Cuba es el país más infeliz del mundo. El comunismo lo ha destruido casi todo.
El gobierno español ha olvidado que el primer deber de un político es lograr que los ciudadanos sean felices. El actual gobierno español trabaja contra la felicidad y promueve políticas que generan discordia, división, envidia y pobreza.
La incapacidad para hacer felices a los ciudadanos es el mayor exponente del fracaso de la política actual y la peor lacra de una clase política que cada día es más despreciada y rechazada por la ciudadanía.
Albert Rivera pronunció un día, cuando los vientos soplaban a favor de Ciudadanos, una frase que atrajo a miles de votantes: "Yo no aspiro a un país de gente cabreada, aspiro a un país de gente feliz".
¿Alguien puede imaginar que Pedro Sánchez le ama? La inmensa mayoría de nuestros dirigentes sólo se aman ellos mismos y esparcen en su entorno división, odio, enfrentamientos y dolor.
La felicidad es un derecho supremo del ser humano que los políticos han olvidado. El asesinato de la felicidad es un pecado mundial, peor, incluso, que los asesinatos de la democracia, la paz y la libertad, pero en algunos países, entre ellos España, el retroceso de la felicidad es escandaloso.
Los ciudadanos, por su parte, también han olvidado que tienen derecho a ser felices y que todo político, dirigente y partido tienen que luchar para que los ciudadanos la consigan.
¿Alguien ha escuchado a un líder político hablar en sus discursos de amor o felicidad? No se atreven porque están tan podridos que son incapaces hasta de entender esos conceptos.
En estas circunstancias, votar en las urnas a un político creador de infelicidad es un estúpido suicidio inexplicable.
Los españoles hemos olvidado que el primer deber de todo gobierno es procurar y lograr la felicidad de sus ciudadanos. Ese deber, recogido en las principales constituciones del mundo moderno y en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, no aparece en la vigente Constitución española de 1978. Y esa ausencia se nota porque los gobiernos de España, mas que luchar por la felicidad de sus ciudadanos, parece que han luchado por todo lo contrario, por hacerlos sufrir con privaciones, injusticias, arbitrariedades, impuestos confiscatorios, abusos de poder y corrupción a gran escala.
Sin embargo, la Constitución de Cádiz de 1812, primer texto constitucional de nuestra historia, sí proclamaba en su artículo 13 el derecho de los ciudadanos a ser felices: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.
Esa proclamación tiene unos procedentes históricos en la Revolución Francesa, que aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (el 26 de agosto de 1789), texto básico que inspira la política moderna y que en su preámbulo alude a la felicidad como objeto del Gobierno de la Nación: “Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer en una Declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre; para que esta declaración, estando continuamente presente en la mente de los miembros de la corporación social, les recuerde permanentemente sus derechos y sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo, pudiendo ser confrontados en todo momento con los fines de toda institución política, puedan ser más respetados; y para que las reclamaciones de los Ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad de todos”.
Todavía queda mas claro el derecho de los gobernados a ser felices en la Declaración de Derechos de Virginia, de 1776, prefacio de la actual Constitución de Estados Unidos, uno de los textos emblemáticos del constitucionalismo universal, que proclama: «Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que no pueden privar o desposeer a su posteridad por ninguna especie de contrato, cuando se incorporan a la sociedad; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad».
La Constitución española vigente, la de 1978, exaltada como modélica por la propaganda institucional, no es en modo alguno un texto digno de alabanza, sino todo un fracaso, porque esa Carta Magna ha permitido que los políticos españoles construyan un país injusto, desigual, arbitrario, donde los ciudadanos desprecian a sus dirigentes y poblado de desempleados, pobres, desconfiados y demasiados seres asustados e infelices.
También ha permitido que el poder de los políticos y de sus partidos sea desproporcionado y sin control y que los saqueadores, estafadores y mentirosos hayan actuado sin trabas y con impunidad, sin que ni siquiera hayan tenido que pedir perdón ni devolver la ingente cantidad de dinero robada a la ciudadanía.
Nuestra Constitución ha permitido que miles de políticos se hayan enriquecido robando y que la democracia haya sido violada en todas sus reglas básicas, desde la separación de poderes a la autonomía de la sociedad civil, sin olvidar la participación del ciudadano en la política y la existencia de una ley igual para todos, entre otras muchas carencias y dramas.
El derecho de los ciudadanos a ser felices ha sido ignorado no solo por la Constitución sino también por la clase política española, a pesar de que ese es el principal deber de un gobierno democrático moderno. Los partidos y sus políticos profesionales han antepuesto miles de veces sus propios intereses a los del pueblo y al bien común y han construido un Estado deplorable, injusto y corrompido, que ni siquiera es ya capaz de ilusionar a sus ciudadanos y mantener unidos a sus territorios.
La única explicación del drama español está en el fracaso de su clase dirigente, a la que el pueblo no solo rechaza sino que está aprendiendo a odiar y de la que pretende vengarse en las próximas elecciones.
