La presencia de Gaspar Zarrías, nada menos que un Secretario de Estado del gobierno de Zapatero, en el reciente acto de respaldo a Baltasar Garzón, celebrado en la Universidad Complutense, donde se vertieron críticas de gran calado contra el Tribunal Supremo, ha desatado críticas y preocupaciones por lo que encierra como gesto antisistema e intento demencial por resucitar en España los peores fantasmas del pasado, aquellos que nos llevaron al enfrentamiento civil y a las calles y cunetas llenas de sangre.
Los españoles saben que el general Franco está muerto, que Gaspar Zarrías está vivo y que ese puede ser el verdadero problema. Los muertos nunca hacen daño a los vivos. Son los vivos los peligrosos, sobre todo si emplean mal su poder. Y algunos están empleando mal su poder en España porque son capaces de poner en peligro el sistema con tal de impedir la alternancia y evitar por todos los medios que la derecha gane las próximas elecciones.
Sin embargo, esa estrategia de desempolvar momias, de ignorar la paz acordada y de convocar a los peores fantasmas del pasado podría salirles mal porque ignoran un dato importante: todavía no son muchos, pero cada día hay más españoles que, asqueados ante la depravación de la democracia, secuestrada por políticos sin grandeza, empiezan a pensar que tal vez el franquismo no fue tan malo como dicen los nuevos amos.
El franquismo está enterrado y erradicado, pero lo que Zarrías representa, que es la democracia degenerada y la toma del poder por una casta profesional fracasada, está vivo y coleando. Ese es el verdadero problema.
Zarrías tiene un pasado inquietante como "gran padrino" de la política andaluza en las últimas dos décadas, en las que ha operado con un poder casi ilimitado como mano derecha ejecutora de un Manuel Chaves que más bien era un símbolo poco activo y una referencia de unidad en el PSOE. Bajo el mando de Zarrías, Andalucía, después de recibir decenas de miles de millones de euros y de haber sido una de las tres regiones europeas más beneficiadas por los fondos europeos de ayuda, sigue estando en la cola de España y de Europa, con tasas de paro que se acercan al 30 por ciento, con el tejido productivo en proceso de destrucción y sin otra capacidad de supervivencia que las subvenciones públicas.
Zarrías es también el "gran anestesista" de la sociedad andaluza, a la que ha narcotizado y sometido desde los medios de comunicación públicos y afines, que ha controlado con mano de hierro. Muchos andaluces, ignorantes de que viven en una de las regiones más pobres y desiguales de Europa, donde la distancia entre ricos y pobres se agranda cada año, piensan que deben su subsistencia al socialismo. Esa es la obra maestra de Zarrías, símbolo de un estilo político que, en muchos aspectos, coincide con el viejo franquismo de los caciques rurales, con la única gran diferencia de que los caciques de hoy, los que conceden peonadas y ayudas a los pobres, son los alcaldes y los jerifaltes locales del PSOE, del PP o de Izquierda Unida.
La ironía ha hecho que Zarrías tenga razón cuando afirma que el franquismo "sigue vivo". Lo que no dice es que el espíritu del viejo franquismo, fabricante magistral de zombies, ha sido heredado por gente como él, que entiende la política como dominio y que encarna una democracia que incumple todas y cada una de sus reglas básicas: separación de poderes, protagonismo del ciudadano, prensa crítica y fiscalizadora del poder, una ley igual para todos, una sociedad civil fuerte e independiente, rechazo de la corrupción, defensa de los derechos humanos fundamentales... y un largo y triste etcétera.
Si existe en España algún espacio físico donde el viejo franquismo conserve presencia, es en la Andalucía que ha forjado Zarrías, quién, para colmo de ironía surrealista, se considera, personalmente, una víctima del franquismo. La Andalucía que él ha contribuido a crear es un territorio poblado por gente sometida, donde el desempleo y la pobreza se han hecho endémicos, sin tejido industrial sólido, azotado por el fracaso de la educación y la enseñanza, sin verdaderos ciudadanos, con una presencia de lo público tan apabullante, que para encontrar un ejemplo similar habría que viajar en el tiempo hasta alguna de las antiguas repúblicas soviéticas de tiempos de Breznev, y con una casta política tan mal preparada que muchos la definen con una frase tan terrible como certera: "gente que ha pasado del fracaso escolar al coche oficial".
