Alguien ha dicho que la celebración navideña es una revolución, porque trastoca nuestros hábitos, nuestras costumbres, nuestros esquemas, nuestras rutinas. La Navidad nos saca, en cierta manera, de nuestro “yo” y nos abre a los que nos rodean. A veces, los mayores nos resistimos a meternos en la celebración, a cambiar la comida, a gastar más de lo ordinario, a comunicarnos con los amigos, a hacer regalos, pero después nos alegramos de haber roto la incomunicación, la rutina, la mediocridad, la racanería. Y reconocemos que eso habría que hacerlo más veces al año.
Por tanto, aunque la celebración navideña nos introduzca en el alboroto, en la asonada, en el desorden, nos devuelve la fuerza de la vida, de la alegría, de la comunicación., de nuestra personalidad. La celebración nos brinda la posibilidad de volver a la tradición, a las raíces, al crecimiento de la persona. Es como saltar la rutina y sacar el aprendizaje de que toda nuestra vida debe ser una fiesta, un rito que nos devuelva lo bueno que hemos vivido, la alegría de vivir actualmente y la necesidad de amar siempre.
Muchos jóvenes huyen estos días de la familia y quieren celebrarlo a su manera, sin ritos ni ceremonias, a lo laico, deteriorándose un poco más, envileciéndose un poco más, huyendo de los demás y de sí mismo. En vez de buscar a los familiares y amigos para comer y beber en su compañía, buscamos a otros para beber y comer con guardias de seguridad y reservado el derecho de admisión. En vez de abrir el círculo, lo cerramos para que nadie venga a molestarnos y a contarnos sus penas.
Así, la celebración se degenera y se reduce a una superficialidad que no acrecienta la intimidad ni el amor, sino el egoísmo y el escapismo. Estos días recibimos muchas invitaciones a la fiesta. Son como llamadas que nos invitan a responder y al encuentro con los demás. Si no hay respuesta ni encuentro, tampoco hay Navidad. Y volverá uno y otro año a apelarme, a llamarme, a invitarme.
Lo bueno de la fiesta navideña es su intensidad, su capacidad, su profundidad, la cantidad y calidad de energía que produce en nosotros. Vivir casi quince días de fiesta sin sacar ningún provecho o aprendizaje para el nuevo año que se nos avecina, es empobrecerse aún más y desaprovechar la celebración sólo con la distracción, la imagen y el consumo.
La revolución navideña nos garantiza que, naturalmente, es bueno concedernos una abundancia a la que tenemos derecho por lo menos una vez al año. Pero, desde esa abundancia, debemos también abrirnos a la generosidad con los que no se la pueden conceder. Y, desde ahí, también, deberíamos sacar un recordatorio periódico de que nuestra vida está llamada a ser una gran fiesta.
JUAN LEIVA
Por tanto, aunque la celebración navideña nos introduzca en el alboroto, en la asonada, en el desorden, nos devuelve la fuerza de la vida, de la alegría, de la comunicación., de nuestra personalidad. La celebración nos brinda la posibilidad de volver a la tradición, a las raíces, al crecimiento de la persona. Es como saltar la rutina y sacar el aprendizaje de que toda nuestra vida debe ser una fiesta, un rito que nos devuelva lo bueno que hemos vivido, la alegría de vivir actualmente y la necesidad de amar siempre.
Muchos jóvenes huyen estos días de la familia y quieren celebrarlo a su manera, sin ritos ni ceremonias, a lo laico, deteriorándose un poco más, envileciéndose un poco más, huyendo de los demás y de sí mismo. En vez de buscar a los familiares y amigos para comer y beber en su compañía, buscamos a otros para beber y comer con guardias de seguridad y reservado el derecho de admisión. En vez de abrir el círculo, lo cerramos para que nadie venga a molestarnos y a contarnos sus penas.
Así, la celebración se degenera y se reduce a una superficialidad que no acrecienta la intimidad ni el amor, sino el egoísmo y el escapismo. Estos días recibimos muchas invitaciones a la fiesta. Son como llamadas que nos invitan a responder y al encuentro con los demás. Si no hay respuesta ni encuentro, tampoco hay Navidad. Y volverá uno y otro año a apelarme, a llamarme, a invitarme.
Lo bueno de la fiesta navideña es su intensidad, su capacidad, su profundidad, la cantidad y calidad de energía que produce en nosotros. Vivir casi quince días de fiesta sin sacar ningún provecho o aprendizaje para el nuevo año que se nos avecina, es empobrecerse aún más y desaprovechar la celebración sólo con la distracción, la imagen y el consumo.
La revolución navideña nos garantiza que, naturalmente, es bueno concedernos una abundancia a la que tenemos derecho por lo menos una vez al año. Pero, desde esa abundancia, debemos también abrirnos a la generosidad con los que no se la pueden conceder. Y, desde ahí, también, deberíamos sacar un recordatorio periódico de que nuestra vida está llamada a ser una gran fiesta.
JUAN LEIVA