La clave, para entender el problema nacionalista, es que con el nacionalismo no hay lugar para el diálogo. En Europa, por culpa de sus fechorías históricas, entre las que sobresalen dos guerras mundiales, revoluciones, guerras locales y exterminios colectivos, el nacionalismo está hoy demonizado y es considerado incompatible con democracia y con la civilización. Cualquier demócrata europeo culto dirá sin rubor que el nacionalismo debe ser vencido y erradicado sin piedad porque es peligroso y letal y que sus miembros deben ser tratados como enfermos pertenecientes a una secta satánica.
Ese europeo culto, francés, alemán, italiano, húngaro o británico dirá también que con el nacionalismo siempre hay que ser implacable y que "Quien siembra vientos, recoge tempestades", lo que nos coloca de lleno frente al "pecado" de los políticos españoles, que frente al nacionalismo no sólo no han sido implacables, sino que se han mostrado cobardes, permisivos, cómplices y hasta socios y amigos colaboradores. Ese colaboracionismo con el nacionalismo, inaugurado ya en el gobierno de Adosfo Suárez y desarrollado plenamente por el de Felipe González, que abrió una ruta suicida que siguieron, como imbéciles, Aznar, Zapaero y hasta el mismo Rajoy, es el que ha convertido el nacionalismo vasco y, sobre todo, el catalán, en una enfermedad mortal, contagiosa y de extremo riesgo para España, su convivencia, su integridad y su supervivencia como nación.
El republicano Azaña creía que es un destino inevitable de España tener que bombardear Barcelona cada medio siglo. La Historia parece darle la razón, a juzgar por las crisis abiertas una y otra vez por el independentismo catalán, pero esa afirmación, alineada con la tesis destructiva de que "el nacionalismo se soluciona a cañonazos", también revela la incapacidad histórica de España para desarrollar el otro modelo de lucha, el de crear un país tan justo y decente que los nacionalistas quieran vivir en el y adormezcan sus victimismos, reivindicaciones y odios.
El único que empleo esa vía con éxito fue el general Franco, que después de una etapa represiva en la que incluso fusiló a Companys, presidente de la Cataluña rebelde y republicana, supo seducir y cautivar a la burguesía catalana con dinero abundante, industrias y riquezas de todo tipo, instaladas generosamente en su región.
El discurso nacionalista catalán (y también vasco-navarro) se nutre de tres falacias que utiliza como armas y que las combina y alterna según las circunstancias. Esas tres armas, falaces y tramposas, son la falacia de la "identidad", de la "incomprensión" y de la "transación".
La primera falacia se traduce en exagerar y potenciar el hecho de ser diferentes y alimentar constantemente ese relato con mentiras y ejemplos inventados, afirmando, por ejemplo, que Cataluña siempre fue un reino, que era más importante que el reino de Aragón, que España siempre fue la nación enemiga y locuras como que Cristóbal Colón era catalán y que fueron ellos y no Pelayo los primeros que derrotaron a los invasores musulmanes. La identidad singular catalana ha sido arteramente utilizada como arma por el nacionalismo, estimulando así el odio al resto de los españoles, el desprecio a otras regiones menos prósperas y el orgullo de sentirse catalán. La exaltación de lo diferencial siempre ha sido inculta y cateta en Cataluña, donde los intelectuales de altura siempre han negado esa falacia. Cambó, por ejemplo, antepuso el hecho peninsular al hecho diferencial y sostenía que la singularidad catalana sólo tiene sentido respecto de su inclusión en la realidad peninsular y española. Uno de los iconos del nacionalismo, Prat de la Riba, pensaba en una Cataluña próspera siempre dentro de una España sólida.
La segunda falacia, la de la "incomprensión" fue alimentada a la sombra de la primera: "ni reconocen nuestra identidad, ni nos comprenden". De ahí surgen el "España nos roba" o la falsa tesis de que las plusvalias catalanas alimentan al resto de España, discursos insolidarios y portadores del odio típico nacionalista hacia sus compatriotas.
La cobardía y el egoísmo antidemocrático del PSOE y del PP hicieron posible que esa falacia prosperara. Felipe González compró la estupidez de que el Estado central debía robustecer la singularidad y que cuanto más la protegiera, más la comprendería y estaría dando muestras de su voluntad integradora. De modo que España blindó la singularidad catalana para que el nacionalismo la utilizara después contra España. De nuevo la paradoja: cultivar la diferencia era un ejercicio de integración y, por tanto, aparentemente servía para fortalecer la convivencia. Mientras, el nacionalismo se frotaba las manos. Descentralizar las competencias educativas, por ejemplo, suponía reconocer la identidad de las nacionalidades y regiones de España.
El paso siguiente hacia la ruptura lo dió Artur Mas, cuando en el verano del 2012 dijo «Cataluña se ha cansado de no progresar», lo que quería decir que España es un obstáculo para el progreso de Cataluña.
La tercera falacia es la de la transacción. Apuntalada la identidad, reconocida la diferencia y legitimada la permanente y creciente demanda de comprensión, incluso por las vías del chantaje y los privilegios, resta únicamente establecer los términos y resultados del acuerdo, del trato, del negocio.
Y en eso estamos. Tras conseguir todos los privilegios posibles y el Estado español cometer la injusticia delictiva de permitir una Cataluña diferente y más rica y protegida que el resto de las regiones de España, la última demanda, tras conseguir una policía propia y el control de la educación, parte de la fiscalidad, la salud y hasta cierto margen el política exterior, permitiéndoles hasta abrir embajadas, ahora exigen la independencia.
