Cuando los ciudadanos tienen miedo de los políticos, vivimos en una dictadura, pero cuando son los políticos los que temen al ciudadano, entonces existe democracia. En España, a juzgar por la lamentable historia reciente, hemos vivido, durante décadas, no una democracia sino una tiranía de políticos arrogantes y temidos por el pueblo. Pero las cosas están cambiando y el miedo se refleja ya en el rostro de muchos políticos españoles con pasado de forajidos.
Los ciudadanos, por fin, están aprendiendo ahora lo que debían haber sabido hace tres décadas, cuando en la Transición le vendieron una sucia partitocracia como si fuese una democracia. Ahora, gracias a la crisis y a que el gobierno de Zapatero ha colmado el vaso con sus abusos e iniquidades, los ciudadanos aprenden a no fiarse de los políticos y a vigilarlos, lo que representa un enorme avance en democracia. Los políticos, por su parte, empiezan a tenerle al pueblo un saludable miedo, tras comprobar que los ciudadanos, menos imbéciles de lo que ellos creían, son capaces de neutralizar la propaganda gubernamental, de despreciarles y de vengarse en las urnas.
Hasta hace apenas una década, los políticos españoles, sin freno ni prudencia, podían hacer cualquier cosa, sin oposición alguna del pueblo. Aprovechando aquella estúpida tolerancia ciudadana tomaron por asalto la sociedad civil, se apoderaron de las universidades, compraron a sindicalistas, periodistas e intelectuales, se hicieron con el control de los movimientos ciudadanos y de los grandes medios de comunicación y sentaron a sus militantes en los patronatos y consejos de administración de miles de instituciones y empresas, entre ellas las cajas de ahorros, muchas de las cuales fueron asaltadas y arruinadas, durante años, por abusos políticos.
Por entonces robaban de manera impune, sin que nunca tuvieran que pagar factura alguna por sus desmanes. Eran los tiempos en los que políticos Manuel Chaves, presidente del gobierno de Andalucía, pedía dinero a las cajas de ahorros "para el partido" y después se hacía perdonar esa deuda a cambio de favores. Eran aquellos tiempos terribles en los que los recaudadores de los partidos exigían a los empresarios comisiones sustanciosas, sin tener que ir a la cárcel por tamaño delito.
Hoy, desprestigiados y casi odiados por el pueblo, que los señala como uno de los grandes problemas de la nación, los políticos no se atreverían a cometer las atrocidades antidemocráticas y antiéticas del pasado. Se sienten presionados, vigilados, rechazados y despreciados por el pueblo, algo que, a pesar de la arrogancia que demuestran, les humilla, les mina la moral y a algunos de ellos hasta les hace sentir vergüenza ante sus esposas e hijos.
Al morir Franco, después de cuatro décadas de dictadura, el pueblo español estaba tan sediento de democracia que abrió a los partidos políticos, de par en par, las puertas del país, sin cautela alguna, con una imprudencia que iba a costarle muy cara a España, con una imbecilidad inexplicable que, en la práctica, otorgó a los políticos un cheque en blanco para que desvalijaran y hundieran el país. Era tanta la sed de democracia al morir el dictador que los partidos pudieron entrar a saco en la sociedad española, con impunidad total, mientras los inocentes ciudadanos confundían la sucia partitocracia que les estaban dando con una democracia verdadera.
La falta de control a los políticos en la mal llamada democracia española ha sido de record mundial. Aquí se ha podido hacer de todo y se ha hecho. Se ha practicado la venganza contra el adversario, se le ha negado el dinero público al crítico, se han exigido comisiones a cambio de contratos públicos, se ha esparcido el miedo en la sociedad, se han trucado concursos, se han saqueado las arcas públicas, se han falsificado oposiciones y pruebas de acceso para que colocar a los amigos y se ha convertido el Estado en un aparcamiento donde cobran si aportar nada cientos de miles de enchufados, familiares y amigos del partido gobernante.
Poco a poco, los políticos forajidos han ido eliminando los escasos controles que había establecido la tímida y pobre democracia española. Los secretarios de los ayuntamientos dejaron de frenar los desmanes de los alcaldes y cuando no había capacidad de endeudarse o de colocar a más enchufados en las administraciones, los políticos creaban nuevas empresas públicas e instituciones para endeudarlas y llenarlas de inútiles y de parásitos.
Hay decenas de miles de políticos españoles que hoy no pueden justificar su patrimonio. Hay miles de empresas públicas que están técnicamente quebradas. Y todo eso se ha hecho sin que los fiscales intervengan, sin que Hacienda investigue, con una impunidad insultante que clama al cielo.
Hoy, por fortuna, ya no se atreven. Ya no tienen valor suficiente para robar a manos llenas, ni para practicar el urbanismo salvaje, ni para aceptar regalos de alto valor, ni para exigir comisiones con descaro y arrogancia, ni para aparecer en público acompañados de miserables y ladrones reconocidos, que hasta no hace mucho eran sus amigos y compañeros de fechorías.
No ha sido la virtud, ni el arrepentimiento lo que les ha hecho cambiar. Ha sido el miedo. Se sienten señalados y abucheados en las calles y empiezan a reflexionar. Como primera reacción se esconden y aparecen cada vez menos en público. Han visto el odio en la mirada de muchos ciudadanos y han empezado a sentir un miedo saludable y esperanzador que despeja el futuro y quizás prometa un país más regenerado y limpio, por fin libre de políticos forajidos.
