La sociedad condena con contundencia la pederastia; es un vicio, un yerro, que, como el de la soberbia, desagrada tanto a Dios como a los hombres. Pederastia (Del gr. Pais, paidos, niño, y erastes, amante) significa abuso deshonesto cometido contra los niños, según el Dicc. de la RAE, 22ª edic. 2001. Es sinónimo de paidofilia, pedofilia, sodomía, homosexualidad.
Se produce con frecuencia en el entorno del propio niño, entre familiares y allegados; es producto de gente viciosa, inconsistente y sin dominio personal. Pero, este desgarro terrible se convierte en un delito atroz, al darse en la conducta licenciosa de algunos curas de hálito y hábito nauseabundos. La Prensa ha difundido estos días noticias relativas a este triste y maloliente asunto; entre ellas, destacan ciertos medios de difusión anticlericales, que disfrutan removiendo la pestilencia de unos clérigos pecadores, como si la pederastia fuese vileza solamente clerical y cargando las tintas contra la Iglesia, a la que acosan y acusan por su negligencia en expulsarlos sin dilación, en lo que tratan de implicar a las altas jerarquías; y otros, que rechazando esta vergonzosa perversión, la lamentan con pena, se escandalizan y se preguntan cómo se ha dejado suceder un hecho tan grave.
En los Seminarios y noviciados, se ha tratado siempre con contundencia el más mínimo atisbo de pedofilia y sodomía. De la noche a la mañana, desaparecía de las filas alguno que había sido cogido in fraganti. Los Rectores y los Prefectos en contacto con los seminaristas y novicios debieron escrutar con detenimiento las maneras e inclinaciones de esos lujuriosos que se les camuflaron y llegaron a tomar las órdenes sagradas; tal vez, alguno sibilino y astuto supo ocultar sus tendencias, su apego a los bajos instintos y su falta de dominio de la voluntad, pero observando bien lo hubieran detectado. Por otra parte, si algún clérigo de estos se les coló, debió ser expulsado de modo fulminante en cuanto se descubrió, para evitar el daño a los implicados y a la Iglesia. No se entiende en estos casos la atonía y parsimonia en actuar contra ellos con prontitud y firmeza. Los obispos han de actuar con contundencia y tramitar con premura la correspondiente denuncia ante la justicia; y, si no, se ha actuar con decisión contra el obispo y contra el cura.
Es un hecho vergonzoso y abominable por el desgarro que soportan y sufren en silencio esos niños, víctimas indefensas de gente sin escrúpulos y sin corrección moral, que deben caer en manos de la justicia y reparar el daño cometido; y no sólo esos curas aberrantes y soeces, sino también los laicos, que medran con la pederastia tan abundante desgraciadamente, en el tráfico infantil recluido en prostíbulos para viciosos desvergonzados y groseros, en revistas y páginas de Internet y en muchas otras situaciones muy particulares que uno ni puede sospechar. La sociedad recrimina y rechaza con gran ahínco e intolerancia esos actos degenerados; y la intolerancia social no se muestra sólo con los actuantes, sino también con sus cómplices y colaboradores que los tapan y les dan cobertura. Todos han de caer en la oscura mazmorra de la cárcel.
C. Mudarra
Se produce con frecuencia en el entorno del propio niño, entre familiares y allegados; es producto de gente viciosa, inconsistente y sin dominio personal. Pero, este desgarro terrible se convierte en un delito atroz, al darse en la conducta licenciosa de algunos curas de hálito y hábito nauseabundos. La Prensa ha difundido estos días noticias relativas a este triste y maloliente asunto; entre ellas, destacan ciertos medios de difusión anticlericales, que disfrutan removiendo la pestilencia de unos clérigos pecadores, como si la pederastia fuese vileza solamente clerical y cargando las tintas contra la Iglesia, a la que acosan y acusan por su negligencia en expulsarlos sin dilación, en lo que tratan de implicar a las altas jerarquías; y otros, que rechazando esta vergonzosa perversión, la lamentan con pena, se escandalizan y se preguntan cómo se ha dejado suceder un hecho tan grave.
En los Seminarios y noviciados, se ha tratado siempre con contundencia el más mínimo atisbo de pedofilia y sodomía. De la noche a la mañana, desaparecía de las filas alguno que había sido cogido in fraganti. Los Rectores y los Prefectos en contacto con los seminaristas y novicios debieron escrutar con detenimiento las maneras e inclinaciones de esos lujuriosos que se les camuflaron y llegaron a tomar las órdenes sagradas; tal vez, alguno sibilino y astuto supo ocultar sus tendencias, su apego a los bajos instintos y su falta de dominio de la voluntad, pero observando bien lo hubieran detectado. Por otra parte, si algún clérigo de estos se les coló, debió ser expulsado de modo fulminante en cuanto se descubrió, para evitar el daño a los implicados y a la Iglesia. No se entiende en estos casos la atonía y parsimonia en actuar contra ellos con prontitud y firmeza. Los obispos han de actuar con contundencia y tramitar con premura la correspondiente denuncia ante la justicia; y, si no, se ha actuar con decisión contra el obispo y contra el cura.
Es un hecho vergonzoso y abominable por el desgarro que soportan y sufren en silencio esos niños, víctimas indefensas de gente sin escrúpulos y sin corrección moral, que deben caer en manos de la justicia y reparar el daño cometido; y no sólo esos curas aberrantes y soeces, sino también los laicos, que medran con la pederastia tan abundante desgraciadamente, en el tráfico infantil recluido en prostíbulos para viciosos desvergonzados y groseros, en revistas y páginas de Internet y en muchas otras situaciones muy particulares que uno ni puede sospechar. La sociedad recrimina y rechaza con gran ahínco e intolerancia esos actos degenerados; y la intolerancia social no se muestra sólo con los actuantes, sino también con sus cómplices y colaboradores que los tapan y les dan cobertura. Todos han de caer en la oscura mazmorra de la cárcel.
C. Mudarra