Frente a ese mundo de chantaje permanente, posible sólo porque enfrente, en la parte española, sólo han existido gobiernos inicuos y traidores, solo hay, como siempre se ha dicho, dos opciones: construir un país tan justo, decente y próspero quesea capaz de disolver el nacionalismo o liarse a cañonazos. El diálogo con los nacionalistas, sobre todo cuando el otro interlocutor es corrupto y escasamente democrático, es metafísicamente imposible.
Francisco Rubiales
Ese europeo culto, francés, alemán, italiano, húngaro o británico dirá también que con el nacionalismo siempre hay que ser implacable y que "Quien siembra vientos, recoge tempestades", lo que nos coloca de lleno frente al "pecado" de los políticos españoles, que frente al nacionalismo no sólo no han sido implacables, sino que se han mostrado cobardes, permisivos, cómplices y hasta socios y amigos colaboradores. Ese colaboracionismo con el nacionalismo, inaugurado ya en el gobierno de Adosfo Suárez y desarrollado plenamente por el de Felipe González, que abrió una ruta suicida que siguieron, como imbéciles, Aznar, Zapaero y hasta el mismo Rajoy, es el que ha convertido el nacionalismo vasco y, sobre todo, el catalán, en una enfermedad mortal, contagiosa y de extremo riesgo para España, su convivencia, su integridad y su supervivencia como nación.
El republicano Azaña creía que es un destino inevitable de España tener que bombardear Barcelona cada medio siglo. La Historia parece darle la razón, a juzgar por las crisis abiertas una y otra vez por el independentismo catalán, pero esa afirmación, alineada con la tesis destructiva de que "el nacionalismo se soluciona a cañonazos", también revela la incapacidad histórica de España para desarrollar el otro modelo de lucha, el de crear un país tan justo y decente que los nacionalistas quieran vivir en el y adormezcan sus victimismos, reivindicaciones y odios.
El único que empleo esa vía con éxito fue el general Franco, que después de una etapa represiva en la que incluso fusiló a Companys, presidente de la Cataluña rebelde y republicana, supo seducir y cautivar a la burguesía catalana con dinero abundante, industrias y riquezas de todo tipo, instaladas generosamente en su región.
El discurso nacionalista catalán (y también vasco-navarro) se nutre de tres falacias que utiliza como armas y que las combina y alterna según las circunstancias. Esas tres armas, falaces y tramposas, son la falacia de la "identidad", de la "incomprensión" y de la "transación".
La primera falacia se traduce en exagerar y potenciar el hecho de ser diferentes y alimentar constantemente ese relato con mentiras y ejemplos inventados, afirmando, por ejemplo, que Cataluña siempre fue un reino, que era más importante que el reino de Aragón, que España siempre fue la nación enemiga y locuras como que Cristóbal Colón era catalán y que fueron ellos y no Pelayo los primeros que derrotaron a los invasores musulmanes. La identidad singular catalana ha sido arteramente utilizada como arma por el nacionalismo, estimulando así el odio al resto de los españoles, el desprecio a otras regiones menos prósperas y el orgullo de sentirse catalán. La exaltación de lo diferencial siempre ha sido inculta y cateta en Cataluña, donde los intelectuales de altura siempre han negado esa falacia. Cambó, por ejemplo, antepuso el hecho peninsular al hecho diferencial y sostenía que la singularidad catalana sólo tiene sentido respecto de su inclusión en la realidad peninsular y española. Uno de los iconos del nacionalismo, Prat de la Riba, pensaba en una Cataluña próspera siempre dentro de una España sólida.
La segunda falacia, la de la "incomprensión" fue alimentada a la sombra de la primera: "ni reconocen nuestra identidad, ni nos comprenden". De ahí surgen el "España nos roba" o la falsa tesis de que las plusvalias catalanas alimentan al resto de España, discursos insolidarios y portadores del odio típico nacionalista hacia sus compatriotas.
La cobardía y el egoísmo antidemocrático del PSOE y del PP hicieron posible que esa falacia prosperara. Felipe González compró la estupidez de que el Estado central debía robustecer la singularidad y que cuanto más la protegiera, más la comprendería y estaría dando muestras de su voluntad integradora. De modo que España blindó la singularidad catalana para que el nacionalismo la utilizara después contra España. De nuevo la paradoja: cultivar la diferencia era un ejercicio de integración y, por tanto, aparentemente servía para fortalecer la convivencia. Mientras, el nacionalismo se frotaba las manos. Descentralizar las competencias educativas, por ejemplo, suponía reconocer la identidad de las nacionalidades y regiones de España.
El paso siguiente hacia la ruptura lo dió Artur Mas, cuando en el verano del 2012 dijo «Cataluña se ha cansado de no progresar», lo que quería decir que España es un obstáculo para el progreso de Cataluña.
La tercera falacia es la de la transacción. Apuntalada la identidad, reconocida la diferencia y legitimada la permanente y creciente demanda de comprensión, incluso por las vías del chantaje y los privilegios, resta únicamente establecer los términos y resultados del acuerdo, del trato, del negocio.
Y en eso estamos. Tras conseguir todos los privilegios posibles y el Estado español cometer la injusticia delictiva de permitir una Cataluña diferente y más rica y protegida que el resto de las regiones de España, la última demanda, tras conseguir una policía propia y el control de la educación, parte de la fiscalidad, la salud y hasta cierto margen el política exterior, permitiéndoles hasta abrir embajadas, ahora exigen la independencia.
Frente a ese mundo de chantaje permanente, posible sólo porque enfrente, en la parte española, sólo han existido gobiernos inicuos y traidores, solo hay, como siempre se ha dicho, dos opciones: construir un país tan justo, decente y próspero quesea capaz de disolver el nacionalismo o liarse a cañonazos. El diálogo con los nacionalistas, sobre todo cuando el otro interlocutor es corrupto y escasamente democrático, es metafísicamente imposible.
Francisco Rubiales