Los ciudadanos, por fin, están aprendiendo ahora lo que debían haber sabido hace tres décadas, cuando en la Transición le vendieron una sucia partitocracia como si fuese una democracia. Ahora, gracias a la crisis y a que el gobierno de Zapatero ha colmado el vaso con sus abusos e iniquidades, los ciudadanos aprenden a no fiarse de los políticos y a vigilarlos, lo que representa un enorme avance en democracia. Los políticos, por su parte, empiezan a tenerle al pueblo un saludable miedo, tras comprobar que los ciudadanos, menos imbéciles de lo que ellos creían, son capaces de neutralizar la propaganda gubernamental, de despreciarles y de vengarse en las urnas.
Hasta hace apenas una década, los políticos españoles, sin freno ni prudencia, podían hacer cualquier cosa, sin oposición alguna del pueblo. Aprovechando aquella estúpida tolerancia ciudadana tomaron por asalto la sociedad civil, se apoderaron de las universidades, compraron a sindicalistas, periodistas e intelectuales, se hicieron con el control de los movimientos ciudadanos y de los grandes medios de comunicación y sentaron a sus militantes en los patronatos y consejos de administración de miles de instituciones y empresas, entre ellas las cajas de ahorros, muchas de las cuales fueron asaltadas y arruinadas, durante años, por abusos políticos.
Por entonces robaban de manera impune, sin que nunca tuvieran que pagar factura alguna por sus desmanes. Eran los tiempos en los que políticos Manuel Chaves, presidente del gobierno de Andalucía, pedía dinero a las cajas de ahorros "para el partido" y después se hacía perdonar esa deuda a cambio de favores. Eran aquellos tiempos terribles en los que los recaudadores de los partidos exigían a los empresarios comisiones sustanciosas, sin tener que ir a la cárcel por tamaño delito.
Hoy, desprestigiados y casi odiados por el pueblo, que los señala como uno de los grandes problemas de la nación, los políticos no se atreverían a cometer las atrocidades antidemocráticas y antiéticas del pasado. Se sienten presionados, vigilados, rechazados y despreciados por el pueblo, algo que, a pesar de la arrogancia que demuestran, les humilla, les mina la moral y a algunos de ellos hasta les hace sentir vergüenza ante sus esposas e hijos.
Al morir Franco, después de cuatro décadas de dictadura, el pueblo español estaba tan sediento de democracia que abrió a los partidos políticos, de par en par, las puertas del país, sin cautela alguna, con una imprudencia que iba a costarle muy cara a España, con una imbecilidad inexplicable que, en la práctica, otorgó a los políticos un cheque en blanco para que desvalijaran y hundieran el país. Era tanta la sed de democracia al morir el dictador que los partidos pudieron entrar a saco en la sociedad española, con impunidad total, mientras los inocentes ciudadanos confundían la sucia partitocracia que les estaban dando con una democracia verdadera.
La falta de control a los políticos en la mal llamada democracia española ha sido de record mundial. Aquí se ha podido hacer de todo y se ha hecho. Se ha practicado la venganza contra el adversario, se le ha negado el dinero público al crítico, se han exigido comisiones a cambio de contratos públicos, se ha esparcido el miedo en la sociedad, se han trucado concursos, se han saqueado las arcas públicas, se han falsificado oposiciones y pruebas de acceso para que colocar a los amigos y se ha convertido el Estado en un aparcamiento donde cobran si aportar nada cientos de miles de enchufados, familiares y amigos del partido gobernante.
Poco a poco, los políticos forajidos han ido eliminando los escasos controles que había establecido la tímida y pobre democracia española. Los secretarios de los ayuntamientos dejaron de frenar los desmanes de los alcaldes y cuando no había capacidad de endeudarse o de colocar a más enchufados en las administraciones, los políticos creaban nuevas empresas públicas e instituciones para endeudarlas y llenarlas de inútiles y de parásitos.
Hay decenas de miles de políticos españoles que hoy no pueden justificar su patrimonio. Hay miles de empresas públicas que están técnicamente quebradas. Y todo eso se ha hecho sin que los fiscales intervengan, sin que Hacienda investigue, con una impunidad insultante que clama al cielo.
Hoy, por fortuna, ya no se atreven. Ya no tienen valor suficiente para robar a manos llenas, ni para practicar el urbanismo salvaje, ni para aceptar regalos de alto valor, ni para exigir comisiones con descaro y arrogancia, ni para aparecer en público acompañados de miserables y ladrones reconocidos, que hasta no hace mucho eran sus amigos y compañeros de fechorías.
No ha sido la virtud, ni el arrepentimiento lo que les ha hecho cambiar. Ha sido el miedo. Se sienten señalados y abucheados en las calles y empiezan a reflexionar. Como primera reacción se esconden y aparecen cada vez menos en público. Han visto el odio en la mirada de muchos ciudadanos y han empezado a sentir un miedo saludable y esperanzador que despeja el futuro y quizás prometa un país más regenerado y limpio, por fin libre de políticos forajidos.