En una verdadera democracia, tal vez estarían hoy en la cárcel, o por lo menos dimitidos, los que han engañado a los españoles camuflando y ocultando datos económicos para ganar las elecciones generales de 2008. El alcance de aquellas mentiras políticas se percibe hoy con toda nitidez porque lo que entonces era calificado como una amenaza de crisis que, según el gobierno, no afectaría a España, y después fue bautizado como simple desaceleración, hoy es ya una crisis económica en toda regla, que amenaza seriamente la prosperidad alcanzada por España en las últimas décadas.
La inflación está en su nivel más alto desde hace 11 años; el endeudamiento de España es de los mayores del mundo; los precios suben de manera imparable y lo hacen por primera vez en un ambiente de recesión, lo que resulta insólito. Los efectos de la crisis son terribles: pérdida de poder adquisitivo, incremento acelerado del desempleo; cierre masivo de empresas; impagos, endeudamientos y una desconfianza creciente en los políticos y en su reino de mentiras y engaños.
La última advertencia del gobernador del Banco de España causa escalofríos y se refiere a la dificultad que podría tener el Estado para pagar las pensiones, si no acepta la existencia de la crisis y toma medidas urgentes y drásticas.
Cuando todos sabemos que lo peor todavía no ha llegado, Zapatero, incorregible reyezuelo incapaz de ruborizarse con la mentira, se atreve a sacar pecho para quitar importancia a una crisis que, aunque el mienta, todos sabemos que va a producir dos millones de desempleados, va a vaciar las arcas del Estado, va a poner en peligro las pensiones y va a generalizar el pesimismo en la sociedad, amenazando ya con convertirse en la peor desde el fin de la II Guerra Mundial.
¿Por qué la sociedad no se dota de defensas que impidan mentir a sus dirigentes? Lo correcto sería inspirarse en la democracia vigente en la Atenas Clásica, donde los cargos públicos que mentían a la Asamblea conscientemente eran condenados al ostracismo, a la cárcel o al exilio. Introducir una legislación que permita castigar a los que mientan y engañen al pueblo conscientemente, si son dirigentes políticos electos, es mas urgente en España que cualquier otra reforma en la Constitución o de la Ley Electoral. Hacerlo significaría derrotar a la corrupción y al mal gobierno, los dos peores enemigos de la decencia política y de la convivencia.
La inflación está en su nivel más alto desde hace 11 años; el endeudamiento de España es de los mayores del mundo; los precios suben de manera imparable y lo hacen por primera vez en un ambiente de recesión, lo que resulta insólito. Los efectos de la crisis son terribles: pérdida de poder adquisitivo, incremento acelerado del desempleo; cierre masivo de empresas; impagos, endeudamientos y una desconfianza creciente en los políticos y en su reino de mentiras y engaños.
La última advertencia del gobernador del Banco de España causa escalofríos y se refiere a la dificultad que podría tener el Estado para pagar las pensiones, si no acepta la existencia de la crisis y toma medidas urgentes y drásticas.
Cuando todos sabemos que lo peor todavía no ha llegado, Zapatero, incorregible reyezuelo incapaz de ruborizarse con la mentira, se atreve a sacar pecho para quitar importancia a una crisis que, aunque el mienta, todos sabemos que va a producir dos millones de desempleados, va a vaciar las arcas del Estado, va a poner en peligro las pensiones y va a generalizar el pesimismo en la sociedad, amenazando ya con convertirse en la peor desde el fin de la II Guerra Mundial.
¿Por qué la sociedad no se dota de defensas que impidan mentir a sus dirigentes? Lo correcto sería inspirarse en la democracia vigente en la Atenas Clásica, donde los cargos públicos que mentían a la Asamblea conscientemente eran condenados al ostracismo, a la cárcel o al exilio. Introducir una legislación que permita castigar a los que mientan y engañen al pueblo conscientemente, si son dirigentes políticos electos, es mas urgente en España que cualquier otra reforma en la Constitución o de la Ley Electoral. Hacerlo significaría derrotar a la corrupción y al mal gobierno, los dos peores enemigos de la decencia política y de la convivencia.
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