España está dejando de ser una democracia. El sistema de gobierno que la sociedad española acogió con ilusión y orgullo para que sustituyera al denostado Franquismo, apenas existe ya, tres décadas después de su brillante entrada en la escena. La democracia española ha sido transformada en una oligocracia de partidos y de políticos ante el silencio cómplice y cobarde de la sociedad española, que ha sido incapaz de defenderla.
Todos guardan silencio; todos somos culpables, pero unos son más culpables que otros y es bueno que se sepa a la hora de exigir cuentas y de hacer balance.
¿Quién está denunciando en España la transformación de la democracia en una oligarquía, en la que ya no es el pueblo quien manda, sino las elites de los grandes partidos políticos dominantes? ¿Quién ha denunciado, por ejemplo, que el Estatut de Cataluña ha sido un torpedo letal lanzado desde el mismo gobierno sobre la linea de flotación de la democracia, que consagra la violación de la igualdad y la solidaridad garantizadas por la Constitución? ¿Alguién ha denunciado que los poderes básicos del Estado ya no son independientes ni autónomos en España, o que la sociedad civil española agoniza en estado de coma, o que las listas cerradas y bloqueadas han arrebatado al ciudadano su derecho a elegir libremente a sus representantes, sagrado en democracia y garantizado por la Constitución? ¿Alguién se ha rebelado cuando desde la Fiscalía del Estado se ha defendido la terrible tesis de que las leyes deben aplicarse de acuerdo con ciertos intereses que, por desgracia, suelen ser políticos?
Ante los ojos de todos, el sistema ha sido cuidadosamente profanado y degradado. Los ciudadanos han sido apartados de los procesos de decisión. Los partidos políticos lo controlan todo y sus elites han sustituido al ciudadano como soberanos del sistema, desvirtuando la democracia y convirtiendola en una vulgar oligocracia de partidos. Sólo algunos luchadores solitarios, con medios ridículos, están denunciando la fechoría, pero sus gritos apenas tienen decibelios y no pueden ser oidos en una sociedad alienada, confundida y narcotizada desde el poder, que, además, es culpable de cobardía.
Todos guardan un silencio cómplice y cobarde y todos somos culpables, pero no todos en la misma medida ni con la misma intensidad.
La mayor cuota de culpabilidad y el vergonzoso puesto de cabeza en el "ranking" de la demolición democrática corresponde a los políticos, tanto a los que gobiernan como a los que son oposición porque, además de testigos mudos y ciegos, ellos han sido y son agentes y actores de la fechoría. Los grandes poderes y recursos del Estado están en sus manos y no sólo no han hecho nada por evitar la degradación del noble sistema democrático, sino que la han impulsado con sus propios actos, desde el poder político.
Le siguen en el ranking de la vergüenza tres colectivos a los que la democracia otorga un papel de vigilantes y custodios del sistema: los jueces y magistrados, los periodistas y la comunidad académica. Detrás de la política, la gran culpable, aparecen en la lista de la vergüenza el sistema judicial, el mundo mediático y la comunidad docente, especialmente la universitaria. Los jueces esán obligados a aplicar las leyes, mientras que periodistas y docentes tienen la misión de servir a la verdad, inyactando luz y criterio en el sistema. Unos y otros han incumplido sus deberes y han sido testigos y cómplices, cobardes y silenciosos, en la demolición de la democracia española.
En la sociedad civil existen instituciones que, por su importancia y responsabilidad, deberían haber sidos faros defensores de la democracia y de la verdad, pero que, vergonzosamente, han guardado silencio, quizás porque, atiborradas de subvenciones públicas, sus dirigentes viven una época dorada. Nos referimos, por ejemplo, a la patronal y a los sindicatos y a no pocas fundaciones, asociaciones y ONGs, que se han dejado comprar por el poder político a cambio de subvenciones sustanciosas.
Todos guardan silencio; todos somos culpables, pero unos son más culpables que otros y es bueno que se sepa a la hora de exigir cuentas y de hacer balance.
¿Quién está denunciando en España la transformación de la democracia en una oligarquía, en la que ya no es el pueblo quien manda, sino las elites de los grandes partidos políticos dominantes? ¿Quién ha denunciado, por ejemplo, que el Estatut de Cataluña ha sido un torpedo letal lanzado desde el mismo gobierno sobre la linea de flotación de la democracia, que consagra la violación de la igualdad y la solidaridad garantizadas por la Constitución? ¿Alguién ha denunciado que los poderes básicos del Estado ya no son independientes ni autónomos en España, o que la sociedad civil española agoniza en estado de coma, o que las listas cerradas y bloqueadas han arrebatado al ciudadano su derecho a elegir libremente a sus representantes, sagrado en democracia y garantizado por la Constitución? ¿Alguién se ha rebelado cuando desde la Fiscalía del Estado se ha defendido la terrible tesis de que las leyes deben aplicarse de acuerdo con ciertos intereses que, por desgracia, suelen ser políticos?
Ante los ojos de todos, el sistema ha sido cuidadosamente profanado y degradado. Los ciudadanos han sido apartados de los procesos de decisión. Los partidos políticos lo controlan todo y sus elites han sustituido al ciudadano como soberanos del sistema, desvirtuando la democracia y convirtiendola en una vulgar oligocracia de partidos. Sólo algunos luchadores solitarios, con medios ridículos, están denunciando la fechoría, pero sus gritos apenas tienen decibelios y no pueden ser oidos en una sociedad alienada, confundida y narcotizada desde el poder, que, además, es culpable de cobardía.
Todos guardan un silencio cómplice y cobarde y todos somos culpables, pero no todos en la misma medida ni con la misma intensidad.
La mayor cuota de culpabilidad y el vergonzoso puesto de cabeza en el "ranking" de la demolición democrática corresponde a los políticos, tanto a los que gobiernan como a los que son oposición porque, además de testigos mudos y ciegos, ellos han sido y son agentes y actores de la fechoría. Los grandes poderes y recursos del Estado están en sus manos y no sólo no han hecho nada por evitar la degradación del noble sistema democrático, sino que la han impulsado con sus propios actos, desde el poder político.
Le siguen en el ranking de la vergüenza tres colectivos a los que la democracia otorga un papel de vigilantes y custodios del sistema: los jueces y magistrados, los periodistas y la comunidad académica. Detrás de la política, la gran culpable, aparecen en la lista de la vergüenza el sistema judicial, el mundo mediático y la comunidad docente, especialmente la universitaria. Los jueces esán obligados a aplicar las leyes, mientras que periodistas y docentes tienen la misión de servir a la verdad, inyactando luz y criterio en el sistema. Unos y otros han incumplido sus deberes y han sido testigos y cómplices, cobardes y silenciosos, en la demolición de la democracia española.
En la sociedad civil existen instituciones que, por su importancia y responsabilidad, deberían haber sidos faros defensores de la democracia y de la verdad, pero que, vergonzosamente, han guardado silencio, quizás porque, atiborradas de subvenciones públicas, sus dirigentes viven una época dorada. Nos referimos, por ejemplo, a la patronal y a los sindicatos y a no pocas fundaciones, asociaciones y ONGs, que se han dejado comprar por el poder político a cambio de subvenciones sustanciosas.