Dictaduras: una abierta, la otra camuflada de democracia
Tras la muerte de Franco, España no instauró una democracia, sino una nueva dictadura en la que la vara de mando militar pasó a los partidos políticos. El sistema surgido de la Constitución de 1978 nunca fue democrático porque era desequilibrado, cargado de trucos y carecía de las cautelas, controles, frenos y contrapesos que la democracia necesita. De hecho fue una auténtica dictadura de partidos políticos, como la Historia ha demostrado hasta la saciedad en los últimos años.
La debilidad del actual Estado español, su fragilidad ante los embates independentistas, su incapacidad para que los poderes del Estado funcionen en libertad, sus tendencias centrífugas, su divorcio con gran parte de la ciudadanía, el desprestigio de su clase política, la corrupción galopante en los partidos y la creciente insatisfacción de los ciudadanos no son otra cosa que la consecuencia de una grave falta de democracia.
España es un claro paciente que necesita la clásica receta que dice: "los males de la democracia se curan con más democracia".
Los primeros pasos de la democracia de 1978 ya evidenciaron que el sistema hacía agua por todas partes. Entonces no se percibía con claridad porque el entusiasmo de los españoles con el nuevo sistema, que nos homologaba a Europa y al mundo libre occidental, nos cegaba, pero desde el referéndum sobre la entrada en la OTAN, trucado, a la aniquilación de la sociedad civil y el control de la Justicia y el Parlamento por parte del Ejecutivo todos fueron claros avances hacia la dictadura de unos partidos políticos a los que se les dio demasiado poder, un poder incompatible con la democracia que los políticos se encargaron de incrementar constantemente en las siguientes décadas.
Si España fuera una democracia en lugar de una vil dictadura no estaríamos en brazos de la corrupción, ni en proceso de ruptura, ni en manos de delincuentes importados, ni acosados por impuestos abusivos, ni esclavizados por los canallas con poder, ni con nuestros servicios básicos en decadencia, ni camino a la recesión, ni acobardados ante el poder de los tiranos, ni impotentes ante los escandalosos privilegios de los políticos, ni divorciados de nuestra clase dirigente, ni perdidos en una nación sin metas ni objetivos comunes.
Estamos tan faltos de grandeza y tan dominados por la bajeza que el discurso que pronunció el rey Felipe VI hace hoy dos años para frenar el golpismo catalán nos cautivó al 90 por ciento de los españoles, cuando era el discurso normal y lógico de un jefe de Estado democrático, en esos momentos. Pero España, tan largamente sometida a la mediocridad, se sintió fascinada ante la certeza que transmitió el monarca en un país donde los políticos sólo transmiten inquietudes, sospechas y miserias.
Los partidos políticos españoles tienen tanto poder y están tan faltos de controles que se han convertido en el cáncer de la nación y en los tiranos de la sociedad y el pueblo. Tienen la libertad bajo control, envenenan la opinión pública, mienten, desinforman y han ocupado hasta el último rincón del país con su poder obsceno. La sociedad civil, que en democracia debe funcionar como contrapeso del poder político, está tomada por los partidos y sus grandes instituciones, que deben ser libres y potentes, están en manos de los políticos, que controlan las universidades, los medios de comunicación, las instituciones financieras y hasta el sector sin ánimo de lucro, todo bajo la sucia mano de la política contaminada en un país con su pueblo maniatado con esposas invisibles.
¿Cómo se sale de este foso? Con una pacífica pero contundente rebelión popular que expulse del poder a los actuales políticos y sus corruptos partidos. Sólo el pueblo soberano puede salvar a España porque los políticos y sus partidos son el problema, no la solución.
Las urnas se abrirán pronto y el poder de votar, quizás el único que le queda al pueblo en este sistema, debe ser aprovechado para no votar jamás a los partidos y políticos que han tenido el control de España en las últimas décadas, las décadas de la corrupción y el abuso. Hay que abstenerse, emitir votos de protesta o, mejor todavía, votar a partidos diferentes y críticos con el sistema, que no hayan tenido responsabilidad alguna en la orgía política española ni en los aquelarres institucionales.