Y la explicación de ese fracaso de los políticos españoles, escandaloso y miserable, está claramente identificada en el texto francés de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: "la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos".
Francisco Rubiales
La incapacidad para hacer felices a los ciudadanos es el mayor exponente del fracaso de la política actual y la peor lacra de una clase política que cada día es más despreciada y rechazada por la ciudadanía.
Albert Rivera pronunció un día, cuando los vientos soplaban a favor de Ciudadanos, una frase que atrajo a miles de votantes: "Yo no aspiro a un país de gente cabreada, aspiro a un país de gente feliz".
¿Alguien puede imaginar que Pedro Sánchez le ama? La inmensa mayoría de nuestros dirigentes sólo se aman ellos mismos y esparcen en su entorno división, odio, enfrentamientos y dolor.
La felicidad es un derecho supremo del ser humano que los políticos han olvidado. El asesinato de la felicidad es un pecado mundial, peor, incluso, que los asesinatos de la democracia, la paz y la libertad, pero en algunos países, entre ellos España, el retroceso de la felicidad es escandaloso.
Los ciudadanos, por su parte, también han olvidado que tienen derecho a ser felices y que todo político, dirigente y partido tienen que luchar para que los ciudadanos la consigan.
¿Alguien ha escuchado a un líder político hablar en sus discursos de amor o felicidad? No se atreven porque están tan podridos que son incapaces hasta de entender esos conceptos.
En estas circunstancias, votar en las urnas a un político creador de infelicidad es un estúpido suicidio inexplicable.
Los españoles hemos olvidado que el primer deber de todo gobierno es procurar y lograr la felicidad de sus ciudadanos. Ese deber, recogido en las principales constituciones del mundo moderno y en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, no aparece en la vigente Constitución española de 1978. Y esa ausencia se nota porque los gobiernos de España, mas que luchar por la felicidad de sus ciudadanos, parece que han luchado por todo lo contrario, por hacerlos sufrir con privaciones, injusticias, arbitrariedades, impuestos confiscatorios, abusos de poder y corrupción a gran escala.
Sin embargo, la Constitución de Cádiz de 1812, primer texto constitucional de nuestra historia, sí proclamaba en su artículo 13 el derecho de los ciudadanos a ser felices: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.
Esa proclamación tiene unos procedentes históricos en la Revolución Francesa, que aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (el 26 de agosto de 1789), texto básico que inspira la política moderna y que en su preámbulo alude a la felicidad como objeto del Gobierno de la Nación: “Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer en una Declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre; para que esta declaración, estando continuamente presente en la mente de los miembros de la corporación social, les recuerde permanentemente sus derechos y sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo, pudiendo ser confrontados en todo momento con los fines de toda institución política, puedan ser más respetados; y para que las reclamaciones de los Ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad de todos”.
Todavía queda mas claro el derecho de los gobernados a ser felices en la Declaración de Derechos de Virginia, de 1776, prefacio de la actual Constitución de Estados Unidos, uno de los textos emblemáticos del constitucionalismo universal, que proclama: «Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que no pueden privar o desposeer a su posteridad por ninguna especie de contrato, cuando se incorporan a la sociedad; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad».
La Constitución española vigente, la de 1978, exaltada como modélica por la propaganda institucional, no es en modo alguno un texto digno de alabanza, sino todo un fracaso, porque esa Carta Magna ha permitido que los políticos españoles construyan un país injusto, desigual, arbitrario, donde los ciudadanos desprecian a sus dirigentes y poblado de desempleados, pobres, desconfiados y demasiados seres asustados e infelices.
También ha permitido que el poder de los políticos y de sus partidos sea desproporcionado y sin control y que los saqueadores, estafadores y mentirosos hayan actuado sin trabas y con impunidad, sin que ni siquiera hayan tenido que pedir perdón ni devolver la ingente cantidad de dinero robada a la ciudadanía.
Nuestra Constitución ha permitido que miles de políticos se hayan enriquecido robando y que la democracia haya sido violada en todas sus reglas básicas, desde la separación de poderes a la autonomía de la sociedad civil, sin olvidar la participación del ciudadano en la política y la existencia de una ley igual para todos, entre otras muchas carencias y dramas.
El derecho de los ciudadanos a ser felices ha sido ignorado no solo por la Constitución sino también por la clase política española, a pesar de que ese es el principal deber de un gobierno democrático moderno. Los partidos y sus políticos profesionales han antepuesto miles de veces sus propios intereses a los del pueblo y al bien común y han construido un Estado deplorable, injusto y corrompido, que ni siquiera es ya capaz de ilusionar a sus ciudadanos y mantener unidos a sus territorios.
La única explicación del drama español está en el fracaso de su clase dirigente, a la que el pueblo no solo rechaza sino que está aprendiendo a odiar y de la que pretende vengarse en las próximas elecciones.
Y la explicación de ese fracaso de los políticos españoles, escandaloso y miserable, está claramente identificada en el texto francés de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: "la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos".
Francisco Rubiales