Mariano Rajoy, enfrentado a José Luis Rodríguez Zapatero, dijo ayer una verdad de crucial importancia democrática: "para ser presidente del gobierno debería exigirse algo más que ser español y mayor de 18 años".
Lástima que haya dicho esa importante verdad democrática en una situación de "cabreo" y no tras una serena reflexión sobre el desmesurado poder y los injustos privilegios que tienen hoy los políticos, incluído él mismo, y la triste degradación que padece la democracia.
Ciertamente, el ciudadano y el sistema deberían exigir a los que se postulan para presidentes del gobierno y también a cualquier político que desempeñe cargos públicos de responsabilidad (diputados, ministros, secretarios de estado, directores generales, consejeros, presidentes y directores de empresas públicas, alcaldes y hasta concejales), además de ser españoles y mayores de edad, que presenten certificados de situación patrimonial, de buena conducta y de antecedentes penales, que se sometan a sorpresivos controles periódicos antialcohólicos y antidopaje, que hayan cursado estudios superiores y que posean al menos conocimientos concretos sobre las materias de su competencia y de idiomas.
El problema es que el pueblo no tiene poder alguno para exigir nada a los poderosos políticos, muchos de los cuales han olvidado su deber de servicio público y se han transformado en intocables y arrogantes reyezuelos de una democracia degenerada.
Así que, como no hay mal que por bien no venga, proponemos a Mariano Rajoy que sea consecuente con las palabras que ha pronunciado en "Onda Cero" y presente en las Cortes un proyecto de "Ley de Exigencias a Políticos y Cargos Públicos", que, si llegara a aprobarse, tendría un efecto vivificante, profiláctico y regenerador de una democracia que se encuentra hoy penosamente postrada y cada día más alejada de los ciudadanos.
Si los conductores de autos, motos y camiones son sometidos a controles antialcoholicos y los ciclistas profesionales y deportistas a controles antidoping, ¿por que no hacerlo también con un político que tiene que tomar decisiones trascendentes en nombre de la comunidad? ¿Acaso es más poligroso para la sociedad un conductor borracho que un diputado o un alcalde beodo? ¿No es sensiblemente más peligroso un ministro atiborrado de drogas que un ciclista dopado?
Con esas exigencias y controles evitaríamos toneladas de incompetencias, despilfarros, desaciertos y corrupciones, así como situaciones de ridículo de nuestros representantes, incapaces de comunicarse en los foros internacionales por desconocer los idiomas de uso común.
Algunos domesticados dirán que esas exigencias a los políticos serían una "falta de respeto", pero yo les digo que lo que es una auténtica falta de respeto al ciudadano, que es el soberano en democracia, es que se instaure descaradamente la desigualdad y que nadie sea capaz de controlar al Estado ni a los políticos que lo gestionan, contradiciendo así las normas y costumbres originales de la democracia.
Esos controles y exigencias, pese a quien pese, deberían existir y servirían para garantizar que los que nos representan, nos gobiernan y toman decisiones que marcan la vida y el destino de todos sean personas decentes y preparadas para cumplir sus misiones.
Si a una secretaria o a un jefe de ventas se les exigen conocimientos de idiomas y estudios superiores, ¿por qué lo único que se le exige a un Ministro o a un consejero es que sea amigo del presidente del gobierno o que esté "enchafado" en su partido?
La injusticia vigente es tan evidente y el privilegio de los políticos es tan ostentoso e insultante que nadie debería discutir que los cargos públicos, para bien de la comunidad, fueran sometidos a duras exigencias y controles. Esas exigencias y controles no serian, en modo alguno, una humillación, sino una justa y estimulante garantía democrática.
Ya va siendo hora de que transformemos la partitocracia u oligocracia de partidos que nos gobierna en una verdadera democracia, donde el protagonismo sea de quién, según la Constitución, posee el poder soberano: el ciudadano, hoy vergonzosamente relegado e ignorado por un sistema que, poco a poco, silenciosamente, ha ido perdiendo sus esencias y acomodandose a los intereses de los partidos y de los políticos profesionales.
