Estamos cansados de oír y leer que la democracia española está degenerada, degradada o que ni siquiera existe, pero los políticos ignoran esos criterios y, seguros de su poder, ni se preocupan de esas críticas que les cuestionan y les quitan la legitimidad. No es cierto que las voces críticas contra la democracia española procedan de gente extremista o resentida, como afirman los políticos, sino que el coro de luchadores por una democracia auténtica gana cada día adeptos entre intelectuales, periodistas, profesores universitarios, expertos y ciudadanos inquietos, formados y sensibles.
Cada día, las filas de los que consideran necesaria y urgente una reforma drástica de la democracia española están más nutridas y son más solventes, por cantidad y calidad.
Pero, ante el fenómeno, los políticos se amparan en el apoyo que reciben de la “mayoría”, un concepto importante en democracia, aunque no el único ni el principal, conscientes de que siempre existe en la sociedad una masa poco culta, mentalmente débil, fanatizada y fácilmente manipulable a través de la información, el entretenimiento y el engaño profesional.
La democracia no es sólo un conjunto de leyes y normas, ni únicamente un sistema de gobierno, ni la utilización libre de las urnas para elegir a los gobernantes. La democracia es, además de eso y, sobre todo, un estado mental, producto de un pacto entre ciudadanos iguales, basado en la confianza, para vivir en armonía y ser gobernados por personas dignas, que han sido elegidas y que permanecen unidas a los ciudadanos por un vínculo de confianza. Cuando ese vínculo se rompe, el poder, que tiene un vital matiz fiduciario que obliga a los políticos a hacer sólo lo que quiere el pueblo, queda deslegitimado. Sin legitimidad, el gobierno es sólo un estorbo.
Nadie hace una encuesta seria en España sobre el estado de satisfacción real de los ciudadanos con el sistema política vigente. A los políticos, que viven en la endogamia de sus militantes , clientelas y aliados, no les interesa saber hasta que punto hoy son rechazados por el pueblo. Si lo supieran, estarían obligados a reformar un sistema que han modulado a placer y en secreto, en contra de los deseos de la mayoría y también en contra de las reglas de la misma democracia.
El sistema español hace mucho que dejó de ser una "democracia" (un gobierno de ciudadanos) para convertirse en una oligocracia (un gobierno de los poderosos).
Si hicieran esa encuesta, descubrirían que la ciudadanía quiere que los partidos políticos retiren sus manos y dejen de utilizar como rehenes a los poderes básicos del Estado, que dejen que la justicia funcione con independencia, que permitan a los diputados recurrir a la conciencia y al cerebro y que el gobierno gobierne sin el dogal del partido, que la mayoría de los ciudadanos querrían que los partidos se financiaran a través de las aportaciones de sus militantes y simpatizantes, como hará a partir de ahora la Iglesia Católica y otras religiones e instituciones de interés general. Sabrían también que existe un rechazo generalizado a las listas cerradas y bloqueadas que impiden al ciudadano elegir libremente, como les garantiza la Constitución, ya que quienes eligen de verdad son las élites de los partidos que confeccionan esas listas. Descubrirían que el ciudadano considera a los partidos políticos como una especie de monstruos del sistema que operan como el mayor y más grave cáncer de la democracia. También sabrían que han perdido prestigio e imagen, que han perdido enormes dosis de confianza, que el ciudadano no consiente ser un cero a la izquierda al que sólo se recurre cada cuatro años, cuando se abren las urnas.
Si realizaran una seria investigación sociológica, nuestros políticos descubrirían que el sistema ha perdido respeto, seguramente porque el ciudadano no tolera sus corrupciones, privilegios, constantes subidas de sueldos, afición por la trifulca, incapacidad para alcanzar consenso en los asuntos importantes para el país, etc.
Descubrirían, en definitiva, que, sin la confianza de los ciudadanos, la democracia se ha transformado en una sucia oligocracia que no merece respeto cívico y que ellos, más que representantes del pueblo, son considerados como una élite que ha ocupado el poder y que, desde la cúspide, más que gobernar, controla, domina y utiliza la fuerza para velar por sus privilegios de casta.
Cada día, las filas de los que consideran necesaria y urgente una reforma drástica de la democracia española están más nutridas y son más solventes, por cantidad y calidad.
Pero, ante el fenómeno, los políticos se amparan en el apoyo que reciben de la “mayoría”, un concepto importante en democracia, aunque no el único ni el principal, conscientes de que siempre existe en la sociedad una masa poco culta, mentalmente débil, fanatizada y fácilmente manipulable a través de la información, el entretenimiento y el engaño profesional.
La democracia no es sólo un conjunto de leyes y normas, ni únicamente un sistema de gobierno, ni la utilización libre de las urnas para elegir a los gobernantes. La democracia es, además de eso y, sobre todo, un estado mental, producto de un pacto entre ciudadanos iguales, basado en la confianza, para vivir en armonía y ser gobernados por personas dignas, que han sido elegidas y que permanecen unidas a los ciudadanos por un vínculo de confianza. Cuando ese vínculo se rompe, el poder, que tiene un vital matiz fiduciario que obliga a los políticos a hacer sólo lo que quiere el pueblo, queda deslegitimado. Sin legitimidad, el gobierno es sólo un estorbo.
Nadie hace una encuesta seria en España sobre el estado de satisfacción real de los ciudadanos con el sistema política vigente. A los políticos, que viven en la endogamia de sus militantes , clientelas y aliados, no les interesa saber hasta que punto hoy son rechazados por el pueblo. Si lo supieran, estarían obligados a reformar un sistema que han modulado a placer y en secreto, en contra de los deseos de la mayoría y también en contra de las reglas de la misma democracia.
El sistema español hace mucho que dejó de ser una "democracia" (un gobierno de ciudadanos) para convertirse en una oligocracia (un gobierno de los poderosos).
Si hicieran esa encuesta, descubrirían que la ciudadanía quiere que los partidos políticos retiren sus manos y dejen de utilizar como rehenes a los poderes básicos del Estado, que dejen que la justicia funcione con independencia, que permitan a los diputados recurrir a la conciencia y al cerebro y que el gobierno gobierne sin el dogal del partido, que la mayoría de los ciudadanos querrían que los partidos se financiaran a través de las aportaciones de sus militantes y simpatizantes, como hará a partir de ahora la Iglesia Católica y otras religiones e instituciones de interés general. Sabrían también que existe un rechazo generalizado a las listas cerradas y bloqueadas que impiden al ciudadano elegir libremente, como les garantiza la Constitución, ya que quienes eligen de verdad son las élites de los partidos que confeccionan esas listas. Descubrirían que el ciudadano considera a los partidos políticos como una especie de monstruos del sistema que operan como el mayor y más grave cáncer de la democracia. También sabrían que han perdido prestigio e imagen, que han perdido enormes dosis de confianza, que el ciudadano no consiente ser un cero a la izquierda al que sólo se recurre cada cuatro años, cuando se abren las urnas.
Si realizaran una seria investigación sociológica, nuestros políticos descubrirían que el sistema ha perdido respeto, seguramente porque el ciudadano no tolera sus corrupciones, privilegios, constantes subidas de sueldos, afición por la trifulca, incapacidad para alcanzar consenso en los asuntos importantes para el país, etc.
Descubrirían, en definitiva, que, sin la confianza de los ciudadanos, la democracia se ha transformado en una sucia oligocracia que no merece respeto cívico y que ellos, más que representantes del pueblo, son considerados como una élite que ha ocupado el poder y que, desde la cúspide, más que gobernar, controla, domina y utiliza la fuerza para velar por sus privilegios de casta.
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