Los que creen que el marxismo murió cuando fue derribado el Muro de Berlín se equivocan porque el que fue el gran icono y el mayor hechizo del siglo XX sigue vivo en el XXI, ejerciendo su nefasta influencia sobre el Estado, los gobiernos, los partidos políticos, la sociedad y miles de instituciones y entidades inclinadas al totalitarismo.
El marxismo es una fuerza contaminante que transformó el mundo. Aquellos bolcheviques capitaneados por Lenin y Trosky que derrocaron y fusilaron al Zar ruso crearon un imperio político y filosófico que no se limitó a competir con la economía de mercado, sino que dominó la agenda y el debate mundial durante décadas, logró hacer inmensamente fuerte al Estado y convirtió a los políticos profesionales en una maldita plaga que sigue azotando al mundo en el nuevo siglo.
Hoy, en gran parte por culpa del marxismo, los partidos políticos son arrogantes, los políticos son profesionales, los Estados son monstruos que no paran de engordar y la sociedad cree que es normal y lógico que los Estados gestionen servicios básicos de los que dependen el bienestar, como la educación y la salud, olvidando el axioma infalible de que "todo lo que el Estado toca deja de funcionar".
El marxismo no pudo derrotar a la democracia, pero la contaminó tanto que la transformó y la convirtió en la oligocracia inservible que, tras marginar a los ciudadanos y convertir al Estado en un nuevo dios, hoy controla las mal llamadas "democracias" del mundo.
La mayoría de los tiranos del planeta son marxistas, aunque algunos lo nieguen y otros no lo sepan: Hu Jintao, Hugo Chavez, Muhamar el Gadafi, Fidel Castro y otros muchos, junto a algunos totalitarios con disfraz de demócratas, incrustados en regímenes aparentemente libres, todos fieles a la idea leninista de que el mundo debe ser transformado desde el poder, por el gobierno, sin los ciudadanos, que solo tienen que obedecer. El drama de nuestro tiempo es que esa sucia ideología, que antepone lo colectivo a lo individual y que sólo entiende de masas y no de ciudadanos concretos, contamina no sólo a la izquierda mundial, sino también a buena parte del liberalismo y de la derecha.
El marxismo, que nunca fue condenado por un tribunal internacional como el de Nüremberg, a pesar de que sus crímenes de Estado superaron a los de Hítler, esparció con éxito por todo el planeta el virus totalitario, infectando a las culturas, las religiones, la sociedad, los partidos políticos y al mismo Estado, al que convirtió en una estructura fuerte y opresora que aplasta al ciudadano.
No es fácil erradicar una ideología tan compleja y completa como el marxismo, que supo ofrecer a los ciudadanos un marco de referencia útil para interpretar la marcha de los tiempos, una teoría global capaz de explicarlo todo y de iluminar cualquier análisis, desde la economía a la política, desde el trabajo a la moral, sin olvidar la ciencia, las artes y prácticamente todas las disciplinas y actividades del ser humano.
Nadie escapó a la influencia del marxismo durante un siglo XX marcado por la lucha entre los que fueron fascinados por él y los que lo rechazaron. El resto de la población, aunque se creía ajena a la contienda, quedó atrapada en ella y se convirtió en víctima de una Guerra Fría que influyó con intensidad en el futuro de la Humanidad.
Para muchos observadores y analistas resulta incomprensible que, a pesar de su fracaso y de que sufriera la vergüenza de ser derrotado por la rebelión y el rechazo de su propio pueblo, asqueado de totalitarismo y de Estado opresor, el marxismo siga vivo e influyendo poderosamente la economía, la política y la cultura del siglo XXI.
Sin embargo, existe una explicación racional: el marxismo fue derrotado como sistema de gobierno, pero no como filosofía del poder. Millones de antiguos marxistas siguen vivos en China, Rusia y en casi todos los países del mundo. En Occidente se han infiltrado en los partidos políticos y, aparentemente, se han adaptado al juego democrático, pero su objetivo no es ser demócratas sino, simplemente, controlar el poder. Los marxistas agazapados son los principales culpables de la degeneración de las democracias, de su transformación en sucias oligocracias de partidos, del envilecimiento de los partidos políticos, transformados en maquinarias implacables de poder, del exilio de los ciudadanos, expulsados de la política por los partidos y los políticos profesionales, y del deterioro generalizado de la política, cuya principal consecuencia es el divorcio entre políticos profesionales y ciudadanos, entre el poder y el pueblo.
Derrotados pero no vencidos, cargados de rencor y de deseos de revancha, los marxistas siguen siendo la especie más peligrosa y dañina para la democracia. Sin otra ideología que su obsesión por el poder, son también en el siglo XXI el gran enemigo a derrotar por los verdaderos demócratas, ya que ellos son los padres espirituales y artífices principales de lacras como el hundimiento de los valores, el relativismo, el Estado opresor, la dictadura de la moral de Estado y de lo políticamente correcto, el exterminio de la prensa libre y crítica, de la liquidación de la sociedad civil, en la que no creen, de la persecución a los ciudadanos, de la profesionalización de la política y de una concepción del poder que lo hace implacable e inhumano, sin principios ni respeto a la reglas y leyes democráticas, capaz de engañar y de mentir para dominar y de pactar con cualquiera, incluso con los enemigos de la democracia, si a cambio consiguen lo único que desean y por lo que siguen dispuestos a morir: el poder.
