El escenario al que se enfrenta el histórico Partido Socialista Obrero Español se oscurece por momentos. Descabezado, dividido, enfrentado y errático, sus posibilidades de gobernar algún día se evaporan tan rápido como la confianza del electorado en una formación que en los buenos tiempos supo capitalizar unos sentimientos de identidad con un ímpetu verdaderamente formidable. La operación cosmética de los comunistas españoles más lúcidos cristalizada en PODEMOS (ahora Unidos Podemos tras la inclusión de la rancia Izquierda Unida en el proyecto) les ha arrebatado la legitimidad moral en el espectro ideológico de la “izquierda”. Para muchos españoles, el PSOE no representa ya la causa por la que han peleado durante muchos años, o simplemente prefieren al original en vez de a la copia tras el torpe intento de imitar descaradamente a la formación morada, humillación mediante.
Pero esta crisis no es la causa, tan sólo es un síntoma. Un síntoma de la enfermedad que se inició cuando allá por el año 2000, José Luis Rodríguez Zapatero accedió a la Secretaría General. Se iniciaba entonces una era en la que la ingenuidad y el buenismo inquisitorial iban a irrumpir con fuerza en el escenario político español; el arribismo y el dogma ideológico iban a primar sobre las verdaderas capacidades individuales; la incompetencia iba a estar recompensada con ministerios inservibles creados al efecto; el despilfarro iba a erigirse en religión de estado y millones de personas iban a perder sus empleos. Pero el gran pecado -si se puede llamar así- del PSOE fueron, por un lado, la complicidad criminal con los nacionalistas vascos y catalanes con tal de ganar apoyos electorales, impulsando un nuevo Estatuto para Cataluña cual capricho a un niño malcriado y forzando a un politizado Tribunal Constitucional a permitir que ETA pueda sentarse hoy en los Parlamentos y que se le otorgue “legitimidad” democrática (sólo con este precedente puede tragarse que los dirigentes de una formación “presidenciable” como PODEMOS declaren sin sentir un ápice de vergüenza que el terrorista Otegui es un hombre de paz, o que a ver cuándo los presos etarras van saliendo de las cárceles para abrazar a sus familias, en un privilegio de sus víctimas no tendrán jamás); y el guerracivilismo por otro.
Me detengo especialmente en este punto. En un país tan dado a destruirse a sí mismo, el encomiable esfuerzo de reconciliación que se llevó a cabo durante la Transición, se hizo añicos. La legítima investigación de lo que sucedió realmente durante la Guerra Civil quedó desvirtuada por la irrupción de un lenguaje y de unas aptitudes que traían el olor a pólvora y el rugir de los cañones de nuevo a las calles de España. De nuevo aparecen los bandos, los odios, los deseos de ajustar cuentas y, en definitiva, la lucha fratricida. La herida que con tanto trabajo había ya cicatrizado, fue abierta inmisericordemente por un Partido que se vanagloria de su Historia. Me pregunto de cuál. ¿De sus orígenes marxistas? ¿Del apoyo al terrorismo de Estado (tradición de la que los GAL fueron dignos herederos) de su fundador Pablo Iglesias? ¿Del sectarismo bolchevizado de Francisco Largo Caballero, cuando los estandartes de Lenin y Stalin, esos activistas por los Derechos Humanos, se enarbolaban con tanto orgullo como hoy el ecologismo o el feminismo? ¿De la sangre de las Checas de Madrid? ¿De la corrupción institucionalizada? ¿Del cortijo andaluz que ha conducido a una rica Comunidad Autónoma a la pobreza, la ignorancia y la miseria?
Todo lo que han sabido ofrecer para los momentos difíciles en que nos hallamos ha sido a un candidato tan ambicioso como torpe, empapado del lenguaje frentepopulista de grandes bloques: “Izquierda”, “Derecha”, “Buenos”, “Malos”. Somos los buenos y jamás dialogaremos con los malos. Somos de izquierdas, nunca hablaremos con la Derecha. Ese lenguaje se quedó obsoleto hace mucho. Izquierda y Derecha no tienen sentido más allá de la Revolución Francesa. El no haber sabido entender que lo que importa realmente son las buenas ideas, que los planteamientos que albergan las personas son mucho más complejos que las simplificaciones insultantes e interesadas les ha llevado a donde están: a ponerse en manos de un líder que es capaz de empujar a su propia madre por las escaleras con tal de ser Presidente del Gobierno. Y si las opciones están entre la arrogancia criminal de Sánchez o la corrupción como principal aval de Susana Díaz, cabe concluir, lamentablemente para muchos de los votantes, que el Zapaterismo devoró a un partido que pudo haber transitado por la senda de la sensatez del estadista sobrio, y que ahora es inseparable de su identidad.
