La Democracia tiene eso, que nadie debe darse por ganador absoluto para siempre. Y eso es lo bueno, porque los hombres somos orgullosos y nos gustaría acabar con la oposición y eternizarnos en el poder para siempre. Se ha dicho que “el poder corrompe y, si es absoluto, corrompe absolutamente.” En cambio, la paz llega cuando aceptamos la realidad, callamos y asumimos con despreocupación la llamada del desierto: “No pasa nada y, si pasa, como si no pasara.” Se acaban los poderes, enmudecen los teléfonos y comienza a imponerse la fría realidad con sus limitaciones. Al PSOE le ha tocado, esta vez, volver al desierto. Al PP, ocupar la mesa donde se resuelve la producción, la eficacia y el poder. A ninguno de los dos les confiará el pueblo un “status” sin fin.
Los gobiernos son los que pierden las elecciones, pero el pueblo es el que los manda al desierto. Zapatero añadía el mismo día de la derrota que el pueblo no se equivoca nunca. Y en eso se apoya la grandeza de la democracia, en la soberanía popular. El desierto es el sanatorio de los políticos. Los antiguos profetas de la Biblia y los santos padres herederos de los apóstoles pasaban por el desierto, antes de emprender una actividad importante. El desierto no es un término, sino un lugar de paso para corregir los errores.
Esa llanura inmensa de arena, que llena los ojos de luz durante el día se llama realismo; y estrellas que los inunda durante la noche, se llama esperanza. El desierto es la prueba para aprender a obedecer a Dios y fiarse del pueblo. Y es el lugar donde el hombre se siente tentado. En primer lugar, se le ofrece el poder materialista de convertirse en el primer productor del mercado. En segundo lugar, se le asegura que le dará el poder de la eficacia con prodigiosas actividades publicitarias. Y, en tercer lugar, se le ofrece el poder político sobre todos los países, convirtiéndolo en una de las potencias del grupo de los poderosos con la mayor renta per cápita.
El desierto, aparentemente, es el hábitat más difícil para producir comida, para ser eficaz y para conseguir poder. Pero, cuando los vientos lo inundan de dunas, se cierran los caminos, desaparecen las rutas y se pierde la esperanza. Entonces, el desierto es la desesperación. Pero, al mismo tiempo, el desierto con horizontes es la luz que ilumina al hombre para encontrar soluciones a todo.
Y surge entonces el amor a los hermanos y la entrega sincera a la comunidad en la que debemos encarnarnos sin reservas; la comprensión humilde del pobre y sus problemas y la dialéctica equilibrada para entendernos. En el desierto, dice un proverbio tuareg: “Alejad las tiendas y acercad los corazones.” Si esto es verdad para los nómadas, cuánto más será para nosotros los occidentales, que vivimos apiñados en apartamentos superpuestos y ahogados por ruidos chirriantes.
JUAN LEIVA
Los gobiernos son los que pierden las elecciones, pero el pueblo es el que los manda al desierto. Zapatero añadía el mismo día de la derrota que el pueblo no se equivoca nunca. Y en eso se apoya la grandeza de la democracia, en la soberanía popular. El desierto es el sanatorio de los políticos. Los antiguos profetas de la Biblia y los santos padres herederos de los apóstoles pasaban por el desierto, antes de emprender una actividad importante. El desierto no es un término, sino un lugar de paso para corregir los errores.
Esa llanura inmensa de arena, que llena los ojos de luz durante el día se llama realismo; y estrellas que los inunda durante la noche, se llama esperanza. El desierto es la prueba para aprender a obedecer a Dios y fiarse del pueblo. Y es el lugar donde el hombre se siente tentado. En primer lugar, se le ofrece el poder materialista de convertirse en el primer productor del mercado. En segundo lugar, se le asegura que le dará el poder de la eficacia con prodigiosas actividades publicitarias. Y, en tercer lugar, se le ofrece el poder político sobre todos los países, convirtiéndolo en una de las potencias del grupo de los poderosos con la mayor renta per cápita.
El desierto, aparentemente, es el hábitat más difícil para producir comida, para ser eficaz y para conseguir poder. Pero, cuando los vientos lo inundan de dunas, se cierran los caminos, desaparecen las rutas y se pierde la esperanza. Entonces, el desierto es la desesperación. Pero, al mismo tiempo, el desierto con horizontes es la luz que ilumina al hombre para encontrar soluciones a todo.
Y surge entonces el amor a los hermanos y la entrega sincera a la comunidad en la que debemos encarnarnos sin reservas; la comprensión humilde del pobre y sus problemas y la dialéctica equilibrada para entendernos. En el desierto, dice un proverbio tuareg: “Alejad las tiendas y acercad los corazones.” Si esto es verdad para los nómadas, cuánto más será para nosotros los occidentales, que vivimos apiñados en apartamentos superpuestos y ahogados por ruidos chirriantes.
JUAN LEIVA