familiares de la izquierda: complejos, odios no superados del pasado y alejamiento de las viejas y nobles ideas de los fundadores. Hablaban de crear un "cordón sanitario" que inmovilizara a la derecha y cometieron el imperdonable error de preferir a nacionalistas radicales descerebrados, situados ideológicamente en las antípodas, a una derecha que, aunque adversaria y culpable de errores, era demócrata y española.
Alimentado desde un partido y otro, el radicalismo se ha extendido por la sociedad como una infección, impregnando con su sucia baba a los medios de comunicación, a las instituciones, a los poderes básicos del Estado y hasta a millones de ciudadanos, transformados en feroces hooligans de un partido u otro, más inclinados a derrotar al adversario "como sea" que a exigir eficacia y calidad al propio.
La izquierda, movida por un odio insensato, concentró su esfuerzo en aislar a la derecha y en el antidemocrático objetivo de cerrar a los populares las puertas del futuro, quizas sin darse cuenta que ese ha sido siempre un comportamiento genuino de los déspotas totalitarios. Pero la derecha, cada día más radicalizada, no le ha ido a la zaga. Sus dirigentes parecen sentirse a gusto rodeados de enemigos y practican a diario el "muera yo con todos los filisteos".
En fin, un desastre merecedor de cárcel que habra que arreglar de algún modo, sin que pueda hacerlo nadie en esta España enferma, salvo el afortunadamente creciente sector de españoles no afiliados a ningún partido, todavía no infectados por el odio, que conservan la cabeza fría y siguen creyendo que la democracia es convivencia en paz y armonía y que los ambientes que se respiran hoy en la sociedad española, impuestos por partidos políticos degradados por el ansia de poder, apestan a totalitarismo del peor género.