ETA acaba de difundir un comunicado en el que ni siquiera menciona la posibilidad de dejar las armas. El mensaje, que coincide con el estallido de cuatro bombas, demuestra que el extraño proceso de negociación con el gobierno tiene los pies de barro y que ETA negocia desde la prepotencia y la firme voluntad de doblegar a un Estado Español que aparece ante sus ojos de los ciudadanos y de la propia banda terrorista como peligrosamente débil e inclinado a ceder.
La negociación con ETA que pretende el gobierno de Rodríguez Zapatero es el camino correcto en democracia, en primer lugar porque la mayoría de la sociedad así lo quiere y porque comienzan a existir condiciones favorables para esa negociación, que, de culminar favorablemente, pondría fin a una de las páginas más dramáticas y tristes de la historia moderna de España.
El problema está en la misma negociación. Si se negocia desde la debilidad, si el gobierno, que pierde posiciones ante el electorado español, sucumbe con frivolidad ante la urgente necesidad de conseguir un éxito, si cae en la tentación de presentarse ante los ciudadanos, a cualquier precio, como el artífice de la paz con ETA y como el "liquidador" del terrorismo, aunque a cambio tenga que hacer concesiones indignas, humillándose y humillando también a toda la sociedad española, entonces cometería un error terrible que pagará en las urnas, apartado del poder quizás durante décadas.
Lamentablemente, las "señales" de la negociación que nos llegan a los ciudadanos reflejan una negociación débil del gobierno, una debilidad que introduce nerviosismo e inseguridad en los ciudadanos, temerosos de que, finalmente, sean los teroristas, los asesinos mafiosos, quienes emerjan como vencedores del proceso de paz.
Y esos signos preocupantes son, entre otros, que ETA, en tiempos teóricos de negociación, sigue poniendo bombas y cobrando esas cuotas mafiosas a las que llama "impuesto revolucionario", que el procesado Otegui, el rostro y la emanación de la banda, ponga condiciones al Estado desde el orgullo y la arrogancia, como si los que asesinan y extorsionan tuvieran derecho a acorralar a una democracia orgullosa que basa su fortaleza en el derecho y el respaldo cívico. Otros signos no menos preocupantes son que desde el Estado no se exige al terrorismo que se rinda, que pida perdón, que se reconcilie, sino que abandone las armas o, algo todavía más suave y metrosexual: que exprese su voluntad de abandonar la violencia.
Los ciudadanos quieren la negociación, pero una negociación cargada de dignidad, como corresponde a una democracia de ciudadanos, en la que el Gobierno, con el majestuoso respaldo de la ciudadanía, se enfrente con una banda mafiosa y criminal derrotada, arrepentida de haber sembrado España de cadáveres y dispuesta a rendirse.
Solo así es posible negociar, sólo así, desde la supremacía de la democracia, cabe ser magnánimo con el vencido, sólo de ese modo podríamos justificar el perdón a los asesinos y nunca a los manchados de sangre.
Cuanquier otra cosa sería una rendición camuflada de la democracia frente a la banda criminal, y eso nunca se lo perdonaríamos al inefable ZP, por mucho talante y sonrisa que expanda por los cuatro puntos cardinales de España.
La negociación con ETA que pretende el gobierno de Rodríguez Zapatero es el camino correcto en democracia, en primer lugar porque la mayoría de la sociedad así lo quiere y porque comienzan a existir condiciones favorables para esa negociación, que, de culminar favorablemente, pondría fin a una de las páginas más dramáticas y tristes de la historia moderna de España.
El problema está en la misma negociación. Si se negocia desde la debilidad, si el gobierno, que pierde posiciones ante el electorado español, sucumbe con frivolidad ante la urgente necesidad de conseguir un éxito, si cae en la tentación de presentarse ante los ciudadanos, a cualquier precio, como el artífice de la paz con ETA y como el "liquidador" del terrorismo, aunque a cambio tenga que hacer concesiones indignas, humillándose y humillando también a toda la sociedad española, entonces cometería un error terrible que pagará en las urnas, apartado del poder quizás durante décadas.
Lamentablemente, las "señales" de la negociación que nos llegan a los ciudadanos reflejan una negociación débil del gobierno, una debilidad que introduce nerviosismo e inseguridad en los ciudadanos, temerosos de que, finalmente, sean los teroristas, los asesinos mafiosos, quienes emerjan como vencedores del proceso de paz.
Y esos signos preocupantes son, entre otros, que ETA, en tiempos teóricos de negociación, sigue poniendo bombas y cobrando esas cuotas mafiosas a las que llama "impuesto revolucionario", que el procesado Otegui, el rostro y la emanación de la banda, ponga condiciones al Estado desde el orgullo y la arrogancia, como si los que asesinan y extorsionan tuvieran derecho a acorralar a una democracia orgullosa que basa su fortaleza en el derecho y el respaldo cívico. Otros signos no menos preocupantes son que desde el Estado no se exige al terrorismo que se rinda, que pida perdón, que se reconcilie, sino que abandone las armas o, algo todavía más suave y metrosexual: que exprese su voluntad de abandonar la violencia.
Los ciudadanos quieren la negociación, pero una negociación cargada de dignidad, como corresponde a una democracia de ciudadanos, en la que el Gobierno, con el majestuoso respaldo de la ciudadanía, se enfrente con una banda mafiosa y criminal derrotada, arrepentida de haber sembrado España de cadáveres y dispuesta a rendirse.
Solo así es posible negociar, sólo así, desde la supremacía de la democracia, cabe ser magnánimo con el vencido, sólo de ese modo podríamos justificar el perdón a los asesinos y nunca a los manchados de sangre.
Cuanquier otra cosa sería una rendición camuflada de la democracia frente a la banda criminal, y eso nunca se lo perdonaríamos al inefable ZP, por mucho talante y sonrisa que expanda por los cuatro puntos cardinales de España.