Los españoles saben que el general Franco está muerto, que Gaspar Zarrías está vivo y que ese puede ser el verdadero problema. Los muertos nunca hacen daño a los vivos. Son los vivos los peligrosos, sobre todo si emplean mal su poder. Y algunos están empleando mal su poder en España porque son capaces de poner en peligro el sistema con tal de impedir la alternancia y evitar por todos los medios que la derecha gane las próximas elecciones.
Sin embargo, esa estrategia de desempolvar momias, de ignorar la paz acordada y de convocar a los peores fantasmas del pasado podría salirles mal porque ignoran un dato importante: todavía no son muchos, pero cada día hay más españoles que, asqueados ante la depravación de la democracia, secuestrada por políticos sin grandeza, empiezan a pensar que tal vez el franquismo no fue tan malo como dicen los nuevos amos.
El franquismo está enterrado y erradicado, pero lo que Zarrías representa, que es la democracia degenerada y la toma del poder por una casta profesional fracasada, está vivo y coleando. Ese es el verdadero problema.
Zarrías tiene un pasado inquietante como "gran padrino" de la política andaluza en las últimas dos décadas, en las que ha operado con un poder casi ilimitado como mano derecha ejecutora de un Manuel Chaves que más bien era un símbolo poco activo y una referencia de unidad en el PSOE. Bajo el mando de Zarrías, Andalucía, después de recibir decenas de miles de millones de euros y de haber sido una de las tres regiones europeas más beneficiadas por los fondos europeos de ayuda, sigue estando en la cola de España y de Europa, con tasas de paro que se acercan al 30 por ciento, con el tejido productivo en proceso de destrucción y sin otra capacidad de supervivencia que las subvenciones públicas.
Zarrías es también el "gran anestesista" de la sociedad andaluza, a la que ha narcotizado y sometido desde los medios de comunicación públicos y afines, que ha controlado con mano de hierro. Muchos andaluces, ignorantes de que viven en una de las regiones más pobres y desiguales de Europa, donde la distancia entre ricos y pobres se agranda cada año, piensan que deben su subsistencia al socialismo. Esa es la obra maestra de Zarrías, símbolo de un estilo político que, en muchos aspectos, coincide con el viejo franquismo de los caciques rurales, con la única gran diferencia de que los caciques de hoy, los que conceden peonadas y ayudas a los pobres, son los alcaldes y los jerifaltes locales del PSOE, del PP o de Izquierda Unida.
La ironía ha hecho que Zarrías tenga razón cuando afirma que el franquismo "sigue vivo". Lo que no dice es que el espíritu del viejo franquismo, fabricante magistral de zombies, ha sido heredado por gente como él, que entiende la política como dominio y que encarna una democracia que incumple todas y cada una de sus reglas básicas: separación de poderes, protagonismo del ciudadano, prensa crítica y fiscalizadora del poder, una ley igual para todos, una sociedad civil fuerte e independiente, rechazo de la corrupción, defensa de los derechos humanos fundamentales... y un largo y triste etcétera.
Si existe en España algún espacio físico donde el viejo franquismo conserve presencia, es en la Andalucía que ha forjado Zarrías, quién, para colmo de ironía surrealista, se considera, personalmente, una víctima del franquismo. La Andalucía que él ha contribuido a crear es un territorio poblado por gente sometida, donde el desempleo y la pobreza se han hecho endémicos, sin tejido industrial sólido, azotado por el fracaso de la educación y la enseñanza, sin verdaderos ciudadanos, con una presencia de lo público tan apabullante, que para encontrar un ejemplo similar habría que viajar en el tiempo hasta alguna de las antiguas repúblicas soviéticas de tiempos de Breznev, y con una casta política tan mal preparada que muchos la definen con una frase tan terrible como certera: "gente que ha pasado del fracaso escolar al coche oficial".