El nacionalismo es un virus que corroe el ser nacional y el encuentro de los españoles. El Estado de las autonomías y la indisoluble unidad de la nación española no casan, han traído grave problemática; tras siglos de grandes discusiones y debates y hasta luchas y guerras, la cuestión permanece. Los nacionalistas, mientras no tengan una representación significativa, habían de tener un límite a su presencia política, de ahí la necesidad de reformar la Ley Electoral.
Aquí, hay varias regiones y muchas `nacionalidades'. Aquí, la vivencia nacionalista tiene arraigo, es indudable; son unos grupúsculos muy determinados, que, convencidos de que pueden vivir por su cuenta, quieren la separación. Ese ansia de independencia y soberanía causa a España una gran inquietud, sumida en desencuentros continuos y en el desconcierto nacional. Ante la posible desmembración de España, se vive un profundo descontento social, la rebeldía e incomodidad nacionalistas crean, en la familia nacional graves conflictos. Se pone en entredicho el concepto de nación; la nación es un concepto polisémico que cada colectividad se forja. No obstante, según el derecho internacional en Estados históricamente constituidos, el respeto a la unidad nacional y a la integridad territorial impone que la única vía posible de secesión sea la que se haga conforme a los procedimientos constitucionales internos.
La vida en medio de este desbarajuste nacionalista es bronca e hiriente; esa exigencia continua, ese irse y quedarse, ese diario tira y afloja de ni contigo ni sin ti se hace insoportable, a pesar de que España es una antigua nación con muchos lazos comunes y, sin duda, muchos intereses compartidos; esos grupos nacionalistas periféricos se cuestionan la idea de España y, sobre todo, su entidad como Estado. La cuestionan los soberanistas no por una ideología de motivaciones éticas identitarias, sino monetarias e interesadas; el nacionalismo no es altruista, busca el tintín de los dineros.
Todos se amparan en la historia en apoyo de sus argumentaciones. En 1978, renunciando cada uno a sus particulares intereses, se estableció, mediante el consenso, la concordia y el acuerdo, un ámbito de comunión y avenencia que ha venido siendo, hasta el 2004, expresivo y asombroso logro. Parece que aquel convenio aglutinante y conciliador que, cerrando heridas, llegó al abrazo político y a la hermandad, en una Nación y un solo Estado ya seculares, ha perdido vigencia, ha dejado de entusiasmar a muchos que no han querido olvidar inquinas y desprenderse de odios pretéritos.
No es fácil hallar una solución ni cómo arreglar esta diáspora de pueblos, que amenaza la existencia de España; tiene que haber algún remedio por la simple razón de ser lo más conveniente para todos; no somos tan `diferentes, tan `extraños', unos de otros. Habrá que dibujar una España como una convivencia de pueblos que convivan gentes que cantan sevillanas, jotas o sardanas que hablan lenguas distintas y que se aludan y rezan en español.
Es presiso borrar todas las diferencias y entablar y cerrar los lazos de unión fuertes y concluyentes. España, como la Unión Europea, exigen para su supervivencia la unidad política y monetaria, consistente y estable, lo contrario traerá su perdición.
C. Mudarra
Aquí, hay varias regiones y muchas `nacionalidades'. Aquí, la vivencia nacionalista tiene arraigo, es indudable; son unos grupúsculos muy determinados, que, convencidos de que pueden vivir por su cuenta, quieren la separación. Ese ansia de independencia y soberanía causa a España una gran inquietud, sumida en desencuentros continuos y en el desconcierto nacional. Ante la posible desmembración de España, se vive un profundo descontento social, la rebeldía e incomodidad nacionalistas crean, en la familia nacional graves conflictos. Se pone en entredicho el concepto de nación; la nación es un concepto polisémico que cada colectividad se forja. No obstante, según el derecho internacional en Estados históricamente constituidos, el respeto a la unidad nacional y a la integridad territorial impone que la única vía posible de secesión sea la que se haga conforme a los procedimientos constitucionales internos.
La vida en medio de este desbarajuste nacionalista es bronca e hiriente; esa exigencia continua, ese irse y quedarse, ese diario tira y afloja de ni contigo ni sin ti se hace insoportable, a pesar de que España es una antigua nación con muchos lazos comunes y, sin duda, muchos intereses compartidos; esos grupos nacionalistas periféricos se cuestionan la idea de España y, sobre todo, su entidad como Estado. La cuestionan los soberanistas no por una ideología de motivaciones éticas identitarias, sino monetarias e interesadas; el nacionalismo no es altruista, busca el tintín de los dineros.
Todos se amparan en la historia en apoyo de sus argumentaciones. En 1978, renunciando cada uno a sus particulares intereses, se estableció, mediante el consenso, la concordia y el acuerdo, un ámbito de comunión y avenencia que ha venido siendo, hasta el 2004, expresivo y asombroso logro. Parece que aquel convenio aglutinante y conciliador que, cerrando heridas, llegó al abrazo político y a la hermandad, en una Nación y un solo Estado ya seculares, ha perdido vigencia, ha dejado de entusiasmar a muchos que no han querido olvidar inquinas y desprenderse de odios pretéritos.
No es fácil hallar una solución ni cómo arreglar esta diáspora de pueblos, que amenaza la existencia de España; tiene que haber algún remedio por la simple razón de ser lo más conveniente para todos; no somos tan `diferentes, tan `extraños', unos de otros. Habrá que dibujar una España como una convivencia de pueblos que convivan gentes que cantan sevillanas, jotas o sardanas que hablan lenguas distintas y que se aludan y rezan en español.
Es presiso borrar todas las diferencias y entablar y cerrar los lazos de unión fuertes y concluyentes. España, como la Unión Europea, exigen para su supervivencia la unidad política y monetaria, consistente y estable, lo contrario traerá su perdición.
C. Mudarra