imagen cedida por www.lakodorniz.com
¡Que nadie se extreñe cuando llega el fascismo! ¡Que nadie se asuste ante lo que ha ocurrido en Granada! ¡Que nadie se rasgue las vestiduras, y menos si es militante de un partido político! Lo que ha ocurrido en Granada cuando un grupo de energúmenos ha intentado impedir una conferencia de Manuel Fraga, llamándole "asesino" y "fascista", es lo lógico que ocurra en una sociedad que se ha desprendido de sus valores y en la que los políticos, incapaces de dialogar y de alcanzar el consenso, llevan años dando mal ejemplo al ciudadano y convirtiendo la trifulca y el insulto en emblemas de la política española.
Cuando el gobierno, sólo para ganar las próximas elecciones, ha convertido en eje de su política el acoso y la marginación del Partido Popular, y cuando el jefe de ese gobierno miente al situar al PP en la "Derecha extrema", tan sólo para cortarle el fuelle electoral, es lógico que ocurra lo que ha ocurrido en Granada, donde los cipayos descerebrados y adoctrinados tan sólo han seguido el ejemplo de los representantes electos en esta democracia de opereta.
Esta que contemplamos no es sólo la España de Zapatero, sino la España de la democracia degradada, que que nos ofrecen hoy todos los partidos políticos, el PSOE, el PP, IU y, sobre todo, esos nacionalismos borrachos de poder, excluyentes, insaciables y dispuestos a llevar su chantaje hasta extremos inverosímiles, con los que el gobierno es capaz de pactar con tal de acorralar a la oposición.
Esta España del insulto y del odio, guste o no guste, es obra de esta democracia degenerada que nuestros políticos han moldeado desde noviembre de 1975.
Los insultos a Fraga, los que sufrieron hace días Acebes y Piqué en Martorell, los que padecen los verdaderos demócratas en las tierras hostiles del País Vasco y de Cataluña, son únicamente los últimos eslabones de una cadena que comenzó a forjarse cuando inauguramos la democracia, en los años setenta, cuando los partidos se aprovecharon del fervor popular para invadir la soociedad civil y acumular más poder del que era prudente; cuando el joven Jordi Pujol, tan sólo para ganar votos, enseñó a los ciudadanos de Cataluña a odiar a España; cuando los políticos vascos aprendieron a amparar a ETA porque el odio les proporcionaba hegemonía política y votos; cuando el gobierno de Felipe González traspasó los límites de la decencia democrática y abrazó el terrorismo de Estado; cuando el arrogante Aznar nos llevó a la guerra de Irak en contra de la opinión mayoritaria de los españoles; cuando el no menos arrogante Zapatero negocia con ETA en contra de los criterios de la ciudadanía, o pacta con partidos que odian la Constitución, o apatrina y aprueba sin consenso estatutos como los de Cataluña y Andalucía, que cambian la esencia de la Constitución, o cuando, en contra de los intereses de la ciudadanía y de espaldas a la decencia, nos ha acostumbrado a convivir con el odio a la derecha, sólo porque esa derecha es adversaria.
Cuando el gobierno, sólo para ganar las próximas elecciones, ha convertido en eje de su política el acoso y la marginación del Partido Popular, y cuando el jefe de ese gobierno miente al situar al PP en la "Derecha extrema", tan sólo para cortarle el fuelle electoral, es lógico que ocurra lo que ha ocurrido en Granada, donde los cipayos descerebrados y adoctrinados tan sólo han seguido el ejemplo de los representantes electos en esta democracia de opereta.
Esta que contemplamos no es sólo la España de Zapatero, sino la España de la democracia degradada, que que nos ofrecen hoy todos los partidos políticos, el PSOE, el PP, IU y, sobre todo, esos nacionalismos borrachos de poder, excluyentes, insaciables y dispuestos a llevar su chantaje hasta extremos inverosímiles, con los que el gobierno es capaz de pactar con tal de acorralar a la oposición.
Esta España del insulto y del odio, guste o no guste, es obra de esta democracia degenerada que nuestros políticos han moldeado desde noviembre de 1975.
Los insultos a Fraga, los que sufrieron hace días Acebes y Piqué en Martorell, los que padecen los verdaderos demócratas en las tierras hostiles del País Vasco y de Cataluña, son únicamente los últimos eslabones de una cadena que comenzó a forjarse cuando inauguramos la democracia, en los años setenta, cuando los partidos se aprovecharon del fervor popular para invadir la soociedad civil y acumular más poder del que era prudente; cuando el joven Jordi Pujol, tan sólo para ganar votos, enseñó a los ciudadanos de Cataluña a odiar a España; cuando los políticos vascos aprendieron a amparar a ETA porque el odio les proporcionaba hegemonía política y votos; cuando el gobierno de Felipe González traspasó los límites de la decencia democrática y abrazó el terrorismo de Estado; cuando el arrogante Aznar nos llevó a la guerra de Irak en contra de la opinión mayoritaria de los españoles; cuando el no menos arrogante Zapatero negocia con ETA en contra de los criterios de la ciudadanía, o pacta con partidos que odian la Constitución, o apatrina y aprueba sin consenso estatutos como los de Cataluña y Andalucía, que cambian la esencia de la Constitución, o cuando, en contra de los intereses de la ciudadanía y de espaldas a la decencia, nos ha acostumbrado a convivir con el odio a la derecha, sólo porque esa derecha es adversaria.