Pablo Gea Congosto
Pero esta crisis no es la causa, tan sólo es un síntoma. Un síntoma de la enfermedad que se inició cuando allá por el año 2000, José Luis Rodríguez Zapatero accedió a la Secretaría General. Se iniciaba entonces una era en la que la ingenuidad y el buenismo inquisitorial iban a irrumpir con fuerza en el escenario político español; el arribismo y el dogma ideológico iban a primar sobre las verdaderas capacidades individuales; la incompetencia iba a estar recompensada con ministerios inservibles creados al efecto; el despilfarro iba a erigirse en religión de estado y millones de personas iban a perder sus empleos. Pero el gran pecado -si se puede llamar así- del PSOE fueron, por un lado, la complicidad criminal con los nacionalistas vascos y catalanes con tal de ganar apoyos electorales, impulsando un nuevo Estatuto para Cataluña cual capricho a un niño malcriado y forzando a un politizado Tribunal Constitucional a permitir que ETA pueda sentarse hoy en los Parlamentos y que se le otorgue “legitimidad” democrática (sólo con este precedente puede tragarse que los dirigentes de una formación “presidenciable” como PODEMOS declaren sin sentir un ápice de vergüenza que el terrorista Otegui es un hombre de paz, o que a ver cuándo los presos etarras van saliendo de las cárceles para abrazar a sus familias, en un privilegio de sus víctimas no tendrán jamás); y el guerracivilismo por otro.
Me detengo especialmente en este punto. En un país tan dado a destruirse a sí mismo, el encomiable esfuerzo de reconciliación que se llevó a cabo durante la Transición, se hizo añicos. La legítima investigación de lo que sucedió realmente durante la Guerra Civil quedó desvirtuada por la irrupción de un lenguaje y de unas aptitudes que traían el olor a pólvora y el rugir de los cañones de nuevo a las calles de España. De nuevo aparecen los bandos, los odios, los deseos de ajustar cuentas y, en definitiva, la lucha fratricida. La herida que con tanto trabajo había ya cicatrizado, fue abierta inmisericordemente por un Partido que se vanagloria de su Historia. Me pregunto de cuál. ¿De sus orígenes marxistas? ¿Del apoyo al terrorismo de Estado (tradición de la que los GAL fueron dignos herederos) de su fundador Pablo Iglesias? ¿Del sectarismo bolchevizado de Francisco Largo Caballero, cuando los estandartes de Lenin y Stalin, esos activistas por los Derechos Humanos, se enarbolaban con tanto orgullo como hoy el ecologismo o el feminismo? ¿De la sangre de las Checas de Madrid? ¿De la corrupción institucionalizada? ¿Del cortijo andaluz que ha conducido a una rica Comunidad Autónoma a la pobreza, la ignorancia y la miseria?
Todo lo que han sabido ofrecer para los momentos difíciles en que nos hallamos ha sido a un candidato tan ambicioso como torpe, empapado del lenguaje frentepopulista de grandes bloques: “Izquierda”, “Derecha”, “Buenos”, “Malos”. Somos los buenos y jamás dialogaremos con los malos. Somos de izquierdas, nunca hablaremos con la Derecha. Ese lenguaje se quedó obsoleto hace mucho. Izquierda y Derecha no tienen sentido más allá de la Revolución Francesa. El no haber sabido entender que lo que importa realmente son las buenas ideas, que los planteamientos que albergan las personas son mucho más complejos que las simplificaciones insultantes e interesadas les ha llevado a donde están: a ponerse en manos de un líder que es capaz de empujar a su propia madre por las escaleras con tal de ser Presidente del Gobierno. Y si las opciones están entre la arrogancia criminal de Sánchez o la corrupción como principal aval de Susana Díaz, cabe concluir, lamentablemente para muchos de los votantes, que el Zapaterismo devoró a un partido que pudo haber transitado por la senda de la sensatez del estadista sobrio, y que ahora es inseparable de su identidad.
Pablo Gea Congosto