Lástima que haya dicho esa importante verdad democrática en una situación de "cabreo" y no tras una serena reflexión sobre el desmesurado poder y los injustos privilegios que tienen hoy los políticos, incluído él mismo, y la triste degradación que padece la democracia.
Ciertamente, el ciudadano y el sistema deberían exigir a los que se postulan para presidentes del gobierno y también a cualquier político que desempeñe cargos públicos de responsabilidad (diputados, ministros, secretarios de estado, directores generales, consejeros, presidentes y directores de empresas públicas, alcaldes y hasta concejales), además de ser españoles y mayores de edad, que presenten certificados de situación patrimonial, de buena conducta y de antecedentes penales, que se sometan a sorpresivos controles periódicos antialcohólicos y antidopaje, que hayan cursado estudios superiores y que posean al menos conocimientos concretos sobre las materias de su competencia y de idiomas.
El problema es que el pueblo no tiene poder alguno para exigir nada a los poderosos políticos, muchos de los cuales han olvidado su deber de servicio público y se han transformado en intocables y arrogantes reyezuelos de una democracia degenerada.
Así que, como no hay mal que por bien no venga, proponemos a Mariano Rajoy que sea consecuente con las palabras que ha pronunciado en "Onda Cero" y presente en las Cortes un proyecto de "Ley de Exigencias a Políticos y Cargos Públicos", que, si llegara a aprobarse, tendría un efecto vivificante, profiláctico y regenerador de una democracia que se encuentra hoy penosamente postrada y cada día más alejada de los ciudadanos.
Si los conductores de autos, motos y camiones son sometidos a controles antialcoholicos y los ciclistas profesionales y deportistas a controles antidoping, ¿por que no hacerlo también con un político que tiene que tomar decisiones trascendentes en nombre de la comunidad? ¿Acaso es más poligroso para la sociedad un conductor borracho que un diputado o un alcalde beodo? ¿No es sensiblemente más peligroso un ministro atiborrado de drogas que un ciclista dopado?
Con esas exigencias y controles evitaríamos toneladas de incompetencias, despilfarros, desaciertos y corrupciones, así como situaciones de ridículo de nuestros representantes, incapaces de comunicarse en los foros internacionales por desconocer los idiomas de uso común.
Algunos domesticados dirán que esas exigencias a los políticos serían una "falta de respeto", pero yo les digo que lo que es una auténtica falta de respeto al ciudadano, que es el soberano en democracia, es que se instaure descaradamente la desigualdad y que nadie sea capaz de controlar al Estado ni a los políticos que lo gestionan, contradiciendo así las normas y costumbres originales de la democracia.
Esos controles y exigencias, pese a quien pese, deberían existir y servirían para garantizar que los que nos representan, nos gobiernan y toman decisiones que marcan la vida y el destino de todos sean personas decentes y preparadas para cumplir sus misiones.
Si a una secretaria o a un jefe de ventas se les exigen conocimientos de idiomas y estudios superiores, ¿por qué lo único que se le exige a un Ministro o a un consejero es que sea amigo del presidente del gobierno o que esté "enchafado" en su partido?
La injusticia vigente es tan evidente y el privilegio de los políticos es tan ostentoso e insultante que nadie debería discutir que los cargos públicos, para bien de la comunidad, fueran sometidos a duras exigencias y controles. Esas exigencias y controles no serian, en modo alguno, una humillación, sino una justa y estimulante garantía democrática.
Ya va siendo hora de que transformemos la partitocracia u oligocracia de partidos que nos gobierna en una verdadera democracia, donde el protagonismo sea de quién, según la Constitución, posee el poder soberano: el ciudadano, hoy vergonzosamente relegado e ignorado por un sistema que, poco a poco, silenciosamente, ha ido perdiendo sus esencias y acomodandose a los intereses de los partidos y de los políticos profesionales.