El marxismo es una fuerza contaminante que transformó el mundo. Aquellos bolcheviques capitaneados por Lenin y Trosky que derrocaron y fusilaron al Zar ruso crearon un imperio político y filosófico que no se limitó a competir con la economía de mercado, sino que dominó la agenda y el debate mundial durante décadas, logró hacer inmensamente fuerte al Estado y convirtió a los políticos profesionales en una maldita plaga que sigue azotando al mundo en el nuevo siglo.
Hoy, en gran parte por culpa del marxismo, los partidos políticos son arrogantes, los políticos son profesionales, los Estados son monstruos que no paran de engordar y la sociedad cree que es normal y lógico que los Estados gestionen servicios básicos de los que dependen el bienestar, como la educación y la salud, olvidando el axioma infalible de que "todo lo que el Estado toca deja de funcionar".
El marxismo no pudo derrotar a la democracia, pero la contaminó tanto que la transformó y la convirtió en la oligocracia inservible que, tras marginar a los ciudadanos y convertir al Estado en un nuevo dios, hoy controla las mal llamadas "democracias" del mundo.
La mayoría de los tiranos del planeta son marxistas, aunque algunos lo nieguen y otros no lo sepan: Hu Jintao, Hugo Chavez, Muhamar el Gadafi, Fidel Castro y otros muchos, junto a algunos totalitarios con disfraz de demócratas, incrustados en regímenes aparentemente libres, todos fieles a la idea leninista de que el mundo debe ser transformado desde el poder, por el gobierno, sin los ciudadanos, que solo tienen que obedecer. El drama de nuestro tiempo es que esa sucia ideología, que antepone lo colectivo a lo individual y que sólo entiende de masas y no de ciudadanos concretos, contamina no sólo a la izquierda mundial, sino también a buena parte del liberalismo y de la derecha.
El marxismo, que nunca fue condenado por un tribunal internacional como el de Nüremberg, a pesar de que sus crímenes de Estado superaron a los de Hítler, esparció con éxito por todo el planeta el virus totalitario, infectando a las culturas, las religiones, la sociedad, los partidos políticos y al mismo Estado, al que convirtió en una estructura fuerte y opresora que aplasta al ciudadano.
No es fácil erradicar una ideología tan compleja y completa como el marxismo, que supo ofrecer a los ciudadanos un marco de referencia útil para interpretar la marcha de los tiempos, una teoría global capaz de explicarlo todo y de iluminar cualquier análisis, desde la economía a la política, desde el trabajo a la moral, sin olvidar la ciencia, las artes y prácticamente todas las disciplinas y actividades del ser humano.
Nadie escapó a la influencia del marxismo durante un siglo XX marcado por la lucha entre los que fueron fascinados por él y los que lo rechazaron. El resto de la población, aunque se creía ajena a la contienda, quedó atrapada en ella y se convirtió en víctima de una Guerra Fría que influyó con intensidad en el futuro de la Humanidad.
Para muchos observadores y analistas resulta incomprensible que, a pesar de su fracaso y de que sufriera la vergüenza de ser derrotado por la rebelión y el rechazo de su propio pueblo, asqueado de totalitarismo y de Estado opresor, el marxismo siga vivo e influyendo poderosamente la economía, la política y la cultura del siglo XXI.
Sin embargo, existe una explicación racional: el marxismo fue derrotado como sistema de gobierno, pero no como filosofía del poder. Millones de antiguos marxistas siguen vivos en China, Rusia y en casi todos los países del mundo. En Occidente se han infiltrado en los partidos políticos y, aparentemente, se han adaptado al juego democrático, pero su objetivo no es ser demócratas sino, simplemente, controlar el poder. Los marxistas agazapados son los principales culpables de la degeneración de las democracias, de su transformación en sucias oligocracias de partidos, del envilecimiento de los partidos políticos, transformados en maquinarias implacables de poder, del exilio de los ciudadanos, expulsados de la política por los partidos y los políticos profesionales, y del deterioro generalizado de la política, cuya principal consecuencia es el divorcio entre políticos profesionales y ciudadanos, entre el poder y el pueblo.
Derrotados pero no vencidos, cargados de rencor y de deseos de revancha, los marxistas siguen siendo la especie más peligrosa y dañina para la democracia. Sin otra ideología que su obsesión por el poder, son también en el siglo XXI el gran enemigo a derrotar por los verdaderos demócratas, ya que ellos son los padres espirituales y artífices principales de lacras como el hundimiento de los valores, el relativismo, el Estado opresor, la dictadura de la moral de Estado y de lo políticamente correcto, el exterminio de la prensa libre y crítica, de la liquidación de la sociedad civil, en la que no creen, de la persecución a los ciudadanos, de la profesionalización de la política y de una concepción del poder que lo hace implacable e inhumano, sin principios ni respeto a la reglas y leyes democráticas, capaz de engañar y de mentir para dominar y de pactar con cualquiera, incluso con los enemigos de la democracia, si a cambio consiguen lo único que desean y por lo que siguen dispuestos a morir: el poder.