Es la hora de China. Los imperios, como es natural, nacen y mueren. Hoy, la inercia de los movimientos pendulares de la historia se dirige lentamente al Extremo Oriental. Se avizoran transformaciones relevantes en el curso de este siglo XXI y Europa, atareada en sus crisis y titubeos personalistas, está perdiendo el tren acelerado del proceso modernizador que luego, carcomida por su decadencia esclerótica, no podrá coger y quedará en la estación de la marginalidad. Su ser específico se basa en una preponderancia del pretérito pluscuamperfecto.
China, bajo su largo silencio, avanza con impulso desafiante, hacia unos espacios modernos, que la convertirán en núcleo del desarrollo y la prosperidad, de modo que esta Roma emergente hará del Pacífico su “Mare Nostrum”, ruta del saber y de la ciencia de tiempos nuevos y flujos permutantes que instan arrolladores a horizontes desconocidos de una época incidente y vertiginosa. Los entusiasmos viajarán a Sanghai, arderán con la fiebre de hablar chino y se impondrá la pella con palillos. Pero, siempre, tendremos un enorme mercado, ya es el momento, para introducir el jamón y nuestro exquisito aceite.
Europa se enclaustra y China se abre. China muestra lentamente un predominio mundial que, sin alardes, cada vez se hace más patente; alberga, en su ser íntimo, los mecanismos adecuados para encarar la complejidad del difícil entramado que atrapa a la Comunidad Occidental tras el 11-S. China, civilización milenaria, anda a la espera de encauzar, hace siglos, su designio imperial; y ello lo hará, al ir sembrando y hacer arraigar en su barbecho el poder energético de las formas del primer mundo. Tras su hibernación histórica, inicia el sabio y tenue descubrimiento de una expectativa confuciana, para digerir, con la calma budista, la entidad occidental. La inmensidad de su envergadura, bogando a favor de la realidad temporal, despierta con apetencia del futuro, que le ríe favorable.
China despliega las velas de su hegemonía. Y navega asida a su voluptuosidad dúctil, sin el bagaje de culpas y trabas históricas. Porta la solidez de su equilibrio llevada por su rigurosa efectividad, en constante agitación y dinamismo.
Camilo Valverde Mudarra
China, bajo su largo silencio, avanza con impulso desafiante, hacia unos espacios modernos, que la convertirán en núcleo del desarrollo y la prosperidad, de modo que esta Roma emergente hará del Pacífico su “Mare Nostrum”, ruta del saber y de la ciencia de tiempos nuevos y flujos permutantes que instan arrolladores a horizontes desconocidos de una época incidente y vertiginosa. Los entusiasmos viajarán a Sanghai, arderán con la fiebre de hablar chino y se impondrá la pella con palillos. Pero, siempre, tendremos un enorme mercado, ya es el momento, para introducir el jamón y nuestro exquisito aceite.
Europa se enclaustra y China se abre. China muestra lentamente un predominio mundial que, sin alardes, cada vez se hace más patente; alberga, en su ser íntimo, los mecanismos adecuados para encarar la complejidad del difícil entramado que atrapa a la Comunidad Occidental tras el 11-S. China, civilización milenaria, anda a la espera de encauzar, hace siglos, su designio imperial; y ello lo hará, al ir sembrando y hacer arraigar en su barbecho el poder energético de las formas del primer mundo. Tras su hibernación histórica, inicia el sabio y tenue descubrimiento de una expectativa confuciana, para digerir, con la calma budista, la entidad occidental. La inmensidad de su envergadura, bogando a favor de la realidad temporal, despierta con apetencia del futuro, que le ríe favorable.
China despliega las velas de su hegemonía. Y navega asida a su voluptuosidad dúctil, sin el bagaje de culpas y trabas históricas. Porta la solidez de su equilibrio llevada por su rigurosa efectividad, en constante agitación y dinamismo.
Camilo Valverde Mudarra