Francisco Rubiales
La debilidad del actual Estado español, su fragilidad ante los embates independentistas, su incapacidad para que los poderes del Estado funcionen en libertad, sus tendencias centrífugas, su divorcio con gran parte de la ciudadanía, el desprestigio de su clase política, la corrupción galopante en los partidos y la creciente insatisfacción de los ciudadanos no son otra cosa que la consecuencia de una grave falta de democracia.
España es un claro paciente que necesita la clásica receta que dice: "los males de la democracia se curan con más democracia".
Los primeros pasos de la democracia de 1978 ya evidenciaron que el sistema hacía agua por todas partes. Entonces no se percibía con claridad porque el entusiasmo de los españoles con el nuevo sistema, que nos homologaba a Europa y al mundo libre occidental, nos cegaba, pero desde el referéndum sobre la entrada en la OTAN, trucado, a la aniquilación de la sociedad civil y el control de la Justicia y el Parlamento por parte del Ejecutivo todos fueron claros avances hacia la dictadura de unos partidos políticos a los que se les dio demasiado poder, un poder incompatible con la democracia que los políticos se encargaron de incrementar constantemente en las siguientes décadas.
Si España fuera una democracia en lugar de una vil dictadura no estaríamos en brazos de la corrupción, ni en proceso de ruptura, ni en manos de delincuentes importados, ni acosados por impuestos abusivos, ni esclavizados por los canallas con poder, ni con nuestros servicios básicos en decadencia, ni camino a la recesión, ni acobardados ante el poder de los tiranos, ni impotentes ante los escandalosos privilegios de los políticos, ni divorciados de nuestra clase dirigente, ni perdidos en una nación sin metas ni objetivos comunes.
Estamos tan faltos de grandeza y tan dominados por la bajeza que el discurso que pronunció el rey Felipe VI hace hoy dos años para frenar el golpismo catalán nos cautivó al 90 por ciento de los españoles, cuando era el discurso normal y lógico de un jefe de Estado democrático, en esos momentos. Pero España, tan largamente sometida a la mediocridad, se sintió fascinada ante la certeza que transmitió el monarca en un país donde los políticos sólo transmiten inquietudes, sospechas y miserias.
Los partidos políticos españoles tienen tanto poder y están tan faltos de controles que se han convertido en el cáncer de la nación y en los tiranos de la sociedad y el pueblo. Tienen la libertad bajo control, envenenan la opinión pública, mienten, desinforman y han ocupado hasta el último rincón del país con su poder obsceno. La sociedad civil, que en democracia debe funcionar como contrapeso del poder político, está tomada por los partidos y sus grandes instituciones, que deben ser libres y potentes, están en manos de los políticos, que controlan las universidades, los medios de comunicación, las instituciones financieras y hasta el sector sin ánimo de lucro, todo bajo la sucia mano de la política contaminada en un país con su pueblo maniatado con esposas invisibles.
¿Cómo se sale de este foso? Con una pacífica pero contundente rebelión popular que expulse del poder a los actuales políticos y sus corruptos partidos. Sólo el pueblo soberano puede salvar a España porque los políticos y sus partidos son el problema, no la solución.
Las urnas se abrirán pronto y el poder de votar, quizás el único que le queda al pueblo en este sistema, debe ser aprovechado para no votar jamás a los partidos y políticos que han tenido el control de España en las últimas décadas, las décadas de la corrupción y el abuso. Hay que abstenerse, emitir votos de protesta o, mejor todavía, votar a partidos diferentes y críticos con el sistema, que no hayan tenido responsabilidad alguna en la orgía política española ni en los aquelarres institucionales.
Francisco Rubiales