Tal es la fuerza que tiene el escándalo que arrastra y destruye la verdadera consistencia, como enfurecida riada, con sus nocivos efectos. Por eso, la soberbia es tan abominable para Dios, como para los hombres y la calumnia tan odiosa y maligna. Ciertamente, la Iglesia se compone de hombres, seres humanos con sus pecados y debilidades, el que esté libre de ellos que tire la primera piedra; aunque sea uno o unos pocos los que caen en la pederastia y otras aberraciones, la noticia, dada, a veces, con intencionada ligereza, mancha a todo el rebaño y ya no se ve la blancura luminosa de tantos que han entregado su vida a su vocación y santidad, en el amor al prójimo, curando sus heridas y sacándolo de la opresión y la injusticia.
Así, una encuesta publicada estos días, entre sacerdotes diocesanos ha proporcionado, además de otros datos de interés, uno de esencial relevancia: de cada cien curas encuestados, noventa y siete declaran sin paliativos, que de volver a nacer, abrazarían de nuevo su vocación sacerdotal y, dejándolo todo, seguirían al Maestro de Nazaret en su ministerio. Esta firmeza en su convencimiento, tan abrumadoramente unánime, corrobora la limpieza de su actitud y la entrega a la llamada que obra en el “ven y sígueme” al que respondieron y continúan respondiendo. Manifiesta la magnitud de su generosidad, la fortaleza de su decisión; muestra que no se equivocaron el día atendieron y emprendieron el camino tras Jesucristo; que la mayoría de los sacerdotes, misioneros y religiosos, doblegando su espíritu en el ascetismo, se mantienen decididos en el servicio de Dios y de los hombres, domeñadas sus inclinaciones para salvar y redimir, andando rectos hacia la santidad. Santos, ante el corazón de Dios, hay muchos más que los declarados en la lista oficial. Esta realidad palpable, si se observa sin odios ni rencores, indica, por encima de discrepancias, preferencias ideológicas y caracteres personales, que estos hombres se sienten orgullosos y seguros de su seguimiento, que acertaron, al dejar las redes y barcas de este mundo, que Jesús está con ellos y ha colmado, con el ciento por uno, su vida y su decisión. Tanto que, sin su elección, se ven desprovistos y desnudos.
Hoy, en este materialismo hedonista y consumista que nos invade, este pensamiento no encaja; su verdad limitada va por cauces distintos, pero la verdadera vocación sacerdotal, con sus duras exigencias, se encuentra viva e indemne, afianzada en su fe, libre de ataduras y dispuesta al servicio y amor a Dios y al prójimo. Navegan a plena vela, en su libertad elegida y en un mar proceloso que a contracorriente y ajenos a banalidades, no los entiende ni oye, pero los critica, analiza y, a lo más mínimo, los fulmina. Para responder, sin tibieza, a la voz interior del Espíritu, entre los confusos cantos de sirena del frágil entorno, hay que ser muy hombre en la renuncia, con gozo y tesón esforzado, y en el dominio de las pasiones e inclinaciones humanas; se reconocen, con alegría y humildad, ministros escogidos de la Palabra, el Verbo Encarnado, que vino a los suyos; se sienten designados y ungidos para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. La fe, la esperanza y la caridad, fieles al Maestro, los anima y sostiene en la seguridad y certeza de su vida. Sin ellos, sin su ministerio, sin su misteriosa acción redentora, sin su oración y caridad, este mundo se perdería convertido en un pedregal desértico e inútil.
Camilo Valverde Mudarra
Así, una encuesta publicada estos días, entre sacerdotes diocesanos ha proporcionado, además de otros datos de interés, uno de esencial relevancia: de cada cien curas encuestados, noventa y siete declaran sin paliativos, que de volver a nacer, abrazarían de nuevo su vocación sacerdotal y, dejándolo todo, seguirían al Maestro de Nazaret en su ministerio. Esta firmeza en su convencimiento, tan abrumadoramente unánime, corrobora la limpieza de su actitud y la entrega a la llamada que obra en el “ven y sígueme” al que respondieron y continúan respondiendo. Manifiesta la magnitud de su generosidad, la fortaleza de su decisión; muestra que no se equivocaron el día atendieron y emprendieron el camino tras Jesucristo; que la mayoría de los sacerdotes, misioneros y religiosos, doblegando su espíritu en el ascetismo, se mantienen decididos en el servicio de Dios y de los hombres, domeñadas sus inclinaciones para salvar y redimir, andando rectos hacia la santidad. Santos, ante el corazón de Dios, hay muchos más que los declarados en la lista oficial. Esta realidad palpable, si se observa sin odios ni rencores, indica, por encima de discrepancias, preferencias ideológicas y caracteres personales, que estos hombres se sienten orgullosos y seguros de su seguimiento, que acertaron, al dejar las redes y barcas de este mundo, que Jesús está con ellos y ha colmado, con el ciento por uno, su vida y su decisión. Tanto que, sin su elección, se ven desprovistos y desnudos.
Hoy, en este materialismo hedonista y consumista que nos invade, este pensamiento no encaja; su verdad limitada va por cauces distintos, pero la verdadera vocación sacerdotal, con sus duras exigencias, se encuentra viva e indemne, afianzada en su fe, libre de ataduras y dispuesta al servicio y amor a Dios y al prójimo. Navegan a plena vela, en su libertad elegida y en un mar proceloso que a contracorriente y ajenos a banalidades, no los entiende ni oye, pero los critica, analiza y, a lo más mínimo, los fulmina. Para responder, sin tibieza, a la voz interior del Espíritu, entre los confusos cantos de sirena del frágil entorno, hay que ser muy hombre en la renuncia, con gozo y tesón esforzado, y en el dominio de las pasiones e inclinaciones humanas; se reconocen, con alegría y humildad, ministros escogidos de la Palabra, el Verbo Encarnado, que vino a los suyos; se sienten designados y ungidos para llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. La fe, la esperanza y la caridad, fieles al Maestro, los anima y sostiene en la seguridad y certeza de su vida. Sin ellos, sin su ministerio, sin su misteriosa acción redentora, sin su oración y caridad, este mundo se perdería convertido en un pedregal desértico e inútil.
Camilo Valverde Mudarra