Los auténticos demócratas sentados en los escaños de las nuevas Cortes españolas quizás puedan contarse con los dedos de una mano.
En sentido estricto, no pueden considerarse demócratas a los representantes de los dos grandes partidos, ambos satisfechos con la partitocracia reinante y con nuestro sistema político transformado en una oligocracia, que es, precisamente, lo que los demócratas griegos clásicos consideraban como la cara opuesta de la democracia.
Ni los representantes del PSOE ni los del PP sentados en las cortes echan de menos o reivindican principios tan necesarios para que exista democracia como la separación, independencia y competencia entre los poderes básicos del Estado, el protagonismo de los ciudadanos, la existencia de controles ciudadanos al poder del Estado, la existencia de una sociedad civil fuerte, el funcionamiento de una prensa libre y crítica y, lo que es más grave, un sistema electoral libre y justo que garantice a los ciudadanos su derecho a elegir, sagrado en democracia.
El sistema electoral vigente, además de estar basado en la desigualdad y en el valor distinto de los votos, según en qué provincia se emitan y a que partidos se voten, no permite al ciudadano otra cosa que decir "sí" o ¨no" a unas listas cerradas y bloqueadas que han sido confeccionadas por las poderosas e intocables élites de los partidos, que son en realidad las que eligen.
El sistema español impide también otro rasgo fundamental en democracia: la relación directa y dependiente de los representantes con sus electores. Los diputados y senadores españoles sólo rinden cuentas a los dirigentes de sus partidos y se relacionan con los miembros de sus propios partidos, olvidando a esos ciudadanos a los que dicen representar y que sólo en teoría son los soberanos del sistema.
Los restantes miembros del Parlamento, son casi todos nacionalistas, cuyas reglas y principios se distancian dramáticamente de lo que se considera como democracia pura, un sistema basado en el deseo de los pueblos que integran una nación de convivir en libertad e igualdad. El nacionalismo dinamita la democracia al destacar más lo que disgrega que lo que une, al resaltar las diferencias, al repudiar la igualdad y al convertir la relación con los restantes miembros de la nación en un constante lamento victimista que busca ventajas y privilegios.
No conozco a pensador o filósofo moderno y demócrata que se atreva a considerar democráticos los principios que mueven a Izquierda Unida, heredera espiritual y política de un marxismo, del que es incapaz de separarse a pesar de que su plasmación comunista, el ser derribado el Muro de Berlín, fue despreciada y derrotada por el propio pueblo al que decía representar y conducir hacia el paraiso.
Sólo queda en las tristes y vergonzantes Cortes Españolas un representante que, al menos por ahora, puede exhibir su apuesta por la democracia. Se trata de Rosa Díez, cuyo partido, UPyD, ha basado su campaña en un programa de auténtica regeneración democrática, protagonismo ciudadano y crítica feroz a la obscena oligocracia de partidos reinante.
En sentido estricto, no pueden considerarse demócratas a los representantes de los dos grandes partidos, ambos satisfechos con la partitocracia reinante y con nuestro sistema político transformado en una oligocracia, que es, precisamente, lo que los demócratas griegos clásicos consideraban como la cara opuesta de la democracia.
Ni los representantes del PSOE ni los del PP sentados en las cortes echan de menos o reivindican principios tan necesarios para que exista democracia como la separación, independencia y competencia entre los poderes básicos del Estado, el protagonismo de los ciudadanos, la existencia de controles ciudadanos al poder del Estado, la existencia de una sociedad civil fuerte, el funcionamiento de una prensa libre y crítica y, lo que es más grave, un sistema electoral libre y justo que garantice a los ciudadanos su derecho a elegir, sagrado en democracia.
El sistema electoral vigente, además de estar basado en la desigualdad y en el valor distinto de los votos, según en qué provincia se emitan y a que partidos se voten, no permite al ciudadano otra cosa que decir "sí" o ¨no" a unas listas cerradas y bloqueadas que han sido confeccionadas por las poderosas e intocables élites de los partidos, que son en realidad las que eligen.
El sistema español impide también otro rasgo fundamental en democracia: la relación directa y dependiente de los representantes con sus electores. Los diputados y senadores españoles sólo rinden cuentas a los dirigentes de sus partidos y se relacionan con los miembros de sus propios partidos, olvidando a esos ciudadanos a los que dicen representar y que sólo en teoría son los soberanos del sistema.
Los restantes miembros del Parlamento, son casi todos nacionalistas, cuyas reglas y principios se distancian dramáticamente de lo que se considera como democracia pura, un sistema basado en el deseo de los pueblos que integran una nación de convivir en libertad e igualdad. El nacionalismo dinamita la democracia al destacar más lo que disgrega que lo que une, al resaltar las diferencias, al repudiar la igualdad y al convertir la relación con los restantes miembros de la nación en un constante lamento victimista que busca ventajas y privilegios.
No conozco a pensador o filósofo moderno y demócrata que se atreva a considerar democráticos los principios que mueven a Izquierda Unida, heredera espiritual y política de un marxismo, del que es incapaz de separarse a pesar de que su plasmación comunista, el ser derribado el Muro de Berlín, fue despreciada y derrotada por el propio pueblo al que decía representar y conducir hacia el paraiso.
Sólo queda en las tristes y vergonzantes Cortes Españolas un representante que, al menos por ahora, puede exhibir su apuesta por la democracia. Se trata de Rosa Díez, cuyo partido, UPyD, ha basado su campaña en un programa de auténtica regeneración democrática, protagonismo ciudadano y crítica feroz a la obscena oligocracia de partidos reinante.
Comentarios: