Nosotros, los orgullosos y engañados demócratas del siglo XXI, no sólo hemos permitido ser representados, con lo que hemos perdido la libertad, sino que, además, hemos tolerado que nos representen mal, sin consultarnos, marginándonos e, incluso, expulsándonos del noble ejercicio de la política, con lo que también hemos perdido la dignidad.
La “representación” es la base de las democracias actuales y, al mismo tiempo, la causa principal de su creciente desprestigio y declive. La mayoría de los grandes pensadores políticos coinciden en que la crisis política que embarga al mundo es, esencialmente, una crisis de representación.
La mayoría de los políticos creen que "quienes representan el poder lo poseen", pero esa interpretación es filosóficamente débil porque el poder soberano es por definición del pueblo. Ese tipo de representación, de hecho, usurpa un poder que le está prohibido.
De esa reflexión surge la conocida máxima de que "la representación, políticamente, es una usurpación".
Y lo es más todavía si se tiene en cuenta cómo los partidos políticos, para incrementar su poder y devaluar el papel del ciudadano, entienden esa representación. Interpretan de manera perversa y contraria a los grandes principios de la filosofía política que los representantes, al ser elegidos, han recibido un mandato de los representados que no puede revocarse hasta que se acaba la legislatura y se abren de nuevo las urnas, olvidando que la representatividad se basa siempre en la confianza, como cuando uno designa a su abogado o procurador, y que cuando esa confianza se pierde, la representación deja de ser legítima.
El asombro y la vergüenza irrumpirán en la vida política de las actuales democracias cuando los ciudadanos, hoy narcotizados y sometidos a las castas de políticos profesionales, seamos conscientes de que hemos vivido permitiendo que se transgredan demasiados principios básicos de la democracia, entre ellos el que puede considerarse como uno de los fundamentos de la filosofía política, según el cual "la voluntad de las personas no es transferible", principio que conecta con la famosa frase de Rousseau: "en el instante en que un pueblo permite ser representado, pierde su libertad".
Los partidos han conseguido que los "representantes" no dependan de los representados, sino de las poderosas élites de los partidos políticos, otra mayúscula aberración democrática.
Aunque las democracias anglosajonas han logrado conservar cierta pureza en el concepto de "representación", otras, como la española y la mayoría de las europeas, han llegado tan lejos en su degradación que han desvirtuado hasta el extremo el concepto de representación al afirmar que los diputados y senadores electos no representan a sus electores, sino a la soberanía nacional, con lo que quedan eximidos de rendir cuenta o quienes les han elegido y de procurar defenderles y beneficiarles.
Simultáneamente, en algunas democracias, entre ellas la española, la relación entre el representante y el elector (ciudadano) ha sido suprimida y sustituida por la férrea dependencia del representante a su partido político, que le dice qué debe votar y cómo, sin que tenga peso alguno en sus criterios y actuaciones los intereses y la opinión de los ciudadanos.
La “representación” es la base de las democracias actuales y, al mismo tiempo, la causa principal de su creciente desprestigio y declive. La mayoría de los grandes pensadores políticos coinciden en que la crisis política que embarga al mundo es, esencialmente, una crisis de representación.
La mayoría de los políticos creen que "quienes representan el poder lo poseen", pero esa interpretación es filosóficamente débil porque el poder soberano es por definición del pueblo. Ese tipo de representación, de hecho, usurpa un poder que le está prohibido.
De esa reflexión surge la conocida máxima de que "la representación, políticamente, es una usurpación".
Y lo es más todavía si se tiene en cuenta cómo los partidos políticos, para incrementar su poder y devaluar el papel del ciudadano, entienden esa representación. Interpretan de manera perversa y contraria a los grandes principios de la filosofía política que los representantes, al ser elegidos, han recibido un mandato de los representados que no puede revocarse hasta que se acaba la legislatura y se abren de nuevo las urnas, olvidando que la representatividad se basa siempre en la confianza, como cuando uno designa a su abogado o procurador, y que cuando esa confianza se pierde, la representación deja de ser legítima.
El asombro y la vergüenza irrumpirán en la vida política de las actuales democracias cuando los ciudadanos, hoy narcotizados y sometidos a las castas de políticos profesionales, seamos conscientes de que hemos vivido permitiendo que se transgredan demasiados principios básicos de la democracia, entre ellos el que puede considerarse como uno de los fundamentos de la filosofía política, según el cual "la voluntad de las personas no es transferible", principio que conecta con la famosa frase de Rousseau: "en el instante en que un pueblo permite ser representado, pierde su libertad".
Los partidos han conseguido que los "representantes" no dependan de los representados, sino de las poderosas élites de los partidos políticos, otra mayúscula aberración democrática.
Aunque las democracias anglosajonas han logrado conservar cierta pureza en el concepto de "representación", otras, como la española y la mayoría de las europeas, han llegado tan lejos en su degradación que han desvirtuado hasta el extremo el concepto de representación al afirmar que los diputados y senadores electos no representan a sus electores, sino a la soberanía nacional, con lo que quedan eximidos de rendir cuenta o quienes les han elegido y de procurar defenderles y beneficiarles.
Simultáneamente, en algunas democracias, entre ellas la española, la relación entre el representante y el elector (ciudadano) ha sido suprimida y sustituida por la férrea dependencia del representante a su partido político, que le dice qué debe votar y cómo, sin que tenga peso alguno en sus criterios y actuaciones los intereses y la opinión de los ciudadanos.
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