Imagen cedida por www.lakodorniz.com
Un día no muy lejano, cuando la democracia recupere la dignidad y la limpieza que le ha arrabatado la oligarquía de partidos, la arrogancia con que actuan los actuales dirigentes políticos, que no dudan en imponer su voluntad a la de la inmensa mayoría de los ciudadanos, será castigada con la destitución fulminante o con la cárcel.
Implicar a un país en una guerra en contra de los criterios de la inmensa mayoría, como hizo José María Aznar, o negociar con ETA otorgando a los terroristas todo tipo de concesiones y ventajas, a pesar del rechazo masivo de la opinión pública española, como hizo Zapatero, son dos claras expresiones de esa arrogancia política que es incompatible con la auténtica democracia.
Pero no son esas las únicas manifestaciones de ese estilo de gobierno vigente en España, que un día, por fortuna, será considerado ilegal. También lo son la aprobación, por empeño personal de Zapatero, de un Estatuto de Cataluña que, además de ser rechazado por la inmensa mayoría de los españoles, tiene fundadas sospechas de inconstitucionalidad, o la imposición a todo un pueblo, a pesar del masivo rechazo de los consumidores, de un odioso canón que sólo beneficia a la SGAE y que se basa en el terrible argumento de que todos somos o seremos piratas.
La última y más reciente expresión de esa arrogancia indecente de los políticos es la indiferencia del actual gobierno español ante el clamor popular que exige que la lengua española sea defendida y protegidos los que sufren marginación y humillación por utilizarla. El Manifiesto por la defensa de la lengua común, firmado el pasado fin de semana por una veintena de intelectuales está recibiendo adhesiones masivas de ciudadanos, mientras Zapatero, arrogante como un sátrapa, se mantiene indiferente ante ese clamor popular, permitiendo que los gobiernos de Cataluña, País Vasco, Galicia y Baleares, en tres de los cuales participa el PSOE, acosen, perjudiquen e, incluso, multen a los ciudadanos que ejercen su derecho a expresarse en la lengua común de los españoles o exijan que sus hijos sean educados en el idioma español.
La actual etapa de la historia será reconocida en el futuro como una lamentable e indigna época en la que políticos que se autodeclaraban demócratas consiguieron degradar el sistema, sustituyendo la democracia por una deleznable oligocracia de partidos, se burlaron de la opinión pública y no dudaron en imponer su capricho a la voluntad popular, que siempre debe ser sagrada en democracia.
Mientras que el equilibrio y la dignidad del sistema no se restablezca, al ciudadano sólo le quedan dos opciones: rebelarse en aras de la decencia democrática o soportar cobardemente esta insolente interpretación del sistema democrático, según la cual los gobernantes electos, al igual que los antiguos monarcas absolutos, se atribuyen el derecho a imponer sus caprichos y criterios a la inmensa mayoría de la población.
La verdadera democracia exige que la voluntad popular, que es indelegable, sea siempre respetada y que, en caso de conflicto, cuando los gobernantes consideren que seguir la voluntad popular entrañaría peligro, entonces recurrir a los sistemas de emergencia, que serían dos: el referendum popular y el arbitraje (un arbitraje, por supuesto, ejercido por prestigiosos e independientes miembros de la sociedad civil, nunca por los poco fiables miembros de partidos políticos).
Implicar a un país en una guerra en contra de los criterios de la inmensa mayoría, como hizo José María Aznar, o negociar con ETA otorgando a los terroristas todo tipo de concesiones y ventajas, a pesar del rechazo masivo de la opinión pública española, como hizo Zapatero, son dos claras expresiones de esa arrogancia política que es incompatible con la auténtica democracia.
Pero no son esas las únicas manifestaciones de ese estilo de gobierno vigente en España, que un día, por fortuna, será considerado ilegal. También lo son la aprobación, por empeño personal de Zapatero, de un Estatuto de Cataluña que, además de ser rechazado por la inmensa mayoría de los españoles, tiene fundadas sospechas de inconstitucionalidad, o la imposición a todo un pueblo, a pesar del masivo rechazo de los consumidores, de un odioso canón que sólo beneficia a la SGAE y que se basa en el terrible argumento de que todos somos o seremos piratas.
La última y más reciente expresión de esa arrogancia indecente de los políticos es la indiferencia del actual gobierno español ante el clamor popular que exige que la lengua española sea defendida y protegidos los que sufren marginación y humillación por utilizarla. El Manifiesto por la defensa de la lengua común, firmado el pasado fin de semana por una veintena de intelectuales está recibiendo adhesiones masivas de ciudadanos, mientras Zapatero, arrogante como un sátrapa, se mantiene indiferente ante ese clamor popular, permitiendo que los gobiernos de Cataluña, País Vasco, Galicia y Baleares, en tres de los cuales participa el PSOE, acosen, perjudiquen e, incluso, multen a los ciudadanos que ejercen su derecho a expresarse en la lengua común de los españoles o exijan que sus hijos sean educados en el idioma español.
La actual etapa de la historia será reconocida en el futuro como una lamentable e indigna época en la que políticos que se autodeclaraban demócratas consiguieron degradar el sistema, sustituyendo la democracia por una deleznable oligocracia de partidos, se burlaron de la opinión pública y no dudaron en imponer su capricho a la voluntad popular, que siempre debe ser sagrada en democracia.
Mientras que el equilibrio y la dignidad del sistema no se restablezca, al ciudadano sólo le quedan dos opciones: rebelarse en aras de la decencia democrática o soportar cobardemente esta insolente interpretación del sistema democrático, según la cual los gobernantes electos, al igual que los antiguos monarcas absolutos, se atribuyen el derecho a imponer sus caprichos y criterios a la inmensa mayoría de la población.
La verdadera democracia exige que la voluntad popular, que es indelegable, sea siempre respetada y que, en caso de conflicto, cuando los gobernantes consideren que seguir la voluntad popular entrañaría peligro, entonces recurrir a los sistemas de emergencia, que serían dos: el referendum popular y el arbitraje (un arbitraje, por supuesto, ejercido por prestigiosos e independientes miembros de la sociedad civil, nunca por los poco fiables miembros de partidos políticos).